Al fin el rey y Bekralbayda salian del bosquecillo, atravesaban juntos el sendero y se perdian bajo los pórticos.
No era solo el príncipe el que veia esto.
Lo veia la sultana Wadah, estremecida de rabia desde sus miradores.
Veíalo tambien estremecido de una cruel alegría desde una torrecilla del muro, el astrólogo Yshac-el-Rumi.
Llegó al fin el plazo prefijado por el astrólogo.
Una noche entró en la cámara del rey con un voluminoso rollo de pergaminos.
Hízole sentar Al-Hhamar y le dijo:
– Estoy impaciente por construir ese alcázar: mi amor hácia tu hija es cada dia mas grande.
– Mi hija es muy afortunada, poderoso señor.
– Pero tu hija se obstina en no corresponder á mi amor sino cuando haya construido para ella un alcázar.
– Aquí tienes las trazas de él, magnífico sultan, cuadra por cuadra, rico y magestuoso, como ha querido hacerle Dios.
El astrólogo estendió uno por uno todos los pergaminos.
En él estaban pintadas primorosamente las habitaciones del alcázar, los patios, las fuentes, las galerías caladas, las blancas columnatas de mármol, los claros estanques, los techos de oro, rojo y azul, las cúpulas estrelladas; una gran inmensidad de esquisitas labores, de alicatados maravillosos, de labradas maderas, de celosías, de puertas: aquello era un prodigio que maravilló al rey.
– Mira, señor, le decia el astrólogo, cuán bello es este patio: sus columnatas forman un espeso bosque cuando se le mira desde sus galerías, y los graciosos arcos parecen las copas de jóvenes palmeras que se cruzan; mira cuán magnífica es esa fuente que se sustenta sobre esos doce leones: pues las cuatro salas que rodean el patio, parecen robadas del paraiso: sus cúpulas son cielos estrellados y sus ajimeces parecen tan hermosos como los ojos de una hurí.
– Indudablemente Dios es grande sobre todas las grandezas, decia el rey, y este alcázar es una de sus maravillas.
Sus arcadas son tan ligeras, que parece que ha de hacerlas mover la brisa; sus columnas son tallos de azucenas en búcaros de nacar.
Sus estanques son espejos de Dios, y cada uno de sus jardines parecen el chal de una hurí.
¿Qué hombre podrá realizar tanta maravilla?
Ya no estraño que el rey Aben-Habuz se volviese loco al ver tanto prodigio.
– Tú realizarás esta obra admirable, poderoso sultan Nazar, dijo el astrólogo.
– Yo he construido en mi Granada cien mezquitas y doscientos algibes, dijo el rey: yo he abierto á la ciencia multitud de escuelas: yo he rodeado el recinto de muros que orlan mil y treinta torres y treinta mil almenas: yo he invertido ciertamente en todas esas obras grandes tesoros: ¿pero qué tesoros bastarian para construir este alcázar, maravilla de las maravillas?
– El palacio en que vives no es digno de tu grandeza.
– Sea feliz y próspero mi pueblo, que yo tengo bastante con una torre para morar y una piel de tigre para reclinar mi cabeza, como el viejo rey Abu-Mozni-el-Zeirita.
– Tú amas á mi hija.
Calló el rey.
– Mi hija no te concederá su amor, sino cuando hayas construido para ella este rico alcázar.
– Tu hija me pide mucho. Es una esclava demasiado cara.
– Mi hija será sultana.
Se estremeció el rey.
– Mi hija es mas hermosa y mas preciada que ese alcázar que tanto te enamora.
Meditó un momento el rey, y luego dijo levantándose de una manera decidida.
– ¡Construiremos el alcázar de las maravillas, Yshac! ¡yo te lo juro!
XV
UNO PARA CADA ALMENA
Y es de advertir que cuando el rey Nazar formó la resolucion de construir aquel magnífico alcázar, no tenia una sola dobla en su tesoro.
Porque el rey Nazar invertia sumas cuantiosísimas en la construccion de hospitales, mezquitas, escuelas, y otros establecimientos, y en pagar sabios que enseñasen al pueblo.
El rey habia concebido un proyecto, para llevar el cual á cabo, envió cartas á todas las villas del reino, llamando á todos los caballeros sus vasallos.
Ocho dias despues hervia Granada en forasteros.
Deslumbraban las galas y el aparato con que aquellos habian venido á la córte, y las posadas estaban llenas, y se preguntaban los unos á los otros para qué habria hecho el rey aquel llamamiento.
Al fin un dia los convocó el rey Nazar á su palacio de la torre del Gallo de viento, y cuando todos estuvieron reunidos, salió vestido magníficamente en un caballo cubierto de paramentos de brocado, llevado de las riendas de púrpura por dos wazires, rodeado de sus sabios y de sus walíes y seguido de los esclavos negros de su guardia.
Precedian al rey Nazar timbaleros y trompetas, y de este modo, llevando tras sí á todos los nobles que habia convocado, bajó por Al-Acab31 á la calle de Elvira, y atravesando el barrio que poblaba la tribu de los Gomeles, subió á la Colina Roja.
En el centro de la cumbre habia una magnífica tienda de seda y oro levantada para el rey.
Delante de la tienda habia un trono.
Cuando el rey Nazar llegó junto al trono, descabalgó y descabalgaron los de su comitiva, y de igual manera descabalgaron los caballeros.
El rey subió sobre el trono, rodeándole los de su séquito, y luego delante del trono y en media luna se estendieron todos los nobles, que pasarian de cuatro mil.
El rey Nazar paseó por ellos una mirada orgullosa.
La mirada de un rey que contemplaba delante de sí una caballería tan rica, tan noble y tan valiente.
– Os he llamado, dijo el rey, para concederos una gracia.
Salió una aclamacion unánime de las bocas de los caballeros.
– Todos sois nobles y valientes, y la paz en que estamos con el cristiano, os tenia ociosos y disgustados, convertidos en labradores.
Contestaron al rey unánimes señales de asentimiento.
– Mirad las distantes sierras: aquellas son las fronteras de nuestro territorio: de una parte hácia la tramontana tenemos á Murcia, de otra á Jaen, de otra á Córdoba, y allá al frente á Africa.
Volviéronse las miradas de los caballeros á las distantes fronteras con una avaricia feroz.
– Vosotros volariais sobre vuestros caballos y sobre vuestras almadias, atravesariais esas fronteras y ese mar, y hariais la guerra si yo os lo permitiese.
– ¡Sí, sí, sí! gritaron enardecidos de entusiasmo todos los caballeros.
– Pero yo no puedo permitiros la guerra; tengo asentadas las paces con los reyes de Castilla y Aragon y con los emires de Africa.
Nublóse el atezado rostro de todos aquellos bravíos guerreros.
– Mi estandarte real no puede ir delante de vosotros, añadió el rey Nazar.
– ¿Y cómo hemos de pasar las fronteras cristianas y embestir las riberas de Africa, tienes asentadas paces con los emires moros y los reyes cristianos? dijo uno de los caballeros.
– Yo no puedo permitiros la guerra: pero vosotros podeis hacer una sola algarada32.
Volvió á brillar la alegría en el rostro de los caballeros.
– ¿Una algarada á todo trance, señor? dijo el mismo anciano.
– Sí,