Por una coincidencia singular, el patio en que esta torre se levantaba, era el mas alegre y bello del palacio: esbeltas columnitas sostenian sus galerías, flores, fuentes y estanques se veian en su terreno, y en él vagaban las hermosas esclavas de la servidumbre de la sultana Wadah.
Porque en aquel patio estaban las habitaciones de la esposa del rey Nazar.
Veíase, además desde las ventanas de la torre toda Granada, la Vega, las sierras hasta los distantes confines: en una palabra, aquella torre era una escelente atalaya.
Los wazires condujeron hasta allí con un profundo respeto al príncipe, y este, que al asomarse á una ventana habia visto la Colina Roja, dijo á los wazires:
– Ahí, en el cercano monte, en las ruinas del templo romano, está mi caballo: no es justo que dejemos perecer á nuestro compañero de batalla; haced que le vayan á buscar.
Los wazires se inclinaron profundamente, y salieron dejando solo al príncipe, que á los primeros rayos del sol de la mañana se puso á contemplar desde su altura el estrecho valle por donde el Darro atravesaba á Granada.
Porque en las márgenes del Darro, moraba su vida y la mitad de su alma: Bekralbayda.
XI
DE CÓMO EL REY NAZAR COMPRENDIÓ QUE NO PODIA SER FELIZ
Al-Hhamar habia quedado profundamente triste.
A la tristeza por sus amores, se unia la que le causaba la rebeldía de su hijo.
Porque su hijo (sus ojos de padre se lo habian dicho) guardaba dentro de su alma un secreto.
¿Y qué secreto era este que no queria revelar á su padre?
Y mientras el rey Nazar se deshacia en conjeturas, la solucion del secreto entraba en su palacio con el caballo del príncipe, que los wazires habian ido á recojer en persona á la Colina Roja.
Uno de los wazires se presentó al rey.
Llevaba en las manos unas pequeñas pero pesadas alforjas de seda, bordadas, en cuyas bolsas se contenia sin duda dinero.
– Esto hemos encontrado sobre el caballo del príncipe, señor, dijo el wazir presentando las alforjas á Al-Hhamar.
El rey puso las alforjas sobre el divan y despidió al wazir.
Apenas se vió solo examinó con una impaciencia febril las dos bolsas de las alforjas; por su contenido esperaba deducir el objeto de la secreta venida del príncipe á Granada.
Pero solo encontró una razonable cantidad de dirahmes24 de plata, lo que bastaba para un caballero, pero que era insuficiente para pagar una rebeldia: además encontró un pequeño envoltorio de seda.
Dentro de él halló dos cartas y un rizo do cabellos negros, sedosos, brillantes, largos, pesados, que exhalaban un delicioso perfume.
– ¡Ha venido á Granada por una muger! ¡ama! ¿pero quién es esa muger? ruin debe ser cuando me la recata: estas cartas me lo dirán:
Abrió la primera que estaba escrita en verso y decia así:
«La perla de las perlas,
la cándida y la pura…»
Era en fin la carta que el príncipe habia encontrado en su retrete en Alhama, la que le habia servido de medio para encontrar á Bekralbayda.
La segunda carta mas esplícita, era la que habia sido enviada al príncipe en su misma flecha desde la casita blanca.
Al leer el nombre de Bekralbayda que firmaba esta carta, el rey se sintió herido en el corazon.
– ¡Con que se aman! esclamó: y acaso, acaso… sí… indudablemente: esta carta es una cita: y luego este rizo de cabellos…
El rey quedó profundamente pensativo, y se puso á pasear á largos pasos á lo largo de su cámara.
– Pero ellos no han podido conocerse, no han podido verse sino consintiéndolo ese viejo enlutado, ese Yshac-el Rumi, ese hombre estraño que me hace temblar. Pero si ese miserable sabe que mi hijo y Bekralbayda son amantes, ¿por qué me vende esa muger? ¡y con tan estrañas condiciones! no me ha pedido oro… únicamente que Bekralbayda esté al lado de la sultana Wadah, de esa terrible loca, y estar él á mi lado, ser mi astrólogo: ¡oh poderoso señor de Ismael! ¡tú dador de la ciencia! ¡tú misericordioso! aquí hay un misterio que no alcanzo á esplicarme: ¡ilumíname tú, señor, tú que amparas á los que en tí creen!.. ¡ábreme camino, porque yo me siento cegar!
Y el rey siguió en su paseo, con la mirada escandecida, el aliento ardiente y entrecortado, las megillas pálidas, el paso incierto.
Luchaba dentro de sí de una manera espantosa.
– ¡Oh? dijo al fin: Dios castiga en mí algun pecado de mi raza: yo no puedo ser feliz.
Y siguió paseando.
– ¿Y por qué no? dijo de repente: ¿quién sabe? acaso…
El rey volvió á su paseo.
Anunciáronle que un viejo y una dama enlutados querian hablarle.
El rey Nazar hizo un movimiento semejante al de quien despierta de un sueño al impulso de una mano estraña; tomó un pergamino y escribió en él durante un breve espacio: luego dobló el pergamino y le selló.
– Que entren el viejo y la muger, dijo.
Poco despues entró Yshac-el-Rumi llevando de la mano y sin velo á Bekralbayda que inclinaba ruborosa la cabeza.
Entrambos se prosternaron ante el rey Nazar que los alzó.
– ¿Sabes á lo que vienes á mi palacio? le preguntó Al-Hhamar.
– Sé que me han vendido al poderoso sultan de Granada, dijo con acento trémulo Bekralbayda.
– ¿Pero no te han dicho que el sultan Nazar que te ama, quiere tu amor y no tu sumision?
Bekralbayda calló.
– Vas á servir á la poderosa sultana Wadah: está enferma: procura aliviar con tus consuelos sus dolencias: en cuanto á mí en ocasion mejor te diré cuánto eres grata á mis ojos. Entre tanto pon aquí tu nombre.
El rey la presentó el pergamino que habia escrito y sellado poco antes.
– ¿Y qué es esto, señor? dijo con recelo Yshac-el-Rumi.
– Aquí, salva la voluntad de Dios, está decretado invariablemente el destino de Bekralbayda. Sellado con mi sello, signado con su nombre, nadie abrirá ese pergamino hasta que ella misma le abra.
Y llamando el rey á sus esclavos les mandó que llevasen á Bekralbayda á las habitaciones de su esposa.
Yshac-el-Rumi se quedó entre los sabios y astrólogos que vivian en el palacio del rey.
XII
EL PALACIO DE RUBIES
Habian pasado muchos dias.
El rey habia tenido muchas entrevistas con Bekralbayda.
El príncipe continuaba preso.
Yshac-el-Rumi empezaba por su ciencia á privar con el rey.
Ninguno mejor que él descifraba los sueños del rey, ni respondia mejor á sus dudas.
El rey Nazar empalidecia.
Comprendíase que minaba algo su existencia.
Sus ojos empezaban á tener cierto brillo fosforescente como los de la sultana Wadah.
Dormia poco, y aun así de una manera