La saludable separación entre jueces y ciudadanos, necesaria para evitar el populismo judicial, no puede llevarse al extremo: la justicia no carece del todo de legitimación democrática, pero esta no le viene de su origen popular sino de su sometimiento a la ley, que es un producto de la voluntad popular. Ahora bien, esto es la teoría, pues todos sabemos que las leyes no siempre se adecuan a los intereses de la mayoría y a veces ni siquiera a los derechos humanos; de ahí la necesidad del control judicial de constitucionalidad de las leyes, léase de la clase política. Democracia y Estado de derecho no son principios contradictorios pero sí diferentes, y nuestra democracia no es popular (término de infausto recuerdo) sino constitucional, es decir, limitada. El juez está antes al servicio del derecho que de la democracia. Al final, si debemos buscar un punto intermedio entre los polos del radicalismo democrático (teorizado por algunos como “constitucionalismo popular”) y del activismo judicial, no encuentro otra salida que analizar cada supuesto concreto de conflicto, examinando empíricamente cómo se tomó la decisión legislativa controvertida, con qué apoyos contó, si siguió o no los dictados de la mayoría social y, sobre todo, la calidad de los argumentos del legislador en contraste con los argumentos del juez. Buena parte de las modernas definiciones de lo jurídico acentúan precisamente su faceta de comunicación, deliberación y argumentación. Por tanto, dejemos aquella discusión teórica interminable, seguramente insoluble, y estudiemos los casos concretos, perspectiva que muchas veces se echa de menos en los trabajos sobre la ya cansina objeción contramayoritaria.
Jueces y derechos humanos
Un modelo exigente de derechos humanos reclama una justicia fuerte, y en cierto modo una limitación de la democracia, en tanto aquellos son antes un producto del liberalismo que de la misma democracia; véanse, si no, los orígenes liberales y no democráticos del constitucionalismo (el sufragio universal no llegó hasta bien entrado el siglo xx) y la importancia que siempre han tenido los derechos de las minorías en el sistema de derechos humanos, trasmutados ahora en derechos de los más vulnerables, que lo son, entre otras cosas, por carecer de voz en los circuitos de la democracia representativa. El juez Hércules que propone Francisco Javier Coquis parece tan alejado de la realidad como el famoso modelo de Dworkin (pensado, por cierto, para Estados Unidos y de más difícil implantación en otros ámbitos culturales), pero ello no debe impedirnos el seguir reivindicándolo. Tanto en México como en España seguimos padeciendo las consecuencias del todavía dominante positivismo legalista, presente en la interpretación llevada a cabo por nuestros jueces (más próximos en la práctica al “juez funcionario” que al “juez constitucional”), con los perniciosos efectos que todos conocemos para el avance de los derechos humanos, los cuales requieren otra mentalidad. Por cierto, echamos en falta en este libro (pero no es un problema suyo, sino de casi todos los escritos por juristas) análisis más empíricos, o al menos que incorporen alguna suerte de perspectiva sociológica, como la apuntada en un esclarecedor trabajo de José Ramón Cossío de hace algunos años, y que alguien debería escribir sobre España. Aunque curiosamente las transformaciones (a mejor) en las formas de razonar de los jueces hacia una mentalidad “más constitucional” creo que han ido bastante más rápido en México que en España. En mi país son todavía impensables sentencias como las dictadas por la Suprema Corte en materias como el aborto, el consumo de drogas, la discriminación por indiferenciación o algunos derechos sociales como la salud o la seguridad social. Seguramente, la potencia simbólica de la reforma constitucional de 2011 haya tenido bastante que ver en ello, y es que aquí los dos países se encuentran en los dos extremos: en México la Constitución se reforma casi cada año y en España se ha modificado solo en dos ocasiones en cuarenta y dos años, ambas por “recomendación” de la Unión Europea.
Jueces, políticas públicas y el papel de los entes descentralizados
Cuando los derechos se concretan en obligaciones estatales de protección y en prestaciones sociales, el riesgo de activismo judicial se acrecienta, pues nos encontramos todavía aquí en fase de construcción y, por tanto, de relativa indefinición, inseguridad y mayor libertad del intérprete, aunque también del político. Ciertamente, como destaca Alfonso Hernández Barrón, la doctrina internacional limita mucho esa libertad, a la vez que potencia la seguridad jurídica, y sólo por eso ya debería ser tenida bien en cuenta, pese a la disminución de la independencia judicial (que consiste en juzgar con una cierta autonomía de criterio) que implica y al riesgo de que se vuelva en nuestra contra. En la actualidad, los órganos internacionales suelen ser más progresistas que los Estados, pero podría suceder lo contrario en el futuro.
Aquí las categorías de la dogmática de los derechos (también en construcción) pueden aportar alguna luz. El carácter objetivo de los derechos se concreta sobre todo en deberes estatales de protección que van más allá de la satisfacción de los intereses de individuos concretos en casos particulares. Nunca me ha convencido del todo la cada vez más frecuente referencia a las políticas públicas de derechos humanos (trasmutadas ahora en objetivos de desarrollo sostenible), pues contribuye a diluir el carácter obligacional de los derechos. Como bien demuestra Germán Cardona en su concienzudo análisis de la sentencia 566/2015 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la argumentación judicial previa a los fallos sobre políticas públicas (si bien en este caso se estimó correcta la omisión de la misma) deja en demasiadas ocasiones mucho que desear. Es cierto que, siguiendo la estela colombiana del “estado de cosas inconstitucional” y de las sentencias estructurales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las violaciones generalizadas de los derechos deberían corregirse con medidas estructurales, pero también es verdad que los jueces no están ni bien preparados ni bien legitimados para dictarlas, salvo en casos excepcionales y siempre que puedan argumentar bien que realmente se produjo una violación no remediable por otras vías. Aquí el diálogo con el ombudsman (que no tiene las limitaciones de la justicia) y los organismos internacionales debería ser obligado. Antes de ello, necesitamos perfeccionar el razonamiento dirigido a demostrar la violación. En otras palabras: más teoría, mejor argumentación y mayor diálogo.
Yendo a lo más urgente: deberíamos concretar mejor aquello que el Estado debe jurídicamente hacer, y en cuanto al contenido de los derechos, deslindar entre su contenido constitucional e internacional y su contenido adicional, circunscrito este último a lo que el legislador y el ejecutivo pueden ampliar “si quieren”. Es en este ámbito donde a mi juicio se encuentran las mejores posibilidades para el desarrollo por los entes descentralizados. Se salvaguardaría así un mínimo componente federal del sistema, sin atentar a la esencia universalista de los derechos humanos y fundamentales. Los estados mexicanos y las comunidades autónomas españolas podrían mejorar los derechos en sus territorios, pero no porque se lo impongan la Constitución ni los tratados internacionales sino por decisión propia (legislativa o ejecutiva, pero en todo caso autónoma), recuperando de esta forma parte de la legitimidad perdida.
Sirvan estas breves líneas para continuar el debate con los autores de este importante libro y para animarles a dialogar con sus colegas españoles y de otros países, en la búsqueda de ese derecho común iberoamericano y europeo que a todos nos enriquecerá, como juristas y como ciudadanos de países hermanos.
Alfonso Hernández Barrón
Introducción
Como bien lo ha sostenido Josep Aguiló Regla, la dinámica de la teoría postpositivista muestra un contraste significativo con el positivismo, ya que este último, al asumir una postura escéptica en relación con la dimensión axiológica de la norma, permite al juez un amplio margen de discrecionalidad en su función de adjudicación del derecho (Regla, 2007). En cambio, el postpositivismo obliga al juez a procurar una fundamentación y motivación que, además de cumplir con parámetros formales de un silogismo hipotético, al