Los once capítulos que componen este volumen ofrecen un buen panorama de gran parte de los problemas actuales que suscita la relación entre los jueces y la Constitución. Sirvan estas líneas para introducir algunas reflexiones desde la realidad española, en el intento de abrir un necesario diálogo trasatlántico, como primer paso hacia la futura construcción de una teoría más general. No es mi intención discutir en detalle las tesis sostenidas por los distintos autores (resultaría pretencioso por mi parte, sin conocer los entresijos del complejo sistema jurídico mexicano), sino tan sólo someramente plantear unas mínimas consideraciones sobre el trasfondo. Veamos inicialmente, y con alguna libertad, las temáticas más relevantes presentadas en el libro (no todas, pues la obra es obviamente mucho más rica que este modesto prólogo).
Federalismo judicial y derechos humanos
México, que se autodefine como Estado federal (art. 40 constitucional) y seguramente no lo es tanto, y España, cuya Constitución no define la forma territorial del Estado, pero que en la práctica se parece bastante al Estado federal, comparten problemas comunes, originados de la persistente ausencia (más llamativa en México, donde el federalismo, al menos sobre el papel, es mucho más antiguo) de una cultura política auténticamente federal. Si los principios jurídico-políticos no calan en la conciencia de la sociedad, y sobre todo de la clase política, sirven de poco: son útiles (yo diría que imprescindibles) para la construcción académica, pero solucionan muy lentamente los problemas reales y concretos. A esta ausencia se suma una deficiente regulación jurídica de las relaciones entre el centro y la periferia (que en España ha sido en gran parte enmendada, en una línea inicialmente bastante equilibrada, por una casi providencial jurisprudencia del Tribunal Constitucional, y así la califico, teniendo en cuenta que este órgano es designado en su totalidad por el Estado central), causante de una inevitable conflictividad, más cuando en ambos países nos queda mucho camino para llegar al ideal de la lealtad constitucional (cuando escribo estas líneas, permanece abierto el conflicto entre los Gobiernos de la nación y de la Comunidad de Madrid por la gestión de la pandemia). Ya desde hace algunos años, en ambos países (y quizás en todas partes) se aprecia la tendencia a recentralizar, resultando significativo, por ejemplo, en México el “crecimiento” del artículo 73 de la Constitución, y en España la reciente doctrina del Tribunal Constitucional limitando la capacidad de las comunidades autónomas para implementar políticas sociales más avanzadas, con la excusa de la competencia exclusiva del Estado central de “bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica” (art. 149.1.13ª de la Constitución española), leída como control del gasto público impuesto por la Unión Europea. Seguramente es en materia financiera donde quedan más claras las limitaciones de nuestros respectivos “federalismos”: la autonomía real de los entes descentralizados (los estados mexicanos y las comunidades autónomas españolas) se enfrentan a serias dificultades si el Estado central continúa tomando las decisiones presupuestarias clave; al final, caemos en un círculo vicioso: la periferia gestiona mal porque no tiene financiación, y no se la otorga financiación porque gestiona mal. A todo ello se suma, creo que también en ambos países, un deficiente diseño de los mecanismos de coordinación y cooperación entre el centro y la periferia, conducente a un poder público con altas dosis de ineficacia, bien percibida por la ciudadanía, que obtiene finalmente la imagen de un Estado burocrático (en el peor sentido del término), y que más que solucionar sus problemas, los consolida y agrava. La percepción de una corrupción más frecuente en los entes descentralizados que en el Estado central tampoco ayuda a crear conciencia ciudadana a favor del federalismo.
Sin embargo, esta tendencia a la recentralización puede justificarse en el ámbito propio de este volumen, la relación entre la justicia y los derechos humanos, con la salvedad a la que al final me referiré. Quizás la mejor justificación actual de la descentralización sea el principio democrático, léase la participación de la ciudadanía en la elección de representantes más próximos a sus intereses. El principio democrático (que, como todos los principios jurídico-políticos, puede cumplirse “más o menos”) comienza a construirse desde abajo, y bien podríamos aceptar de entrada que “cuanto más descentralización, más democracia”. Ahora bien, este modelo no sirve para la justicia, que es el poder del Estado menos democrático, como enseguida se verá. Seguramente con buen criterio, el constituyente español de 1978 evitó dar pie al federalismo judicial al construir un poder judicial centralizado (principio de unidad jurisdiccional), y acertó también el Tribunal Constitucional de mi país cuando, respondiendo al recurso contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, dejó bien claro que las posibilidades de una justicia descentralizada se limitaban a los aspectos de mera gestión administrativa, nunca al ejercicio de la potestad jurisdiccional propiamente dicha, que reside exclusivamente en el Estado central:
si las Comunidades Autónomas han de tener siempre Gobierno propio y, en determinados supuestos, hoy generalizados a todas las Comunidades Autónomas, también Asamblea legislativa autonómica, no pueden contar, en ningún caso, con Tribunales propios, sino que su territorio ha de servir para la definición del ámbito territorial de un Tribunal Superior de Justicia que no lo será de la Comunidad Autónoma, sino del Estado en el territorio de aquélla (sentencia 31/2010).
Por definición, todo Estado es unitario y la soberanía es siempre del Estado central (no parece así muy correcto el uso del término en el precitado art. 40 de la Constitución mexicana), inclusive bajo la forma territorial federal y la potestad jurisdiccional no se puede descentralizar. Un ordenamiento jurídico propiamente dicho debe contar necesariamente con un sistema único de aplicación, y por eso sólo desde un uso flexible del término puede hablarse de ordenamientos jurídicos regionales.
Lo antedicho se refuerza desde la perspectiva de los derechos humanos (de los tratados internacionales) y fundamentales (de las constituciones), categorías diferentes (aunque es cierto que cada vez menos) por mucho que la terminología del constituyente mexicano pueda inducir a alguna confusión. Si son universales, o al menos pretenden serlo, a nivel global (los derechos humanos) y a nivel nacional (los derechos fundamentales), es obvio que ni unos ni otros se pueden “federalizar”, pues deben ser iguales para todos, con independencia del territorio donde residan sus titulares. Tiene razón Jorge Chaires Zaragoza cuando afirma en este libro que “las constituciones de los estados en estricto sentido no son constituciones” (tampoco estrictamente crean derechos fundamentales, que son una categoría “nacional”), y es evidente que la creciente importancia en nuestros países (más contundente, al menos sobre el papel, en México que en España) del derecho internacional de los derechos humanos añade un obstáculo a la federalización. Las desigualdades en el disfrute de los derechos sociales son evidentes en México y en España (aunque seguramente mayores en México), y esta situación en cierto modo es inevitable, pero no tanto por causa de una justicia territorialmente desigual sino por otros motivos que ahora no es momento de analizar.
Jueces y democracia
Se trata de un tema eterno de la teoría constitucional, nunca bien resuelto a mi juicio porque no ha sido planteado correctamente. No caben aquí posturas maximalistas y lo más prudente, como apuntan José de Jesús Chávez y Juan Carlos Guerrero, es optar por soluciones intermedias. Los jueces no son un poder democrático ni pueden serlo, por mucho que la Constitución mexicana señale que “Todo poder público dimana del pueblo” (art. 39) o, yendo más a lo concreto, que la española afirme que “La justicia emana del pueblo” (art. 117.1), ejemplo este último de norma “cosmética” donde las haya. Es claro que los jueces deben (moral pero no jurídicamente) estar atentos a las aspiraciones ciudadanas (la “porosidad social” de la que habla César Guillermo Ruvalcaba), y todavía más interpretar las normas de acuerdo con la realidad social del tiempo presente, pero ni son elegidos democráticamente (salvo los más altos tribunales, y a veces con perniciosos efectos) ni actúan conforme a reglas democráticas (excepto en las votaciones en los órganos colegiados), y cabe dudar de la pertinencia de la original (pues no conozco otro caso en el mundo) práctica mexicana de dar publicidad (¡en televisión!) a las deliberaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Por otro lado, los intentos de abrir la Administración de Justicia a la participación ciudadana no han producido los resultados esperados. Sin duda necesitamos más participación,