A partir de la idea general presentada en el párrafo anterior, Seelmann (2013, pp. 86-92) nos indica que pueden encontrarse hasta cuatro construcciones diferenciadas de la idea de contrato social: i) por el contrato social, el individuo ha transferido al Estado un poder público para punir y ejercer el derecho de defensa que le corresponde en su condición natural; ii) por el contrato social, el individuo se obligó a futuro a soportar, en caso de cometer un delito, el castigo; iii) por el contrato social, todos ceden de manera condicionada y recíproca determinados derechos: así, el individuo que comete un delito pierde la protección del derecho y la pena queda liberada para imponerse al infractor; y, iv) en esta posición no se trata de un acuerdo previo, sino que, en cada situación de infracción de la norma (por ejemplo, la comisión de un delito), el individuo que sabía que tal conducta estaba amenazada con pena consiente de forma concluyente en la imposición de la pena prevista.
Sin embargo, desde sus primeras versiones, estas teorías del contrato social sufrieron algunos cuestionamientos u observaciones que motivaron la aparición de explicaciones complementarias. Dichas explicaciones permitieron justificar el orden social vigente en ese momento, especialmente los aspectos relacionados con las duras normas y sanciones previstas para algunos delitos. Señala Seelmann (2013, p. 87) que algunas de estas teorías tuvieron problemas con determinados tipos de penas segregativas (penas de larga duración) o letales (pena de muerte). Es decir, resultaba inaceptable postular un acuerdo o una aceptación de todos con respecto a este tipo de penas —especialmente la pena de muerte, en un contexto histórico en el que la vida resultaba indisponible—. En otras palabras, los sujetos que reciben la imposición de este tipo de penas, evidentemente, no están consintiendo en tales penas, por lo que «el castigo no se legitima frente a él» (Seelmann, 2013, p. 87).
Estas dificultades motivaron, en varias oportunidades, la aparición de tesis defensistas de la sociedad que buscaban prevenir comportamientos dañosos. Muchas de estas tesis se construyeron desligadas de toda concepción contractualista (Seelmann, 2013, p. 97).
Es pertinente hacer una mención especial, antes de introducirnos en la tesis habermasiana, de la posición neocontractualista de John Rawls, un filósofo político contemporáneo de Habermas. El interés de hacer una descripción básica de la posición rawlsiana estriba en que su posición será retomada posteriormente, al momento de presentar nuestra posición en el capítulo 3.
John Rawls nos propone una fundamentación racional de las bases de sociedades políticamente organizadas, especialmente sociedades complejas y democráticas como las actuales. Para tal efecto, nuestro autor apela a una teoría del contrato social, pero reformulada. Efectivamente, Rawls no concibe el contrato social como el consenso de los individuos presentes en una sociedad en torno a lo que resulta deseable en el nivel de los arreglos políticos. En su lugar, el procedimiento contractual de Rawls (Kukathas y Pettit, 2004, pp. 32-33) nos lleva a considerar que una sociedad políticamente organizada (sus instituciones, sus principios de distribución de derechos y deberes, así como los elementos de la estructura básica de la referida sociedad) resulta legitimada en la medida en que cualquiera de los partícipes en dicha sociedad, colocado en una posición original contractual (es decir, bajo el velo de la ignorancia que oculta lo referido a los aspectos de su autointerés), elegiría dicha sociedad políticamente organizada como el más deseable de los arreglos políticos. Además, los partícipes podrían identificar dicha sociedad como el arreglo política y genuinamente más viable —a la luz de la información general que poseemos como sujetos en la posición original— (Kukathas y Pettit, 2004, pp. 32-33; sobre los deseable y lo viable de los arreglos políticos elegidos). Se trata, entonces, de un concepto (el contrato social) utilitario o funcional para evaluar la legitimidad y viabilidad de una sociedad políticamente organizada.
Pero ¿qué se elige bajo los criterios de lo viable y deseable? Hemos referido que se trata de las instituciones básicas de la sociedad y de los principios que determinan la distribución de derechos y deberes en ella. En síntesis, lo elegible bajo los criterios de deseabilidad y viabilidad no deberían ser más que los principios que estructuran las bases de una sociedad justa (Kukathas y Pettit, 2004, p. 47). Y, ¿cuáles son esos principios que definen las bases de una sociedad políticamente organizada de manera justa? Rawls, luego de descartar una serie de alternativas14, en razón de no considerarlas deseables o viables, afirma que esos principios de justicia son dos: el de aseguramiento de las libertades individuales para todos y el de aseguramiento de la equidad —es decir, el aseguramiento de que, en el caso de las desigualdades sociales y económicas existentes, se articulen decisiones que ofrezcan el mayor beneficio posible a los menos favorecidos por la sociedad, manteniendo la igualdad equitativa de oportunidades de los mismos (Kukathas y Pettit, 2004, p. 47).
Rawls llega a elegir como viable y deseable la alternativa de una sociedad orientada a la justicia, expresada en los principios de libertad e igualdad de oportunidades, apelando a la regla del maximin (maximización del mínimo) —esto es, la minimización del perjuicio derivado de encontrarse en la situación más desfavorable (Vallespín Oña, 2000, p. 593)—. A fin de cuentas, como señala Vallespín Oña sobre nuestro filósofo político, «lo que Rawls viene a decir es, pura y simplemente, que cualquier sistema político que acepte las libertades contenidas en el primer principio y aplique una política socioeconómica dirigida a propiciar la igualdad de oportunidades y la preservación de un mínimo vital para todos los sectores sociales podría encajar en sus criterios de la justicia» (2000, p. 595). Es evidente, entonces, que el principio de justicia que asume Rawls está impregnado de la interacción de dos principios: el de la libertad y el de la básica solidaridad.
La pena, entonces, para Rawls, a pesar de que se ha referido escuetamente al tema (sobre la posición del propio Rawls, y citando a Scheffler, véase Gallego Saade, 2012, p. 142), cumpliría una función de protección de las condiciones de justicia antes indicadas —esto es, de protección de las libertades y de la igualdad de oportunidades para todos.
2.2. Habermas y el neocontractualismo fundado en el principio del discurso
Jürgen Habermas, filósofo contemporáneo, viene desarrollando y profundizando, desde los años setenta del siglo XX, su teoría central de la acción comunicativa. Sobre la base de esta idea central, Habermas ha reconstruido el fundamento de una serie de problemas de carácter político, jurídico, moral y filosófico. Con respecto a lo que resulta relevante para este texto, nos interesa conocer los aportes de Habermas al tema del fundamento de las sociedades democráticas (complejas) y la validez del derecho.
Para entender estas elaboraciones, es importante familiarizarse con dos conceptos básicos y fundamentales del autor alemán: a saber, el concepto de acción comunicativa y el de procedimiento discursivo. Por acción comunicativa entiende el propio Habermas aquella «clase de interacciones, en que todos los participantes armonizan entre sí sus planes individuales de acción y persiguen, por ende, sin reserva alguna sus fines ilocucionarios» (1987, I, pp. 376-377). Ello supone actos de habla con fines de motivación sobre el oyente y con «pretensiones de validez susceptibles de crítica» (p. 391).
La acción comunicativa constituye, para Habermas, el fundamento de la sociedad humana15. Efectivamente, el lenguaje humano, poseedor de determinadas características intrínsecas, hace posible el intercambio comunicativo entre las personas y, en esa perspectiva, hace posible la intersubjetividad. En este sentido, el lenguaje humano actúa, como señala Margarita Boladeras, «como mediación necesaria en los procesos de aprendizaje, en la coordinación de la acción, en la diversificación de los discursos» (1996, p. 43). Desarrollados en la historia, estos procesos han permitido la objetivación de los diversos procesos de la realidad y han abierto la posibilidad de construir una ética discursiva, bosquejar los rasgos de un Estado democrático y vertebrar la conciencia humana colectiva. El lenguaje es, entonces, un instrumento que de manera interactiva permite construir entendimiento e integración social.
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