El segundo principio de mitigación de las penas es el humanitario que Beccaria llamó «benignidad» de éstas: «uno de los mayores frenos de los delitos», escribe Beccaria, «no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad [...] La certeza de un castigo, aun moderado, producirá siempre una impresión más honda que el temor de otro más terrible, unido a la esperanza de la impunidad»17. Por otro lado, agrega el autor retomando una tesis de Montesquieu sobre la suavidad de las penas como medida de la civilización de un país18, existe un nexo entre la ferocidad de las penas y el incremento de los delitos de sangre: «Los países y los tiempos de los suplicios más atroces fueron siempre los de las acciones más sanguinarias e inhumanas, pues el mismo espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador, regía la del parricida y del sicario. Desde el trono dictaba leyes de hierro para almas atroces de esclavos que obedecían. En la privada oscuridad estimulaba a inmolar a los tiranos para crear otros nuevos»19.
Pero ¿de qué dependen esta certeza y esta minimización de las penas? dependen —dice Beccaria en una de sus páginas más hermosas— de la certeza y de la minimización de sus presupuestos, es decir de los delitos, una y otra realizables a través del principio de legalidad y, antes aún, del principio de economía: «prohibir una multitud de acciones indiferentes no es prevenir los delitos que de ellas pudieran nacer, sino crear otros nuevos […] ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, simples, y que toda la fuerza de la nación se concentre en defenderlas y ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas […] Haced que los hombres las teman, y las teman solo a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el de hombre a hombre es fatal y fecundo en delitos. Los esclavos son más voluptuosos, más desenfrenados, más crueles que los hombres libres»20.
El eje que sostiene el modelo es, sobre todo, el principio de legalidad. De este principio Beccaria formula dos versiones, una formal y otra sustancial: el principio de mera legalidad, en virtud del cual «solo las leyes pueden establecer las penas correspondientes a los delitos, y esta potestad no puede residir más que en el legislador»21, y el principio de estricta legalidad, que se resume en el principio de lesividad, por cuya virtud «la única y verdadera medida de los delitos es el daño hecho a la nación»22. Merced al primer principio, nadie puede ser castigado sino por un hecho previsto en la ley como delito; conforme al segundo, la ley, a su vez, no puede prever como delitos hechos que no produzcan algún daño a terceros23.
En fin, en el proceso penal, la claridad y la simplicidad de las leyes es el principal factor de limitación del arbitrio punitivo, y, por tanto, la principal garantía de la libertad y de la dignidad de los ciudadanos. «Donde las leyes son claras y precisas», escribe Beccaria, «el oficio de un juez no consiste más que en comprobar un hecho»24. Naturalmente esta tesis —al igual que la del «silogismo perfecto» y antes aún la de la imagen del juez «boca de la ley»25 debida a Montesquieu— designa un modelo límite, nunca realizable y por consiguiente utópico. Pero su mayor o menor grado de realización depende de la semántica del lenguaje legal, es decir, del grado de determinación, taxatividad, claridad y precisión de las figuras de delitos. En ese orden de ideas, no hay que olvidarlo, cuando estas tesis fueron formuladas, aunque ingenuas e insostenibles de ser tomadas en su literalidad, expresaban un principio revolucionario: el principio de la máxima garantía de la persona frente al arbitrario despotismo de los jueces.
En el conjunto de estas garantías —los principios de economía, certeza, legalidad, taxatividad y lesividad de las figuras de delito— se basan, todavía hoy, los principales valores del garantismo penal y procesal. En primer lugar, la libertad de los ciudadanos: «La opinión que debe formarse cada ciudadano de poder hacer todo lo que no sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente que el que puede nacer de la acción misma» —escribe Beccaria retomando otra clásica tesis ilustrada— «es el dogma político que debería ser creído por los pueblos y preconizado por los supremos magistrados con la incorrupta custodia de las leyes; dogma sagrado, sin el que no puede existir sociedad legítima»26. En segundo lugar, el modelo cognoscitivo de proceso, que Beccaria llamó «proceso informativo», es decir «la investigación indiferente del hecho» donde el juez es un «un investigador indiferente de la verdad», en oposición al llamado «proceso ofensivo», donde «el juez se convierte en enemigo del reo, de un hombre encadenado [... y], no indaga la verdad del hecho, sino que busca el delito en el preso, insidiándolo, y cree perder si no lo encuentra, y frustrada la infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas»27. En tercer lugar, la separación de poderes: «Es pues necesario que un tercero juzgue sobre la verdad del hecho. De ahí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean inapelables y consistan en meras aserciones o negaciones de hechos particulares»28. Se trata, en síntesis, del conjunto de límites, separaciones y contrapesos que hacen del poder punitivo un «poder limitado».
3. UN PENSAMIENTO JURÍDICO CONSTITUYENTE
Es este el segundo y tal vez el más importante aspecto de la actualidad del pensamiento de Beccaria. A éste y, en general, al pensamiento de la Ilustración, se debe la elaboración teórica del modelo normativo del «poder limitado»29: un modelo que la filosofía política ilustrada teorizó con referencia al derecho penal, dado que el poder punitivo es el terreno en el que más dramática, violenta y virtualmente arbitraria es la relación entre la autoridad y la libertad, entre poderes del estado y derechos del ciudadano30.
Pero Beccaria no solo inauguró la reflexión teórica sobre el garantismo penal, es decir, sobre los límites que es necesario imponer al despotismo punitivo en garantía de la libertad y de la dignidad de las personas. El modelo del poder limitado, compartido por todo el pensamiento de la Ilustración, es un paradigma formal que, por consiguiente, puede ser ampliado, de una parte, a todos los poderes y no exclusivamente al poder penal, y, de otra, en garantía de todos los derechos, y no solo de los de libertad. Es lo que ocurrió con el desarrollo histórico del estado de derecho, inicialmente en forma de estado legislativo y posteriormente de estado constitucional. Y, sobre todo, es lo que la razón jurídica y política sugiere que debe ocurrir, a través de los ulteriores desarrollos del mismo paradigma, requeridos para afrontar los desafíos originados por los nuevos poderes y por las violaciones que causan a los derechos viejos y nuevos. Un paradigma que he llamado «garantista» porque la limitación y la regulación del poder que determina, se realizan mediante la introducción de «garantías», es decir, de otras tantas prohibiciones y obligaciones impuestas al ejercicio de los poderes, correlativamente a las expectativas negativas o positivas en que consisten todos los derechos que aquellas garantizan. Por eso, el papel crítico, proyectivo y constructivo que dicho paradigma —inaugurado por la filosofía política de la Ilustración y de manera ejemplar por Beccaria— confía al derecho, a la política y, antes aún, a la cultura jurídica y política. De lo anterior se deriva el carácter constituyente que cabe apreciar en el pensamiento político de la Ilustración y que hace de sus principales exponentes —Montesquieu, Voltaire, Beccaria, y antes Thomas Hobbes y John Locke— los verdaderos padres constituyentes del moderno estado de derecho y de las actuales democracias constitucionales.
Distinguiré cuatro expansiones del paradigma garantista, implícitas, puede decirse, en su interna sintaxis lógica, que le confieren actualidad y fecundidad proyectiva: las dos primeras se produjeron, al menos en el plano normativo, con el desarrollo histórico del estado de derecho; las otras dos están todavía en gran parte por cumplirse, a pesar de que sus líneas de desarrollo sean ya evidentes en el plano teórico; las cuatro han sido confiadas, por su rol constituyente, a la introducción legislativa de las garantías de los derechos, como límites y vínculos impuestos a otros tantos tipos y niveles de poder, y por ende a la construcción, por obra de la política, de las correspondientes funciones e instituciones de garantía.
La primera expansión es aquella en virtud de la cual el garantismo penal, para tutelar la inmunidad de las personas frente al arbitrio punitivo, se ha sido integrado con el garantismo social. Este segundo garantismo se ha ido consolidando a través del desarrollo de una forma ulterior de regulación del poder y de «poder regulado», en garantía de otra clase de derechos: no solo el «poder limitado», sometido a límites o prohibiciones de lesión, en garantía de aquellas