Ahora bien, el acompañamiento a Atria, según entiendo, también encuentra un límite importante, vinculado con la siguiente cuestión. Y es que la preferencia y confianza que uno muestra en torno al debate público político, en materias sustantivas (o en “cuestiones de moral pública”, como diría Nino), no niega la necesidad de cuidar de modo muy especial las bases procedimentales de ese debate político. Ocurre que muchos de nosotros —pienso, en particular, en aquellos que nos acercamos a este debate desde un profundo compromiso con una concepción deliberativa o conversacional de la democracia— estamos absolutamente preparados para deferir nuestro juicio al debate público, en materia de cuestiones de interés público, pero no así a ser deferentes frente a cualquier expresión que alegue tener, simplemente, algún componente mayoritario. En este sentido es que nos interesa asegurar un cuidado particular a las bases procedimentales del debate colectivo.
Para evitar confusiones, permítaseme delimitar el alcance de lo que digo, y dejar en claro dónde es que —en mi opinión— el enfoque de Atria se muestra limitado o equivocado. Por un lado, quienes distinguimos entre cuestiones sustantivas y procedimentales no necesitamos negar los límites difusos que pueden existir entre una y otra área —como tampoco negamos la existencia de zonas claras—. Por otro lado, tampoco necesitamos negar que está sujeta a interpretación la definición acerca de cuáles son los casos que caen en un campo o en otro, ni tenemos por qué ocultar las dificultades que existen para determinar quién debe estar a cargo de tal tipo de interpretaciones. Asimismo, no necesitamos tomar esta distinción (entre procedimiento y sustancia) como un modo de volver a confundir (en el lenguaje de Atria), función y estructura. En particular, no resulta obvio que sea el Poder Judicial el que, naturalmente, deba hacerse cargo del control de las cuestiones procedimentales, como tampoco parece obvio que la propia ciudadanía o los órganos políticos no deban tener un papel protagónico en la delimitación de aquello a lo que queremos considerar condiciones procedimentales. No se trata, aquí, de volver a construir (retomando otra vez el lenguaje de Atria) un “dualismo” del viejo tipo.
Ahora bien, por alguna razón —tal vez porque la cuestión torna razonables reclamos que él de plano rechaza— Atria hace un esfuerzo significativo por desplazar y dejar de lado la reflexión sobre el tratamiento que merecen las cuestiones procedimentales. Dos datos resultan notables, en este respecto. El primero —el que menos subrayaría— es la desatención hacia el tema desarrollado por uno de los teóricos que más ha transformado el estudio del constitucionalismo en los últimos 40 años: John Ely, en su trabajo Democracy and Distrust6. A pesar de la importancia fundamental del libro de Ely y las discusiones que ha generado, y a pesar también de la exhaustividad LFD en la revisión de las discusiones contemporáneas en el área, Atria se refiere a Ely solo marginalmente, en tres alusiones breves o de pie de página. El segundo dato que llama la atención en torno al modo en que Atria desplaza toda reflexión sobre los temas procedimentales es su curiosa e injustificada insistencia en examinar a la constitución, meramente —incomprensiblemente— como una declaración de derechos. Por caso, al investigar la “lectura moral” de la constitución, Atria subraya, entre paréntesis que “en lo que nos interesa aquí (la constitución se reduce a) las disposiciones sobre derechos fundamentales” (LFD, p. 319). Así también, al hablar de la Corte como “foro de principios”, él deja anotado, entre paréntesis, que habla de la constitución como reducida a “su parte dogmática” (LFD, p. 303). ¿Por qué es que deberíamos entender a la Constitución reducida de esa manera, cuando bien podría entendérsela, si se quiere, reducida del modo contrario (esto es, solo como un “esquema de procedimientos”)?
De hecho, contra Atria, uno puede sostener, con cierta razón, que la constitución debe ser entendida, ante todo o exclusivamente (como lo propone Ely) como un “manual de procedimientos”. La Constitución, podría decirse, viene a fijar las reglas del juego para que nosotros decidamos, políticamente, colectivamente, de qué modo queremos resolver o darle contenido a nuestros “desacuerdos” fundamentales (por ejemplo, en cuanto al contenido, alcance y significado de los “derechos”).
Asumir una postura semejante nos fuerza a reflexionar sobre algunos temas críticos para el análisis de Atria, y que lo obligarían a retomar con prudencia cuestiones que él se apresura a dejar de lado. Entre ellas: i) ¿quién va a controlar las bases de la democracia procedimental, cuando una circunstancial mayoría parlamentaria quiera forzar su permanencia en el poder? O también, ii) ¿cuáles son las condiciones procedimentales que deben cumplirse para que podamos hablar de “voluntad del pueblo”?
Adviértase, en efecto, que si viéramos a la Constitución, fundamentalmente, como un “manual de procedimientos”, muchos de los problemas que están en el centro de las preocupaciones de Atria desaparecerían —problemas del tipo: ¿quién interpreta y decide todas las cuestiones (sustantivas) de nuestra vida política? ¿Qué lugar deja el derecho a la política?—. En efecto, la política se ocuparía de “todo” lo sustantivo, y la política es la que quedaría a cargo, entonces, de la interpretación del derecho (el tema, a esta altura, requeriría de un análisis más detallado, que por ahora dejo de lado). El principal blanco de las críticas de Atria a los modos y formas del derecho contemporáneo se diluirían así, significativamente. Por tanto, la omisión del tratamiento de Atria sobre estas cuestiones —o el modo en que invierte lo que para muchos de nosotros “es” el constitucionalismo— no resulta una mera omisión adicional (“¿por qué el autor habría de tratar todos los temas que nos interesan?”) sino una omisión significativa dentro de su propio proyecto. Se trataría de una omisión difícil de justificar, y capaz de resistir en buena medida el ataque que él presenta frente a la teoría constitucional contemporánea como un todo. Dejo aquí anotadas estas cuestiones, por ahora, para retomarlas en todo caso más adelante en mi análisis.
IV. TERCERA PARTE: TEOLOGÍA POLÍTICA
Llegando a la tercera y última parte de su trabajo, Atria ya ha allanado buena parte del camino que le interesaba recorrer. Por un lado —y éste ha sido el trabajo principal de la sección segunda de su texto— él ha desafiado un modo de entender el derecho y lo político; un modo que parece hoy subyacente en las formas en que hoy se piensa y se entiende el control de constitucionalidad (LFD, p. 345). Por otro lado, ha abierto la puerta a lo que será el centro de la última parte de su libro, esto es, una visión “que no niega sino abraza el carácter polémico del conflicto político”, y que a la vez permite explicar el sentido del derecho: “el derecho lo que hace es reducir la contingencia […] de transformación de lo polémico en común, de modo de vivir con otros y poder ser autores de nuestras biografías” (LFD, p. 345).
El objetivo del último tercio. Atria justifica esta tercera parte de su trabajo en la necesidad de ampliar aún más la mirada desarrollada en las dos anteriores, para comprender el sentido de estructuras (las estructuras del Estado, en este caso), que consideradas en sí mismas pueden verse como meras “ideas muertas”. En verdad, nos dice Atria, “para entender la estructura formal del Estado moderno es necesario entender la idea de que el derecho es la voluntad del pueblo”, y a esto va a dedicarse en toda la última parte de su libro (LFD, p. 22).
La pregunta que aparece entonces, y que va a marcar toda la última parte del libro, es si es posible concebir a la política como algo más que una lucha de facciones, de negociación y compromisos entre ellas (LFD, p. 345). Más específicamente, Atria se va a preguntar si tiene sentido, en la actualidad, hablar de la ley como voluntad del pueblo y, en tal sentido, como defensa de los intereses de todos.
En este punto es que reaparece Carl Schmitt, que va a ser decisivo protagonista de esta sección final. El gran acierto de Schmitt —nos dice Atria— fue el de ver con claridad la relación entre instituciones (estructuras) y el “principio” que las anima (sus funciones). Él reconoció, como nadie en su momento, que “la función que la estructura parlamentaria mediaba, la de hacer probable la deliberación, ya no era posible”: el “principio parlamentario”, que era el de identificar a través de la deliberación la voluntad del pueblo, se había transformado en una “idea muerta”, dejando a las instituciones vigentes sin sentido (LFD, p. 346)7. Pues bien, para Atria, lo que Schmitt dijo sobre el parlamentarismo resulta perfectamente aplicable hoy en relación con