Los primeros pasos de Mandela en Johannesburgo fueron una secuencia de mentiras que le hicieron perder trabajos y lugares donde vivir. Esas mentiras, o esas verdades contadas con matices, esos relatos que bordeaban lo real con lo imaginado sostuvieron sus primeros tiempos en la gran ciudad. Los embustes que arrastraba desde su huida de casa del regente provocaron que también tuviera que abandonar la casa del reverendo cuando este se enteró por terceros de las trapacerías de su joven inquilino. La salida de su nuevo y efímero hogar tuvo algo de pedagógico. El reverendo dio ejemplo con él y le mandó al purgatorio de la búsqueda de una nueva casa. Eso sí, fue una penitencia con indulgencia incorporada, ya junto a la expulsión hizo posible que Nelson se instalara con la familia Xhoma, que vivía en el vecindario.
Tuvo que comenzar una nueva vida. Físicamente en una habitación con el suelo de tierra apelmazada y techo metálico, sin calefacción, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Una chabola. La nueva dirección del joven Nelson estaba en Alexandra: Séptima Avenida número 46.
Alexandra era una ciudad de contrastes. Más bien era un suburbio de contrastes. Mejor dicho, era solo un suburbio.
Las apariencias, en Alexandra, no eran ni más –ni menos– que eso. Alguna fachada ilustre o un edificio resultón por aquí y otro por allá no podían apagar el resplandor siempre original del hambre; o el silencio siempre dañino de la suciedad de los niños de la calle; o que las fuentes de agua potable se alternaran casa sí y casa no, y que cada caño fuera el responsable del suministro de varias unidades familiares; o ese olor a humo de unas cocinas que no siempre ardían por la noche debajo de un puchero; o de ese gris marengo que reinaba en la noche alexandrina, cuyas calles casi nunca se iluminaban haciendo justicia a su apodo.
Alexandra, la ciudad oscura. Alexandra, un enclave con el vaso medio vacío, donde la oscuridad era muy diferente a la del Transkei, donde las estrellas se encargaban de llevarle la contraria a la realidad.
Lo mejor, que no era otra cosa que la vida sin aditivos, naufragaba o braceaba sin piedad en Alexandra. La vida sin más. Mucha vida en términos cuantitativos, porque más que ordenación urbana aquello parecía un desorden apelotonado. Lo peor de aquella sucesión de vidas, también sin aditivos, ocupaba los papeles principales y secundarios de aquel lugar. Muerte y violencia con un linaje de ocho apellidos. Y alcohol, mucho alcohol. Había casi más, o casi tantos, bares clandestinos –los conocidos como shebeens, en los que se bebía cerveza casera de baja calidad y menos control sanitario– que fuentes de agua potable. Aquellos tugurios gozaban de una buena salud que convivía con la mala muerte que, a la corta o a la larga, aseguraba el consumo masivo de esa cerveza que se vendía por unas pocas monedas. El dinero que se empleaba en alcohol del malo hubiera venido muy bien en las esqueléticas despensas de Alexandra.
Ahí, donde Cerbero custodiaba sus puertas con sigilo, Mandela encontró algo en apariencia impensable, una especie de paraíso colectivo: «Al ser una de las pocas áreas del país donde los africanos podían adquirir propiedades libremente y hacerse cargo de sus propios asuntos, un lugar donde la gente no tenía que aceptar la tiranía de las autoridades municipales blancas, Alexandra era una tierra prometida urbana, una prueba de que nuestra gente había roto sus vínculos con el campo convirtiéndose en habitantes permanentes de la ciudad. El Gobierno, en su intento de mantener a los negros en el campo o en las minas, sostenía que los africanos eran por naturaleza un pueblo rural, mal adaptado a la vida en la ciudad. Alexandra, a pesar de sus problemas y defectos, desmentía tal aseveración»4.
La táctica de vencer a través de la división que pregonaba con hechos el Gobierno sudafricano se quebraba en este lugar. Un pequeño triunfo, aunque todavía no premonitorio de lo que habría de venir. En aquel paraíso con goteras encontró Mandela un hogar, aunque nunca tuviera una casa. En Soweto, donde sí vivió mucho tiempo, sí tuvo una casa aunque, también según él mismo reconoció, nunca encontró un hogar. Esta es la diferencia entre la casa y el hogar.
En lo laboral, gracias a la influencia de Walter Sisulu, comenzó su trabajo como pasante, como aprendiz, en el bufete Witkin, Sidelsky & Eidelman. A pesar de husmear desde lejos el olor de la toga, Mandela no se conformaba con la pasantía. Incluso, aunque el propio Sisulu le mostraba con su ejemplo que el hecho de terminar sus estudios era algo relativo, Mandela expuso con claridad a sus nuevos jefes que deseaba terminar Derecho en la Universidad de Sudáfrica, que le permitía seguir el trayecto académico a distancia. Podría trabajar y estudiar a la vez. Aquella contratación fue un paso más en el curso rápido de aprendizaje que estaba completando Mandela en sus primeros meses en Johannesburgo. Witkin, Sidelsky & Eidelman era un bufete de abogados blancos que contrataban a un joven negro. Uno de los socios, Lazar Sidelsky, mostró especial atención en el joven becario y, en particular, en su formación. Frente al criterio de Sisulu, Sidelsky sí consideraba fundamental la educación para el desarrollo de los sudafricanos negros.
Mandela no fue el único negro contratado en el reputado despacho de abogados, que no hacía distinción entre sus clientes. Defendía del mismo modo a un hijo de la clase dominante blanca, que ayudaba en alguna transacción inmobiliaria que tenía a Sisulu como intermediario. Por eso no fue de extrañar que contrataran a otro joven negro, Gaur Radebe. Con diez años más en su tarjeta de identidad, Radebe se mostró desde el principio mucho más suspicaz que Mandela ante la discriminación racial. También demostró estar más capoteado en la vida de una gran ciudad y en el trato con el blanco que el joven del Transkei.
Los jefes y las secretarias recibieron casi con mimo a los nuevos. Mandela escuchó las explicaciones pertinentes sobre el funcionamiento de la empresa, dónde estaban sus puestos de trabajo, sus labores y los usos y costumbres de esa pequeña comunidad humana en la que, frente a los pronósticos, convivían negros y blancos. La encargada de guiar ese improvisado tour de bienvenida fue una secretaria, y a partir de ahora compañera, de apellido Lieberman.
Uno de aquellos momentos donde unos y otros se igualaban era el rato que dedicaban a tomar el té. Ellos, como negros, no tenían ninguna obligación de llevar o traer las tazas o la tetera a sus compañeros. Solo tenían la obligación de tomar el té cuando les apeteciera. En la explicación de aquella ceremonia laboral del té, Lieberman le insistió, casi machaconamente, en que tenían dos tazas nuevas compradas expresamente para ellos. Dos tazas exclusivas para ellos. Dos tazas. Dos. Le insistió mucho en ello, del mismo modo en que le repitió casi hasta la pesadez que debía replicar esas indicaciones a su compañero Gaur. Debía repetirle todo, pero no se podía olvidar del asunto, en apariencia trivial, de las tazas.
El halago de las tazas. El regalo de las tazas. La trampa de las tazas.
El obsequio escondía la letra pequeña y las cláusulas invisibles que evidenciaban la discriminación. Los compañeros de Witkin, Sidelsky & Eidelman podían compartir tiempo y espacio con sus compañeros de piel negra. Pero beber de las mismas tazas era muy distinto.
Entre máquinas de escribir, legajos y mesas donde fluían los recursos y apelaciones propias de un bufete de abogados, Mandela –cuyo trabajo oscilaba entre la mensajería y las labores administrativas– trasladó a Gaur de forma precisa las indicaciones de Lieberman. Aquel aprovechó la coyuntura y sacó a pasear el colmillo del que quiere provocar y sabe cómo hacerlo. Pergeñó una venganza preventiva en silencio, de la que solo compartió una indicación con Mandela: este debía hacer lo mismo que él hiciera.
En la primera de las ocasiones en la que un empleado del bufete llegó con una bandeja en la que brillaban las cucharas, humeaba la tetera y entrechocaban sus cerámicas las tazas, destacaban por su poco uso las que deberían pertenecer desde ese momento a los dos nuevos. Gaur se adelantó a sus compañeros y cogió, intencionadamente, una de las tazas viejas, usadas y, por supuesto, propiedad de sus compañeros de piel blanca. Se sirvió ceremonioso el té en medio de un silencio educado pero tenso. Con la mirada invitó a Mandela a seguir