Habían ido a una fiesta y se encontraron con un funeral.
Las palabras de Meligqili no difirieron demasiado del mensaje que Nelson pronunciaría tantas y tantas veces. Sin embargo, aquello que después abrazaría con un fervor casi enfermizo, al principio le provocó repulsa y rechazo. El joven Dalibunga no era capaz de entender una crítica tan despiadada hacia el hombre blanco. Había aprendido los fundamentos del conocimiento de la mano de aquellos misioneros. Había ampliado el horizonte de sus expectativas gracias a aquellos hombres. Si ahora tenía ante sí un porvenir, era por ellos. Meligqili se había excedido en el fondo y en la forma. Convirtió en un drama lo que debía ser un jolgorio.
A la circuncisión no le siguió el traslado de aquellos 27 jóvenes al entorno de Johannesburgo a trabajar en las minas de oro, tal y como pretendía haberles embaucado días atrás Banabakhe Blayi. El regente tenía otros planes para él, y estos pasaban por continuar con su formación en el Instituto Clarkebury, en Engcobo, fundado en 1825 por misioneros metodistas y que se había convertido en una de las instituciones educativas para negros más importantes de Thembulandia.
Su padre le engalanó, cuando tenía apenas siete años, con un traje compuesto por un pantalón recortado para ir a su primer colegio. Ahora, en ausencia de la figura paterna, el regente le obsequió con un par de botas, su primer par de botas, y con una fiesta antes de su ingreso en Clarkebury. Era la primera celebración que se organizaba específicamente para él.
El propio regente fue quien llevó a Nelson en su imponente Ford hasta el instituto. En el trayecto su mentor no se explayó en consideraciones ni en consejos farragosos. Solo le pidió que su comportamiento fuera un orgullo para él y para su esposa. Nelson le prometió que cumpliría con aquella petición.
Clarkebury era un lugar donde formarse académicamente. Pero para aquel joven del Transkei fue mucho más. Fue el contacto directo con un mundo que hasta ahora no conocía más que de oídas, más que a través de referencias de otros, nada más que por los libros de historia que había comenzado a manejar en Mqhekezweni: el mundo de los blancos. «Mandela creció siendo un hombre fuerte y seguro. Eso no era muy habitual en la Sudáfrica de principios del siglo XX. El colonialismo y después el apartheid se idearon para despojar de sus derechos a los sudafricanos negros. Desde muy temprana edad, Mandela tuvo un porte aristocrático. En parte, lo llevaba en el ADN, pero fundamentalmente le venía de su educación en una corte real africana. Criado en un mundo tribal decimonónico en el que los blancos apenas se dejaban ver, la discriminación no hizo mella en él como en tantos negros sudafricanos de su generación. Los blancos eran una presencia lejana que no afectaba a su vida cotidiana [...]. Su mundo estaba aparte y no era igualitario, pero, a pesar de sus privaciones, esa separación le permitió crecer sin contagiarse del veneno del racismo y las bajas expectativas. La confianza en sí mismo fue la clave de su éxito»6.
Los edificios de estilo colonial que albergaban las aulas, los dormitorios, la biblioteca... Todo era nuevo para un chico que se había criado en la corte del regente. Este mundo era diferente a todo lo conocido hasta ahora.
En Clarkebury estrechó, por primera vez, la mano a un blanco, el reverendo C. Harris, director de la escuela. Este le dio un billete de una libra para sus gastos personales, la mayor cantidad de dinero que había tenido jamás, y le asignó la tarea de cuidar su huerto. Además del estudio, todos los internos de Clarkebury debían realizar algún trabajo, y aquel encargo fue más importante de lo que jamás pudiera pensar Nelson Mandela. Durante sus años de la cárcel, tanto en Robben Island como en Pollsmoor, la horticultura fue una de las actividades con las que obtuvo mayor placer y recompensas personales. A pesar de hablar poco con el reverendo, este se convirtió en un referente para el nuevo alumno. Con la mujer de Harris sí mantenía largas conversaciones, después de las cuales, ya por la tarde, muchas veces le obsequiaba con pasteles calientes por el trabajo, por la conversación o por simple agradecimiento.
La de Clarkebury fue la época en la que descubrió algunos resortes del modo de vida occidental. Conoció sus usos y costumbres. Aprendió a ir calzado, como el hombre blanco. En aquel lugar, los alumnos se formaban de acuerdo al estilo británico. El blanco era, por tanto, el referente, pero también fue descubriendo el valor del hombre negro, algo que hizo a través de algunos de sus formadores. Gertrude Ntlabathi, una de las profesoras que tuvo Mandela en aquella escuela, fue la primera sudafricana en obtener una licenciatura. Otro de sus profesores, Ben Majlasela, era de los pocos que se atrevía a tratar de igual a igual al hombre blanco. Ni siquiera la equiparación académica igualaba a los hombres. Con los mismos méritos, blancos y negros formaban una pareja de desiguales. Pero Majlasela no era así. Aunque causaba extrañeza, e incluso en ocasiones no era comprendido por su actitud que, en cierto modo, parecía altiva, aquella semilla se unió a la que sembró Meligqili el día de su circuncisión. Tardarían en germinar. Pero lo harían.
Una compañera de Clarkebury, Mathona, fue, posiblemente, la primera mujer en la vida de Mandela, aunque no lo fuera en el plano estrictamente sentimental. Fue la primera mujer en la que confió, con la que se sinceró y con la que trabó una profunda amistad. Al final, Mathona, que no vivía interna en el centro, tuvo que abandonar los estudios por la falta de posibilidades económicas de sus padres.
La frustración en carne ajena que experimentó Mandela no le descentró y obtuvo el certificado que expedía Clarkebury en apenas dos años, en lugar de los tres que contemplaba el programa normal. Más que a sus capacidades innatas, Nelson Mandela consiguió aquel logro gracias a su tenacidad y a su capacidad de trabajo.
Todavía faltaba mucho para que sus horizontes se abrieran de manera definitiva. El paso por Clarkebury no le había hecho tomar conciencia de la existencia de un mundo más allá de su trabajo al servicio del rey de los thembus.
Ya con 19 años, Nelson Mandela se trasladó a Healdtown para estudiar en el colegio metodista de Fort Beaufort. Allí coincidió con Justice. Después de dos cursos en Clarkebury, se reunía de nuevo con el hijo de su mentor.
Fort Beaufort era el más importante centro educativo del África austral, con cerca de 1.000 estudiantes, chicos y chicas, procedentes de todo el país. A pesar de ser una institución amparada por la comunidad xhosa, y en la que confraternizaban chicos de todas las comunidades autóctonas sudafricanas, la formación era típicamente inglesa: «El inglés culto era nuestro modelo; aspirábamos a ser “ingleses negros”, como a veces nos llamaban despectivamente. Nos enseñaban –y nosotros lo creíamos– que las mejores ideas eran inglesas, que el mejor gobierno era el gobierno inglés y que no había hombres mejores que los hombres ingleses»7. Uno de ellos, el rey Jorge VI, presidía, con un gran retrato, el comedor del colegio metodista.
De lunes a viernes la rutina de estudio, trabajo y deporte completaba casi todas las horas del día que no estaban dedicadas a dormir. Sin embargo, los pocos ratos libres de que disponían a diario, más los fines de semana, las camarillas, los grupos y los corrillos se organizaban de acuerdo a la procedencia de cada alumno. Los xhosas gastaban su ocio con los xhosas. Los sothos, con los sothos. La lengua, las tradiciones y también una rivalidad no siempre bien entendida con sus convecinos, convertían el tiempo de descanso en un archipiélago de alumnos y alumnas a través del cual se podía trazar el mapa de las comunidades negras del país.
Mandela comenzó a abrirse