Simbólicamente, ¿Maqroll, el personaje principal de las siete novelas que ha publicado, vendría a constituirse en esa figura salvadora que lo preservó a usted de romper definitivamente con su infancia?
Sí, podría ser. Estoy de acuerdo.
Pero, no obstante, Maqroll se presenta casi siempre como un viejo desencantado. ¿Por qué?
Nació cuando escribía mi primera línea poética. Yo me di cuenta de que mi poesía era bastante desencantada, bastante desesperanzada. Era la poesía de alguien que ha pasado por experiencias fuertes, tremendas. Entonces, dije: mejor pongo en voz de Maqroll mi poesía, porque detrás de sus experiencias tiene más sustancia, más solidez, más consistencia lo que estoy mostrando, y así me ha funcionado.
Además, encarna al hombre errático, al exiliado permanente.
Claro, exactamente. Un hombre que no tiene adónde regresar ni quiere regresar ni le interesa regresar ni tampoco anda buscando aventuras. Deja que las cosas sucedan y se le vengan encima.
Hay quienes dicen que, si hay en su obra poética una escuela regente, esa le rinde tributo al romanticismo. ¿Está de acuerdo?
A mí no me preocupan ni me ocupan mucho las escuelas, pero digamos que cierto ambiente, cierto aire que viene del romanticismo me interesa enormemente. Y bueno, sí, esas ráfagas, esas rachas pasan por alguien que está escribiendo poesía desde los diecisiete años. Escribí solamente poesía durante cuarenta años.
¿Cuándo usted empezó a escribir, quiso ponerse premeditadamente, digamos, en la otra vereda de los modernistas?
No, no, no.
En su poesía, ¿la naturaleza es más lenguaje que paisaje?
Sí, pero mire: no pensé nunca en Darío o en Nervo o en Lugones cuando escribía poesía. Me salía del alma dejar esos paisajes y esas impresiones que me inspiraban los paisajes. Nunca pensé en estilos ni en escuelas.
Su primer volumen de poesía, La balanza, desapareció incinerado en el Bogotazo del 9 de abril de 1948, tras el asesinato del líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán.
Se imprimieron doscientos ejemplares de ese libro que escribí con Carlos Patiño Rossell. Acababa de salir de imprenta y estaba en tres librerías del centro de Bogotá, que ardieron en los incendios que se produjeron a raíz de la protesta por el asesinato de Gaitán. Así que fue un best seller por cremación.
Dicen que usted escandalizó, de joven, con sus diatribas en contra del modernismo.
Nunca tuve en mente ese propósito. Hay poetas del modernismo que, ya entonces, yo admiraba intensamente, como José Asunción Silva.
Usted descubre su continente y después celebra las culturas del mundo europeo.
No.
¿Y cuando celebra a Felipe II, cuando habla de El Escorial?
Bueno, pero esos han sido intereses míos desde niño. Crónica regia, que es el libro que dedico a Felipe II, es porque desde niño me apasionó este personaje, este rey; y El Escorial, desde luego, es un sitio alucinante que me acompaña también desde muy joven. Yo viví primero en Europa y entonces me quedaron todas esas imágenes muy presentes.
También aparece en su obra la nostalgia que produce el exilio.
Desde México, donde vivo, en hora y media puedo ir a lugares fascinantes, sitios que amo. Y con respecto al exilio, yo creo que somos unos eternos exilados. En primer lugar, de nuestra infancia, y eso es muy grave. Todo se va perdiendo y, al mismo tiempo, se va tratando de rescatar como sea, ¿no?, con la escritura, con la vida.
¿Luis Cardoza y Aragón, a quien usted dedicó su primer poema, «Tres imágenes» (1947), fue una figura importante para esos siempre necesarios nuevos aires en la poesía de aquellos años?
Fue mi amigo. Sí, muchísimo para esos aires nuevos en la poesía. Fue embajador de Guatemala en Colombia. Nos acogió a todos los de mi generación. Nos recomendaba muchas lecturas importantes, el Abate Bremond, por ejemplo, libros de Baudelaire y sobre Baudelaire. Nos orientó mucho y, además, era un amigo extraordinario, inolvidable. Yo no me conformo con la ausencia de Luis. Después estuve con él en México y seguimos siendo muy amigos.
¿Coincide con algunos críticos que dicen que el trópico, la tierra caliente o la tierra baja son, en todos los poemas afines suyos, «patrias metafísicas» que usted trata de recuperar, y que son «lugares sin fortuna»?
Sí, en verdad es eso. De ahí que trate de rescatar algo, de hablar de ellos, de escribir sobre ellos.
¿Y por qué lugares sin fortuna?
Hay que ir para conocerlos, son lugares que no poseen, digamos, esa posición que puede tener la llanura castellana o el sur de Francia, que están vinculados a la historia, a la literatura, a la aparición de una civilización, sino que están como marginados. Y eso, me encanta.
¿Lleva unos cuarenta y cuatro años en México, es ya su país de residencia?
Relativamente, porque me muevo mucho. Viajo a Europa todos los años.
¿Y va a Colombia seguido?
De vez en cuando.
Decía usted en una entrevista que todo poema válido es un poema finalmente suspendido; es decir, el poema que ya no se puede corregir más. ¿Corrige mucho?
Horriblemente. Sufro de la maldición de la autocrítica, pero es una autocrítica que no tiene tanto que ver con el estilo, como con qué tanto queda aquí de lo que yo quería decir, qué tanto hay. Por eso, he quemado dos novelas completas y bastantes poemas, porque siento: aquí no, aquí no pasó, no pasó a la página lo que, de veras, yo quería que pasara. Y esa es una obsesión que me hace a mí el escribir un trabajo muy duro, muy difícil. Pero, bueno, me enfrento y lo hago.
En 1953 se publica su libro de poemas Los elementos del desastre en la editorial Losada de Buenos Aires. ¿Cuándo visitó la Argentina por primera vez?
La primera vez que estuve en la Argentina fue en el año 1954 y después en múltiples ocasiones, cuando yo trabajaba para compañías de cine como Twenty Century Fox o Columbia Pictures. Era gerente para América Latina de estas compañías en el ramo de televisión y llegué a conocer muy bien Buenos Aires y Rosario. Es un país que me gusta mucho.
En Los elementos del desastre, se advierte la necesidad de abarcar todos los elementos posibles de la naturaleza. Surge, así, un espacio natural que parece enraizado en una experiencia muy íntima.
Ese material, si se puede llamar así, relacionado con la vegetación y los ríos, pertenece a la experiencia que tuve en Colombia de joven, en una hacienda que era de mi abuelo y después de mi madre, una hacienda de café y caña que se llamaba Coello, y estaba rodeada de ese medio. Para mí, fue una revelación maravillosa ese paisaje, ese ámbito de la tierra caliente (que no es el trópico, no tiene nada que ver con el trópico), que está a unos 1500 metros de altura, donde se da el café, el plátano o la caña de azúcar. Y esto quedó muy incorporado a mi ser. De niño, yo había vivido en Bruselas, mi primer idioma fue el francés, pero Coello representó para mí una revelación extraordinaria y es esa la que siento como mi verdadera tierra. Yo no creo que uno nace donde lo da a luz su madre, sino donde nos encontramos con el mundo que es de uno.
Para transmitir la vitalidad del lenguaje, ¿el poema traiciona la realidad?
No diría que traiciona, sino que revela la auténtica realidad. Pone luz donde está la verdad. Siempre he dicho que todo poeta debe ser un visionario. De lo contrario, no es poeta. La condición es revelar un mundo distinto al de la realidad y, al mismo tiempo, tan real como la realidad; aquello que tenemos generalmente escondido y revuelto en el alma.
En su libro Un homenaje y siete nocturnos, como en otros, los ríos (el Coello, el Escalda de sus recuerdos de Bélgica, el Sena y el Mississippi) propician una suerte de teoría medular sobre las aguas, las aguas como materia fecundadora.
¿Teoría?