¿Esas mujeres, quiénes?
Mis tías, sobre todo tres de ellas; las otras murieron cuando yo era muy chico. Y mi abuela, que fue una mujer espectacular, sensacional. Traté de hacer un retrato de ella en Bomarzo, en la novela aparece como Diana Orsini, la abuela del Duque de Bomarzo, Pier Francesco, que es el protagonista. Mi abuela era una mujer que imponía distancia y, al mismo tiempo, acercaba, nucleaba a los demás. Sabía manejar esos dos elementos.
Circulan muchas anécdotas sobre su abuela.
Sí, y le voy a contar una que a mí me hace mucha gracia. Sucedió allá por 1900. Mi abuela viajaba en tren, frente a ella había un hombre. El señor le preguntó si le incomodaba que fumara y ella le respondió: «No lo sé, porque delante de mí no han fumado nunca». Este tipo de cosas era muy de ella, tenía una gran ironía.
¿También vestía de un modo particular?
Dentro de la casa andaba totalmente vestida de blanco. Usaba encajes en la cabeza y zapatos blancos. Había sido espléndida, mucho más linda que mi madre. Todos los hombres de su época han hablado de ella, Lucio Mansilla y muchos otros. Era una especie de reina. Manejaba el abanico con estilo. Señalaba cada frase con un golpe de abanico.
En su novela Los viajeros hay un personaje que se viste de blanco.
Posiblemente lo habré tomado de mi abuela, una señora muy culta para su época, ¿qué mujer de entonces hablaba inglés y francés con tanta perfección?
¿Su abuela materna, Justa Varela de Lainez, estaba emparentada directamente con los prohombres del 80?
En efecto.
¿Y sus abuelos, Mujica y Covarrubias y Bernabé Lainez Cané, qué le transmitieron?
Mi abuelo paterno me transmitió el sentimiento de lo criollo, el amor que siento por esta tierra en la que nací. Y el abuelo materno la pasión por el arte y la literatura.
¿Su madre escribía?
Sí, teatro. Me acuerdo de ella leyendo escenas, no tengo muy claro a quién, pero puede ser que fuera, entre otros, a Gregorio de Laferrère, eran muy amigos. Cuando yo tenía seis, siete años, espiaba a mamá y siempre la veía leyendo sus fragmentos teatrales.
¿Cuándo mostró por primera vez sus escritos y a quién?
Tenía poco menos de seis años cuando escribí una pieza de teatro, a imitación, precisamente, de mi madre. Eso se sabe porque vivíamos en una casa en la calle Maipú que se vendió en el momento en que yo andaba por los seis años de edad. Esas fueron las cuatro, cinco páginas mías que mi madre leyó por primera vez. Siempre me estimuló.
¿Y su padre Manuel Mujica Farías?
Papá era muy divertido, pero, claro, tenía la seriedad propia de todo abogado. Estaba mucho fuera de casa, era lo que se llama un clubman, vivía prácticamente en el Círculo de Armas. Tenía sus roperos allá, ni siquiera se vestía en casa. Por supuesto, quería que yo fuera abogado como él. Y estudié abogacía por darle el gusto, pero a los dos años de iniciar los estudios ya no podía más, me parecía espantosa la idea de que, si en realidad conseguía ser abogado, iba a pasarme toda la vida en los Tribunales con un maletín de cuero debajo del brazo. Probablemente, mi padre murió con la impresión de que yo iba a ser un fracasado, porque no me recibí de abogado. Pero, de todos modos, mi familia siempre pensó que yo iba a ser escritor y me impulsó mucho para que lo fuera. Querían un abogado escritor, para conciliar ambos deseos.
¿En qué momento decidió ser escritor?
Cuando estaba estudiando en París, a los 14 años, allí me di cuenta de que la literatura podía ser un medio de vida. Yo estaba pupilo en un colegio, se me ocurrió escribir en francés un poema, por supuesto, en broma, porque en castigo a nuestra falta de disciplina no nos dejaban salir. El poema iba dirigido al que cuidaba la penitencia, que era el jefe de celadores, un húngaro de mal carácter, y en él le pedía que nos indultara, que no tenía sentido en un día tan lindo estar encerrados. Se lo entregué y volví a sentarme para escribir mi penitencia. Vi cómo el hombre se sonreía leyendo mi poema. Y cuando, finalmente, nos dejó salir gracias a esas estrofas mías, me di cuenta, entonces, de que la literatura tenía una finalidad práctica, que se podía vivir de la literatura y, gracias a ella, uno podía salvarse de las penitencias, salir adelante, ser otra cosa en la vida. En consecuencia, me apliqué a la literatura que ya sería, además de mi vocación, mi profesión.
¿Cuánto tiempo vivió en Europa y por qué regreso a la Argentina?
Viví en Francia desde los trece hasta cerca de los diecisiete años. En casa hablaban muy bien francés y, además, yo tenía una gran facilidad para los idiomas. Por eso, cuando fui a Francia a estudiar, a los quince días hablaba francés perfectamente; tanto es así que también aprendí a escribir en esta lengua muy pronto. Al año de estar en el colegio, obtuve el primer premio de mi curso por un trabajo sobre Voltaire como historiador. Recuerdo la furia del viejito francés cuando tuvo que informar a los otros alumnos de que un argentino había ganado el premio. Así que al poco tiempo sabía escribir francés mejor que el castellano. Cuando iba a cumplir diecisiete años, mi padre nos reunió a mi hermano, dos años menor que yo, y a mí para pedirnos que decidiéramos sobre nuestro futuro: ya habíamos estudiado y vivido en París, podíamos quedarnos allí para siempre o regresar a la Argentina. Yo, el mayor, le dije que era mejor quedarnos en París, que quería ser escritor y que para eso era fundamental vivir en el ambiente cultural y artístico de Francia. Pero mi hermano quiso regresar. Tanto insistió que volvimos a la Argentina. Lo gracioso del caso es que mi hermano hace veintiséis años que vive en los Estados Unidos, antes residió en el Japón y en otras partes. En fin, y yo he vivido siempre acá, pero el que me trajo fue él.
¿Usted ha podido vivir de lo que escribe?
Bueno, no y sí (no hay que decir «bueno»). En realidad, sí, porque mis treinta y cinco años de periodismo fueron años de vivir de lo que escribía. Además, los libros, herencias, dinero de mi mujer. Pero durante una larga parte de mi vida, viví exclusivamente de escribir. Y ahora mismo, con mis últimos libros, gano muchísimo dinero. Estoy asombrado.
Sobre todo con su novela Sergio y en este momento con Los cisnes, que es el best seller del año.
Cuando regresé de Europa, hace poco, de acuerdo con lo que había arreglado con la editorial antes de irme hace cuatro meses, debía presentar mi nuevo libro, Los cisnes. Recibí una muy buena sorpresa, porque la edición ya estaba vendida. Así que está en marcha otra edición.
Usted tiene un público lector que lo sigue desde hace muchos años. ¿Escribe para ellos?
Si alguien se atreviese a hojear mis veinte libros, se daría cuenta de que son totalmente distintos unos de otros. Empecé, digamos, haciendo biografías; esos libros se leían con interés, los dejé. Después, continué con los cuentos y las novelas de Buenos Aires, ese ciclo de La casa, eran libros que a la gente le encantaban, pero seguí con otra cosa. Entonces, escribí Bomarzo, que es un libro del Renacimiento y no tiene nada que ver con los demás; después, vino El unicornio, un libro de la Edad Media que escribí con mucho trabajo y mientras lo hacía comprendí que no lo podía asociar con este país ni con la gente de este país y que se iba a caer, como se cayó, y que ahora me lo piden los españoles para publicar allá, porque es una de mis obras que ellos más sienten. Luego, incursioné en otros temas, hice libros de historias en broma y ahora he vuelto al tipo de obra que se podría ubicar dentro de la serie de Buenos Aires.
Bomarzo ha dado lugar a una ópera con libreto suyo y música de Alberto Ginastera.
También ha dado lugar a cierto escándalo, porque acá fue prohibida su representación teatral. Un funcionario hizo que excluyeran la ópera del repertorio del teatro Colón, de esto hace unos diez años. Curioso, porque antes de que la prohibieran acá, se había estrenado en Washington con gran éxito, en 1967; y al año siguiente, en Nueva York. En Buenos Aires se dio, finalmente, en 1972.
¿La novela es