¿Encuentra filiaciones poéticas con el Neruda de Residencia en la tierra y con el mundo amatorio de Enrique Molina?
Soy a tal punto admirador de la poesía de Neruda que sus poemas políticos, con los que no estoy de acuerdo en absoluto, los leo porque siempre surge, de repente, el poeta en medio de sus diatribas. Creo que Residencia en la tierra es uno de los libros de poesía más importantes del idioma de toda la época. Enrique Molina fue mi amigo, me dedicó un poema muy bello. Pero antes de conocerlo, yo ya había leído Las cosas y el delirio, que es el primero o uno de sus primeros libros; y cuando lo conocí, como que continuaba una relación que ya existía. Nos quisimos mucho.
Cuando habla de Neruda, dice que se queda con los «Tres cantos materiales» que forman «Entrada a la madera», «Apogeo del opio» y «Estatuto del vino», porque en ellos se le revela al ser humano, «la presencia cotidiana de lo esencial». De nuevo, ese ir hacia la esencia de las cosas.
Exactamente, al centro.
Usted siente admiración por buena parte de su poesía, pero algunos episodios del ser humano Neruda, episodios de odio contra Huidobro, por ejemplo, y de egolatría, le resultan molestos.
Bueno, haber jugado la carta de la política lo llevó a tener esas mezquindades.
¿Puede una obra estupenda borrar a un autor controvertido?
No lo borra, sencillamente lo pone en otro lugar. Uno de los poetas más grandes de todos los tiempos es para mí Baudelaire, y creo que era una pésima persona. No por ser pésima persona escribió lo que escribió, ni el hecho de que haya escrito lo que ha escrito lo hace buena persona a veces. Pero hay que reconocer que Baudelaire era un iluminado.
En De lecturas y algo del mundo, que recoge artículos publicados en diversos medios, usted dedica algunas páginas a varios escritores argentinos: Borges, José Bianco y Enrique Molina. ¿El hecho de que Molina fuera tripulante de barcos mercantes durante algunos años fue uno de los lazos de unión entre él, usted y, desde luego, Maqroll el Gaviero, ese marinero enigmático que lo acompaña siempre en todas sus aventuras poéticas y narrativas?
Pues eso lo supe yo cuando ya éramos muy amigos. Y, en ocasiones, hablábamos de ese aspecto; aquel trabajo que Enrique hizo, claro, también lo acercaba mucho a mi obra.
¿Conoció a Enrique Molina cuando era pareja de la poeta Olga Orozco?
Después. A Olga también la conocí y la admiro mucho.
En su página sobre Borges, usted comenta, entre otras cosas, el intencionado olvido de la academia sueca, que no le concedió el Nobel. ¿Fue una injusticia?
Absurdo, sí. Sobre eso tuve oportunidad en Estocolmo, cuando fui a la entrega del Premio Nobel a un amigo, de preguntarle a funcionarios muy importantes de ese premio por qué no le habían dado el Nobel a Borges, y la razón que me dieron es de una tontería tal que resulta casi irrepetible. Me dijeron: «Como poeta no creemos que merezca el Nobel y como prosista tampoco. Es muy destacado en los dos géneros, pero no alcanza el nivel». ¡Por favor! Borges para mí es un clásico, tiene todas las condiciones de un clásico y ya es un clásico.
En otra de sus notas, usted comenta el «curioso destino» de Pepe Bianco, que escribió La pérdida del reino, novela que pasó inadvertida porque se publicó en 1972 «cuando la histeria del boom llegaba a sus más lamentables excesos, y por eso no se supo leer este libro».
Pepe era muy amigo mío. Compartíamos el amor, no hay otra manera de decirlo, por Marcel Proust. Entonces, pasábamos largas horas hablando de Proust. El boom fue una invención absurda; no existió, formó parte de esas cosas típicas del mundo moderno, como el best seller, que pertenecen más al comercio y al mundo de los supermercados que al mundo de las letras. Pero no tiene remedio, así estamos ya viviendo, y no hay nada que hacer. La pérdida del reino a mí me pareció un libro extraordinario.
Cuando iba a la Argentina, ¿a quién más frecuentaba?
Además de ver mucho a Pepe y a Enrique, veía a Alberto Girri, a Borges; también a Silvina Ocampo y a Bioy Casares. Bioy era un hombre de una gran elegancia en todos los sentidos, un lector maravilloso, un lector sabio.
Hace ya muchos años que no va a mi país. ¿Volverá pronto?
Sí, estoy invitado, voy a ir este año. Pero tendré el dolor de no ver a Enrique Molina vivo ni a Pepe Bianco.
En el volumen De lecturas y algo del mundo, que mencioné antes, usted habla sobre escritores latinoamericanos de distintos países. Por ejemplo, hay una nota titulada «Juan José Arreola recuerda», otra «Eliseo Diego». De Arreola dice que narrar los recuerdos de infancia, como él lo hizo, sin caer en la complacencia narcisista o en la nimiedad o en el sentimentalismo nostálgico es una tarea muy difícil. ¿Cómo se llega a rendir culto al pasado de uno mismo, a su propia vida, con eficacia literaria?
Pues no pasándose de inteligente en una materia donde los que tienen que hablar son los sentimientos, los de verdad. Pintar a ese niño, de quien justamente vengo hablando, como lo hizo Arreola, sin magnificarlo, sencillamente narrando cómo era, cómo vivía y cuál era su mundo.
Cuando descubre la poesía de Eliseo Diego, advierte que la atracción que ejerce este poeta cubano en usted radica en «su poder de acercarse a lo cotidiano y simple con palabras de una pureza inaugural, intemporal y originada en las más entrañables corrientes del idioma». ¿Esa conjunción de lo cotidiano con la pureza del idioma la aplica usted en sus versos? ¿Es, a su entender, lo más importante de la poesía?
No. Es muy importante en Eliseo, pero no es una condición sine qua non de la poesía.
En los escritos dedicados a Octavio Paz, se desprende, usted mismo lo dice, que fue un amigo generoso que lo acogió en México; alguien a quien, además, admira y respeta como poeta y ensayista. Sin embargo, hay quienes afirman que su obra ensayística es más merecedora de elogios que su obra poética. También, desde otro lado diferente al de Neruda, Paz fue una figura controvertida. ¿Cómo fue su relación con él?
De una gran cordialidad y de mucho cariño. Nunca hablamos de política, hablábamos de literatura, de poesía. Me ayudó mucho, fue muy generoso en su amistad. Esto, por un lado; por el otro, un hombre que escribe El laberinto de la soledad, que es el libro clave para explicar a México, de una profundidad y de una certeza realmente luminosas, tiene que ser un gran ensayista, lógicamente. Pero también en su poesía tiene momentos de igual lucidez y claridad. Yo no creo que se pueda decir que es mejor una cosa que otra, es otro andar, pero para lo mismo, para llegar a lo mismo.
Se comenta que Rulfo no le tenía mucho aprecio a Octavio Paz.
Ni Paz a Rulfo. Rulfo me parece, sinceramente, lo digo así, el más grande novelista de América Latina del siglo XX.
¿Ha tenido trato con el autor jalisciense?
Mucho, sí, muy bien.
¿Y pudieron construir una amistad, porque parece que era un hombre muy hermético?
No era hermético, era un hombre tímido. Pero, al mismo tiempo, con detalles sentimentales y de afecto muy grandes. También era pudoroso y de un carácter retraído, pero fuimos muy buenos amigos.
¿Por qué había esa discordia entre Paz y Rulfo?
Mire, yo prefiero no pensar en eso. Creo que Paz adivinaba el inmenso prestigio, la situación que iba a tener en las letras Rulfo. Y Rulfo no simpatizaba con Paz para nada, era un asunto de pura simpatía. No se toleraban. Y cuando los conoce uno, lo entiende inmediatamente. Eran caracteres muy distintos, y enfocada la vida a cosas totalmente distintas.
¿Quizá porque Paz era un intelectual y Rulfo un escritor intuitivo?
Exactamente,