Entre los numerosos preceptos y obligaciones que Mahoma había transmitido a los musulmanes se encontraba el de la Yihad o ‘Guerra Santa’. Básicamente la idea consistía en la necesidad que tiene todo musulmán de expandir su religión y, además, en la creencia de que todos aquellos hombres que murieran luchando contra los infieles que se negaban a permitir la expansión de la doctrina islámica irían directamente al paraíso.
Sin duda esta idea ayudó enormemente al fanatismo y al sacrificio de los combatientes entre los ejércitos árabes y los dotó de una fuerza casi sobrehumana como hasta entonces no se había conocido. Hoy día algunas organizaciones terroristas han adoptado este mismo nombre, pero es conveniente recalcar que Mahoma no predicaba la guerra contra todo aquel que fuera infiel, sino solo contra aquellos que se negaban a permitir, mediante la violencia, la libre difusión del islam.
Montados en veloces y ligeros caballos, así como en camellos y dromedarios, los pueblos árabes aparecieron como un rayo en las regiones que conocemos como el Próximo Oriente y aniquilaron en una serie de batallas a todos los ejércitos que bizantinos y persas lanzaron contra ellos para detenerlos.
En solo una década los musulmanes habían ocupado Mesopotamia, Egipto, Siria, Palestina y habían penetrado incluso en el corazón del Imperio persa. La mayor parte de los enfrentamientos y de las batallas les habían resultado favorables y los desesperados persas y bizantinos veían cómo sus provincias orientales, o incluso la parte principal de sus imperios, caían rapidísimamente en manos de aquellas tribus a las que en un principio habían menospreciado tanto.
El sorprendente triunfo del islam no solo se debió al fanatismo de los árabes, a la debilidad de sus principales enemigos o simplemente a la suerte. Los musulmanes llevaban consigo una idea de la religión mucho más tolerante de la que hasta entonces existía. No obligaban a los pueblos sometidos a cambiar a la nueva fe. Los vencidos podían seguir practicando libremente la religión que quisieran siempre que pagaran un tributo a los nuevos gobernantes.
De esta forma, el islam podía expandirse sin grandes enfrentamientos con las poblaciones sometidas. En realidad, estas no apreciaban grandes cambios en la situación que vivían. Solo que ahora los gobernantes o los propietarios de las tierras eran distintos a los que antes había, pero en general se mostraban tolerantes e incluso más eficaces en lo que era el control y el gobierno de las mismas.
Solo así puede entenderse cómo fue posible que en un siglo el islam creara un imperio gigantesco que se extendía desde los confines de la India y China en Asia, al sector noroccidental del continente africano. Los musulmanes controlaron un gigantesco territorio que de extremo a extremo tenía una distancia de unos ocho mil kilómetros, lo cual supone la creación de uno de los mayores imperios que han existido en todos los tiempos.
Pero este imperio, a pesar de su aparente fortaleza, no dejaba de experimentar graves problemas internos. Tras la muerte en el año 661 de Alí, el último de los califas ortodoxos o perfectos, como se llamaron a los cuatro gobernantes que siguieron a Mahoma, estalló la crisis entre dos facciones de la élite gobernante. Los motivos fueron aparentemente de índole religiosa, pero en el fondo, lo que latía era el interés de las diferentes familias árabes que protagonizaron la expansión islámica durante estas primeras décadas para controlar el inmenso territorio bajo sus órdenes.
En el año 661 la familia de los Omeyas se hizo con el poder y, durante casi un siglo, todos los califas iban a pertenecer a la misma. Para diferenciarse de los califas anteriores tomaron la decisión de abandonar La Meca y Medina como capitales del mundo musulmán y decidieron instalarse en la ciudad siria de Damasco.
Desde allí siguieron dirigiendo la política expansiva de un imperio que se estaba haciendo demasiado extenso para la capacidad que poseían los califas de controlar adecuadamente las riendas del poder en las provincias y regiones más externas. Los medios de comunicación en aquella época eran muy inseguros y lentísimos, y las órdenes y noticias podían tardar varios meses en llegar desde Damasco hasta las zonas terminales del imperio.
Este ya no solo podía ser un imperio basado en el control exclusivo de los árabes. En el transcurso de su avance, los gobernantes habían ido asimilando a las élites de los territorios conquistados y aunque la dirección principal siempre correspondía a los invasores, muchos de los invadidos acabaron tomando también parte en el gobierno de sus propios territorios, lo cual hacia que se convirtieran con mayor rapidez al islam.
Por otra parte, la propia población dominada, una vez convertida a la nueva fe, se sumaba a la misma y llegaba a formar parte de los ejércitos que por todas partes se desparramaban buscando nuevas tierras y nuevos creyentes que convertir. De esta forma, la comunidad musulmana se fue haciendo cada vez más internacional y el elemento árabe, aun siendo dominante, pasó a tener una importancia cada vez más relativa en el conjunto del mundo islámico.
Los califas tuvieron que organizar una administración eficaz para el gobierno de los territorios más lejanos, en los que apenas sí se dejaba sentir su control directo. Aparecieron así los emiratos, es decir, territorios que quedaban bajo el mando de un emir o gobernador directamente nombrado por el califa de Damasco y al cual había de rendir cuentas de su gestión, además lógicamente de seguir sus órdenes en cuanto a las indicaciones que desde la capital del califato le llegaran.
Es en este contexto de expansión y de crecimiento cuando a comienzos del siglo VIII, los musulmanes acabaron por ocupar todos los territorios del Magreb en el noroeste de África y llegaron prácticamente hasta las puertas del estrecho, que muy poco después se conocería con el nombre de Gibraltar.
En esa época, hacia el año 710, el islam se encontraba en su momento culminante. Sus ejércitos triunfaban en todos aquellos lugares en los que se enfrentaban contra enemigos. Pero esa misma grandeza, esa misma extensión, estaba minando la fuerza y el ímpetu que en un principio los caracterizó.
Las nuevas provincias cada vez estaban más lejanas del poder central del califa de Damasco y, en consecuencia, el control que estos podían ejercer a miles de kilómetros de distancia no era ya el que hubiera sido deseable para una gestión adecuada del mundo musulmán.
Según parece, durante la época del rey visigodo Wamba los musulmanes ya habían llegado con una pequeña expedición a las islas Baleares e incluso a la península Ibérica, pero si fue así, tal experiencia no tuvo mayor trascendencia. Sin embargo, tres décadas después, en el año 710, un caudillo llamado Tarif desembarcó cerca de lo que hoy es la ciudad que lleva su nombre, Tarifa, y allí con unos cuatrocientos hombres se dedicó a analizar la situación y a preparar la llegada de lo que un año después se convertiría en una verdadera expedición de conquista. A partir del año 711, la historia de la península Ibérica entró en una nueva etapa cuando los musulmanes decidieron, no ya realizar meras expediciones de reconocimiento de ese territorio, sino una ocupación sistemática del mismo.
CAPÍTULO II
EL EMIRATO DEPENDIENTE Y LA LLEGADA DE LA DINASTÍA OMEYA
La conquista del reino visigodo
Dos mundos tan distintos y antagónicos, y en un principio tan lejanos, como eran el visigodo y el islámico, habían llegado a unirse prácticamente con una frontera común. A principios del siglo VIII, solo los catorce kilómetros de agua que configuran al que habría de darse en llamar estrecho de Gibraltar separaban a uno del otro.
Esa distancia no podía ser obstáculo suficiente para que un mundo en expansión, como era el islámico, pudiera evitar la tentación de dar ese pequeño salto para ocupar un Estado en decadencia, como era el visigodo. Solo hacía falta que la oportunidad se presentase para atravesar ese pequeño espacio y penetrar en el continente europeo desde el norte de África.
Lo que dejó sorprendidos a propios y extraños no es que los musulmanes decidieran penetrar en la península Ibérica, sino la facilidad con la que lo hicieron y sobre todo la rapidez con la que ocuparon ese extenso territorio.
Para explicar esto, las crónicas cristianas posteriores recurrieron a crear curiosas leyendas