Todavía entre el 735 y el 737, el gobernador musulmán de la Septimania (nombre de origen latino que los árabes habían mantenido para el territorio que se encuentra al norte de Cataluña, en la región septentrional de los Pirineos), hizo un último intento por avanzar. Se dirigió con sus tropas hacia la desembocadura del Ródano, ocupando Arlés y Aviñón y penetrando en la Provenza, pero esa acción representaría el canto del cisne del empuje islámico.
Al año siguiente Carlos Martel, cuyo apodo se deriva de “martillo”, pues era así como machacaba a los árabes, irrumpió con su ejército en este territorio y expulsó de él a los invasores, que a partir de entonces comenzaron definitivamente a retroceder.
A mediados de ese siglo VIII, Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, fue recuperando paulatinamente el territorio de manos musulmanas. En el 759 conquistó Narbona, la capital de Septimania. Los musulmanes nunca, salvo en alguna esporádica ocasión, volverían a traspasar la barrera de los Pirineos y desde ese momento quedarían constreñidos a los límites físicos de la península Ibérica.
Como tantas veces se demuestra a lo largo de la historia, es mucho más fácil conquistar un territorio que mantenerlo y administrarlo posteriormente.
En el caso de al-Andalus esto fue lo que ocurrió. A lo largo de casi 800 años, el territorio andalusí no paró de sufrir una crisis tras otra. En algunos momentos se trató de insurrecciones o motines esporádicos, sin menor transcendencia. En otros, por el contrario, los acontecimientos alcanzaron tal gravedad que llegaron incluso a tomar el cariz de verdaderas guerras civiles que se prolongaron durante muchos años.
¿Cuáles fueron las causas de esta situación tan inestable? Para explicarlo se pueden citar factores muy variados que más adelante analizaremos con mayor profundidad. Por un lado, hay que tener en cuenta la presencia de, al menos, tres religiones (musulmana, cristiana y judía), diferentes grupos étnicos (árabes, sirios, yemeníes, bereberes, eslavos, negros africanos, hispanogodos, etc.) y, por otra parte, un complejo componente social (mozárabes, muladíes, esclavos, judíos…).
Es preciso tener en consideración estas circunstancias para comprender los difíciles avatares históricos en los que se vería envuelto al-Andalus. Como en todas las sociedades complejas interétnicas, existieron unas grandes diferencias en cuanto a riqueza y poder.
Estaba en primer lugar el grupo de los árabes, que formaba la élite social y que procedían, como su nombre indica, de la península Arábiga. En este grupo también se podría incluir a yemeníes y sirios. Sin embargo, entre los musulmanes también se encontraban los llamados bereberes, procedentes del norte de África y punta de lanza del ejército que conquistó la Península. Este grupo étnico apenas si había conseguido privilegios y sólo recibieron los territorios más alejados y montañosos en el reparto del botín de conquista.
Los bereberes no sólo no consiguieron prebendas sino que estaban obligados a pagar elevados impuestos. Por ese motivo, cuando el gobernador de Tánger amenazó con incrementar la presión fiscal, e intentó impedir que la población emigrara desde el norte de África a al-Andalus, estalló una feroz revuelta en aquella región del imperio.
En el 740, la insurrección se había extendido a al-Andalus, y la casta árabe dominante no sabía cómo detener a los amotinados. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el walí decidió solicitar directamente la ayuda del califa de Damasco, y este se vio obligado a enviar a 12.000 hombres del yund o distrito militar sirio.
Estos sirios, acompañados de algunos egipcios y yemeníes, se enfrentaron a los bereberes norteafricanos derrotándolos. A continuación, pasaron a la Península y se dirigieron a la ciudad de Toledo, foco de la rebelión en al-Andalus, donde, tras una batalla en las proximidades del Tajo, derrotaron a los insurrectos.
Pero ahora surgió un nuevo e inesperado problema. Los sirios habían acabado con las revueltas y no desean volver a su país. Prefirieron quedarse en esta nueva tierra que les agradaba más. Mas los árabes andalusíes no estaban dispuestos a aceptar la pérdida de su destacado papel socioeconómico y político. De nuevo, vientos de guerra soplaron en la península Ibérica.
Los califas de Damasco, entretanto, cada vez tenían más problemas en Oriente y, en consecuencia, no deseaban perder más tiempo ni más hombres a 4.000 kilómetros de distancia.
Durante tres años, árabes y sirios mantuvieron sus posturas enfrentadas, pero finalmente se llegó a un acuerdo. Los primeros mantendrían el poder, aunque cederían parte del mismo a los sirios. La solución de compromiso funcionó porque no había más remedio.
Es preciso tener en cuenta que el número total de musulmanes que llegó a la Península fue muy escaso. Las distintas fuentes dan cifras muy dispares que van desde un mínimo de 40.000 a un máximo de 200.000, y es necesario comparar esta cantidad con la de 3 o 4 millones de hispanogodos que formaban el resto de la población y que, de momento, parecían solo limitarse a contemplar las querellas internas entre los recién llegados.
No sólo fueron disputas por la propiedad de las tierras conquistadas o por prerrogativas y privilegios, los únicos que afectaron a esta etapa final del waliato. La naturaleza, como sucede en tantas ocasiones, también quiso imponer su ley, y cuando ella lo hace, las consecuencias suelen ser mucho más terribles que las derivadas de los propios seres humanos.
Entre el año 751 y el 755, se abatieron sobre la Meseta septentrional una serie de años extraordinariamente secos. En una época en la que la productividad de la tierra era muy escasa, al igual que las técnicas para la conservación de alimentos, la única alternativa que quedaba a un lustro de malas cosechas era el hambre.
De esta manera se generó un círculo vicioso, al que los historiadores de la demografía denominan “el ciclo de la muerte”. El hambre traía la muerte por inanición, pero, antes de que eso ocurriera, se debilitaban tanto las defensas naturales de las personas que éstas se convertían en seres totalmente proclives a contraer cualquier tipo de enfermedad. Era entonces cuando llegaba la peste.
La peste es una enfermedad contagiosa producida por las pulgas que viven entre los pelos de determinados roedores, en particular de las ratas. En condiciones normales, la cepa del bacilo que provoca la epidemia no suele ser excesivamente virulenta. Pero cuando sucede una época de debilitamiento generalizado de las poblaciones humanas, unido al contagio, los resultados son catastróficos.
No obstante, hay que resaltar que, comparada con las epidemias que hubo entre el siglo II y el VI, esta peste no fue particularmente mortífera. Y aún lo serían menos las que aparecieron hasta mediados del siglo XIV, cuando el fenómeno se reactivó dramáticamente.
Sequía, hambre y pestes tuvieron consecuencias muy importantes. Buena parte de la población que vivía entre el río Duero y las montañas cantábricas huyó de aquel territorio ante las dificultades que tenían para sobrevivir. De hecho, miles de bereberes que se habían establecido en la zona, decidieron regresar a sus territorios de origen, si hacemos caso a los cronistas del momento.
Para aprovechar la coyuntura, el rey de Asturias, Alfonso I, decidió realizar una serie de violentos ataques contra las poblaciones y fortalezas que habían creado allí los musulmanes. El objetivo era muy claro, expulsarlos de aquel territorio para crear un vacío, una especie de “tierra de nadie”, como se llamó en su época, para garantizarse la seguridad de su frontera meridional y evitar en el futuro nuevos ataques de los musulmanes, dado que éstos se tuvieron que retirar inevitablemente hasta bases más lejanas.
Así, a mediados del siglo VIII, se consolidó una frontera permanente entre cristianos y musulmanes. Aquellos quedaron confinados en sus inaccesibles montañas. Los habitantes de al-Andalus se quedaron con la mayor parte de la Península, que también era la más fértil, en su conjunto.
Esta delimitación cambiaría, como veremos, a lo largo del tiempo, pero durante los tres