Su sucesor fue otro walí llamado Ambasa, que continuó con la política de expansión por el sur de la Galia.
Para ello, Ambasa capturó en primer lugar Barcelona y Gerona, y luego pasó los Pirineos, conquistando Carcasona y Nimes. En el año 725, sus avanzadillas llegaron incluso a un lugar tan septentrional como Autun, tras remontar el rio Ródano, pero en este caso sus intereses no eran tanto la ampliación territorial de los dominios musulmanes como el saqueo de las ricas abadías y de los monasterios que existían en el territorio franco.
Y es que los árabes no sentían una especial atracción por las tierras del norte, casi siempre frías y húmedas, cubiertas por extensos bosques. Estas les eran ajenas a sus lugares de origen, cálidos y secos, de ahí que no mostraran interés en ellas más allá de la mera exploración y rapiña de las riquezas que atesoraban.
Eso explica, en parte, el porqué del poco caso que hicieron a los territorios de las montañas cantábricas. El clima lluvioso y fresco era muy distinto al del resto de la Península y al del mundo mediterráneo o del Próximo Oriente, que les resultaba más familiar. Además, entre aquellos escarpados riscos se refugiaban los últimos supervivientes de los nobles visigodos.
Los pueblos astures, cántabros y vascones ya opusieron una feroz resistencia a las legiones romanas, y lo mismo ocurriría con los jinetes árabes, siete siglos y medio después.
El 28 de mayo del año 722 (aunque las crónicas no son nada precisas pues también hay quien sitúa el acontecimiento hasta cuatro años antes), una expedición musulmana, que según los historiadores cristianos estaba compuesta por la improbable y exagerada cifra de 10.000 soldados, penetró en la zona asturiana de Covadonga, y allí, en lo alto de las peñas, los estaban esperando agazapados unos 300 montañeses bajo las órdenes del noble visigodo Pelayo, que había combatido en la batalla de Guadalete, consiguiendo escapar con vida de aquel desastre.
Para los cronistas cristianos, la escaramuza de Covadonga se convirtió en una gran batalla en la que las escasas tropas cristianas derrotaron por completo al potente ejército musulmán, causándole más de mil bajas. En la realidad, probablemente, nada de eso sucedió, pero los vapuleados cristianovisigodos necesitaban narrar un hecho favorable de armas, por pequeño e intranscendente que fuera. Covadonga les dio la excusa perfecta para convertirla en un símbolo de propaganda antimusulmana y el punto de inflexión, según el cual, se iniciaría la decadencia del poder musulmán en la Península.
Para muchos autores, Covadonga significa el comienzo de un largo proceso al que se denomina Reconquista y que consiste en la “recuperación”, lentísima, por parte de los cristianos de los territorios que tan rápidamente habían perdido a manos de los musulmanes en el 711.
Covadonga también supone un hito, porque conlleva la creación del nuevo reino de Asturias, del que partirá la mayor parte del esfuerzo militar y político que se desplegó en siglos posteriores. Pelayo será el primer rey de ese territorio cristiano y de este modo fue considerado tradicionalmente por muchos historiadores posteriores como el primer rey de una nueva Hispania, o España, como se denominará a este territorio desde la Edad Media.
El hecho de que desde este lugar partiera el fenómeno de la Reconquista hizo que posteriormente, a partir del siglo XIV, los monarcas atribuyeran el título de “príncipe de Asturias” a todos los herederos que deberían de ser proclamados reyes a la muerte del soberano reinante. Felipe de Borbón, el actual príncipe de Asturias, no sería sino el último eslabón de esa larga cadena que comenzó hace más de seis siglos.
Durante un siglo, desde que en el 622 Mahoma protagonizara la Hégira, el imperio musulmán no había hecho otra cosa que avanzar en su expansión por los tres continentes conocidos hasta entonces. En el 712 había llegado a la India, en el 751 hasta los confines occidentales del mundo chino, y entre el 717 y el 739 había intentado conquistar Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, tanto por tierra como por mar, fracasando estrepitosamente.
Durante la primera mitad del siglo VIII, el mundo islámico había alcanzado su máxima expansión. Se había creado un imperio inmenso, solo superado posteriormente en la Historia en cuanto a su superficie por el mongol y el español.
Pero su impulso se estaba agotando. La rapidez de las conquistas había llevado a los árabes a miles de kilómetros de distancia de su núcleo central, y cuanto más se alejaban, más difícil se hacía el control de las regiones periféricas y la adquisición de nuevos dominios de los ámbitos exteriores que todavía estaban sin controlar.
En este contexto es donde hay que ubicar la siguiente y última campaña de importancia que tuvo lugar al norte de los Pirineos. En el 730, un nuevo walí llamado al-Gafiqi, decidió vengar la muerte de su antecesor ante Eudes, duque de Aquitania, y se dispuso a darle un escarmiento.
Para ello sus tropas partieron de Pamplona, atravesaron de nuevo los Pirineos, esta vez por su sector occidental y se dirigieron hacia el norte, justo hacia el corazón del reino franco. Los hombres de al-Gafiqi tomaron las ciudades de Burdeos, Angulema y Poitiers (los nombres de las ciudades no son los que tenían en aquella época, pero para su más fácil comprensión, los hemos actualizado en todos los casos). El duque, aterrorizado ante el imparable ejército musulmán, solicitó ayuda al rey franco en el poder, Teodorico IV, un pelele que no pintaba nada en realidad, pues la dinastía merovingia que fundara Clodoveo había decaído de tal forma en dos siglos que a los soberanos que por aquel entonces reinaban se les denominaba despectivamente “los reyes holgazanes”. Pero estos reyes tenían la enorme suerte de contar a su lado con alguien en quien delegar de forma eficaz los asuntos importantes, y estos eran los mayordomos de palacio.
Desde hacía más de un siglo, una familia procedente del norte de la actual Francia era quien verdaderamente llevaba las riendas del reino. Cuando en el año 732 Eudes solicitó ayuda a uno de ellos, se encontraba al mando de los asuntos del gobierno Carlos Martel, el más poderoso de todos los vástagos que hasta aquel momento habían existido en dicha familia.
Carlos Martel se dio cuenta inmediatamente del peligro que se cernía sobre el territorio franco y comenzó a reclutar rápidamente a todos los hombres que le resultó posible. Se calcula que en octubre del 732 entre 15.000 y 30.000 guerreros (algunos autores hablan exageradamente de hasta 75.000), se reunieron bajo el mando del mayordomo en la ciudad de Tours, hacia donde se dirigían las tropas musulmanas en busca de ricas abadías e iglesias de las que apoderarse de sus tesoros.
Las tropas de al-Gafiqi que debían de contar con entre cuarenta y sesenta mil hombres, aunque quizás su número fue posteriormente exagerado por los historiadores cristianos, abandonaron Poitiers siguiendo la antigua calzada romana que conectaba a esta ciudad con la de Tours.
En algún lugar de esta calzada situado entre las dos ciudades se encontraron ambos ejércitos y allí, el día 10 de ese mes de octubre del año 732, tuvo lugar una de las batallas más conocidas de la Historia, pero hay que reconocer que también a su vez se trata de una de la más sobrevaloradas.
Nuestro conocimiento histórico actual deriva en buena medida de los historiadores de Europa occidental de los últimos siglos. Para esos mismos historiadores franceses esta “decisiva” batalla supuso una trascendental derrota de los musulmanes y un cambio radical en la historia del mundo a partir de aquel momento.
Nada más alejado de la realidad. Aquel enfrentamiento en una zona marginal y periférica del imperio musulmán tuvo una escasa repercusión real en el mundo de su tiempo.
Muy probablemente se trató de una batalla más de las muchas que por estas fechas los musulmanes empezaron a perder, pero no fue en modo alguno un hecho decisivo que acabara con el expansionismo islámico y que cambiara de forma definitiva el curso de la historia.
Si acaso hubiera que encontrar esa batalla decisiva habría que buscar al otro extremo del mundo mediterráneo. Allí, entre el 717 y el 718, tuvo lugar un gigantesco asedio contra Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, en el que, durante casi dos años, cientos de miles de hombres bizantinos y musulmanes