La península Ibérica ocupa un lugar marginal en el conjunto de la mayor masa continental que existe en el planeta, el continente euroasiático, pues se ubica en el extremo sudoccidental del mismo. Pero, fue en este lugar periférico, y relativamente alejado de las zonas en las que se desarrollaron las mayores culturas del mundo antiguo y medieval donde, hace unos mil años, floreció una de las civilizaciones más brillantes que han tenido lugar a lo largo de los tiempos, la de al-Andalus.
En la actualidad, este espacio peninsular con cerca de 600.000 kilómetros cuadrados está ocupado casi por entero por dos países, España y Portugal. Para comprender adecuadamente la historia que vamos a narrar en las páginas siguientes, es preciso conocer algunas de las características esenciales que posee este territorio.
Su ubicación como península al suroeste de Europa, lo sitúa a caballo entre dos grandes masas de agua, el Mediterráneo al este y el Atlántico al oeste, que resultarán decisivas a lo largo del tiempo para explicar determinados acontecimientos históricos que tuvieron lugar a orillas de uno y otro mar.
A su vez, la Península, que es parte del continente europeo, por su proximidad al norte de África ha servido como puente de paso de muchos pueblos y civilizaciones a lo largo de la historia. Ese es un hecho que comprobaremos constantemente a lo largo de las páginas siguientes.
La facilidad con la que los pueblos atraviesan por este espacio no se debe solo a esa situación excepcional y estratégica. Hay otro hecho fundamental. El Mediterráneo, el Atlántico, Eurasia y África, poseen un punto de contacto común, el estrecho de Gibraltar. Este pequeño brazo de agua, de poco más de catorce kilómetros de anchura, actúa como nexo de unión entre ambas masas de agua, y como punto de separación entre dos enormes superficies continentales. Buena parte de la historia que describiremos girará en muchas ocasiones sobre este punto privilegiado, no solo en un ámbito concreto como el que nos referimos, sino en un contexto a nivel mundial.
La Península es, en su mayor parte, un territorio con un clima templado y por lo general, bastante suave. Sus veranos suelen ser muy calurosos y extremadamente secos, salvo en la zona norte de la montaña Cantábrica y en los Pirineos, lo cual, como veremos, tendrá también importantes connotaciones históricas.
La mayor parte de los valles de los ríos que riegan el ámbito peninsular son de una gran fertilidad, por lo que el manejo del agua de los mismos implica la posibilidad de sacar mucho más rendimiento a los cultivos con las adecuadas obras que permitan manejar las infraestructuras hidráulicas.
Salvo el Ebro y alguno más, casi todos los ríos más importantes (Miño, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir) tienen, además, una disposición que va desde el este hasta su desembocadura en el oeste. Y este hecho, aunque aparentemente anecdótico, tendrá una importante repercusión sobre la historia del territorio peninsular.
Esta disposición de los cursos fluviales, unida a la misma situación de los intersticios montañosos (cordillera Cantábrica, Pirineos, Sistema Central, Sierra Morena o cadenas Béticas), resultará fundamental para comprender el devenir peninsular a lo largo de los ocho siglos por los que va a discurrir lo que aquí se narra. Serán estas montañas las que, en muchas ocasiones, facilitarán la defensa a los reinos que surjan, y servirán como tierra de frontera durante la mayor parte de todo ese tiempo.
Solo el Sistema Ibérico tiene una disposición diferente. Se desarrolla en un sentido noroeste-sudeste. Así pues, servirá como frontera que define los límites entre la Corona de Castilla y la de Aragón y, en consecuencia, de todos los territorios musulmanes que anteriormente existieron a uno u otro lado de las cadenas de montañas.
Esta abrupta topografía explica en muchas ocasiones la existencia de unas fronteras naturales claramente definidas, así como las diferentes etapas en las que se divide cronológicamente el proceso genérico que se conoce con el nombre de Reconquista, al cual volveremos más adelante.
En este territorio, y por espacio de casi ochocientos años, floreció una civilización que destacó enormemente sobre la mayor parte de las que existieron en el mundo de su tiempo, y a la que sus propios habitantes denominaron al-Andalus.
Pero, ¿qué significado tiene este apelativo? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Durante mucho tiempo, un gran número de historiadores y de filólogos han investigado para averiguar cuál es la procedencia de este topónimo. Pero hasta ahora, ninguno de ellos ha sido capaz de desentrañar con total seguridad el misterio de este nombre.
Actualmente se barajan tres posibles hipótesis que expliquen su origen.
Por una parte hay quien opina que el nombre procede de Vandalusía, que equivale a decir ‘Tierra de vándalos’. En efecto, los vándalos fueron uno de los pueblos bárbaros que se asentaron en la Bética (denominación que en época romana recibía lo que aproximadamente es el territorio de Andalucía en la actualidad) entre los años 409 y 429. Pero es muy extraño que ese sea el origen del nombre. Por esta región pasaron antes y después otros muchos pueblos que dejaron una huella mucho más importante que los vándalos. De ahí que muchos autores critiquen la procedencia del mismo. Es más, la palabra Andalucía no aparece hasta el siglo XIII cuando los cristianos reconquistaron al-Andalus. No tendría pues sentido que el nombre actual de esta comunidad española procediera del mencionado Vandalusía, pues eso supondría que se le “cayó” la V inicial posteriormente.
La teoría en cuestión, que han defendido numerosos historiadores durante bastantes siglos, se basa en que el origen de la palabra es el vocablo de la lengua bereber al uandalus, que significa, ‘los vándalos’. Para los bereberes, los vándalos que llegaron a África procedían del territorio que se encontraba al norte del estrecho de Gibraltar, y parece ser que ese es el motivo por el que le dieron ese nombre a la tierra que hoy forma parte del sur de España.
Una segunda teoría es la que apunta a un origen godo del término. Se basa en que, cuando llegaron a la Península los visigodos, sustituyeron a los antiguos terratenientes romanos y se sortearon las tierras de estos entre la nobleza goda. En esta lengua existe una frase que es la de Landahlauts, que equivale a algo parecido a ‘tierras de sorteo’. Aunque es una teoría que no tiene demasiada aceptación, en la actualidad se da cierta viabilidad a la misma.
La tercera opción es la más sorprendente de todas y la más reciente. Es la que hace derivar el origen de la palabra de la griega Atlántida, o Atlantidus. Para los griegos, el jardín de las Hespérides se encontraba en el promontorio de Calpe, es decir, en lo que actualmente llamamos peñón de Gibraltar. Desde la época de Platón, se consideró que el mítico reino de la Atlántida se encontraba cerca del mismo, de ahí que se pudiera identificar un lugar con el otro.
Atlantidus se transcribe en árabe aproximadamente como al-lanlidus, al convertirse la T en L en la pronunciación. Los árabes al traducir las obras de los antiguos griegos utilizaron esa palabra para denominar el territorio al que llegaron a comienzos del siglo VIII. En cualquier caso, es una teoría bastante reciente que no tiene de momento demasiada aceptación, aunque abre una nueva posibilidad a la explicación de por qué los árabes llamaron de esta forma a un territorio que hasta ese momento era conocido como la Bética en todo el mundo antiguo.
Y aún dando por sentado que desconocemos cuál el significado exacto de ese nombre, existe un problema mucho mayor y de una índole mucho más práctica y de difícil solución, y es ¿cómo transcribir las palabras escritas en lengua árabe?
Las dificultades que esto presenta son importantes por dos motivos principales. En primer lugar porque el árabe y nuestra escritura de origen latino son dos tipos de grafías completamente distintas, lo que hace que no sea posible transcribir literalmente una a otra, esto es, pasar de una lengua a otra, palabra por palabra o letra por letra.
Pero obviando esa dificultad, aparece otra que es todavía mayor, la pronunciación. Determinadas letras tienen distintas formas de pronunciarse en árabe y en el castellano actual. Así, por ejemplo, existen diferentes formas de pronunciación para la letra A, y eso conlleva que a la hora de escribir las palabras