Volví con Renato y le dije: «Papá, vámonos a casa».
LA HISTORIA DE LA SAL
La historia, Elettra, comienza con el nombre. Para entender tu nombre debes conocer la historia de la sal. Las nuestras son historias mineras, hablan de hierro y de amianto, de titanio y de hematita. De sudor y de sales minerales. Y esta historia está relacionada con la sal gema. Nosotros no tenemos antepasados, no somos ricachones. Pero los viejos de tus viejos procedían de las Colinas Metalíferas, de la zona geotérmica de Pomarance y Larderello, en el corazón agreste de Toscana, donde trabajaban como leñadores, carboneros y campesinos en los encinares que rodean el pueblo de Micciano. Era tal la miseria en el medio rural entonces que al aliñar con aceite las verduras de la huerta o la achicoria silvestre de las acequias trazaban un triángulo en la ensaladera nombrando las aldeas de esos encinares. Murmuraban velozmente: «Micciano, Libbiano y Serra». Y al citar el último pueblo debían interrumpir el aliño y retirar la aceitera. El aceite había que reservarlo, pero sal había a montones. La ciudad más cercana era Volterra, donde desde la antigüedad se explotaban bancos subterráneos de sal gema: las salinas de Volterra. La sal era importante, no solo para darle sabor a los alimentos sino también para conservarlos.
A principios del siglo XX, un industrial belga llamado Ernest Solvay escogió la costa de Livorno para instalar una planta industrial destinada a la producción de cloro, sosa y bicarbonato. El elemento de base del proceso productivo era la sal gema extraída en las salinas, a unas decenas de kilómetros tierra adentro. Pero a partir de entonces la sal comenzó a escasear: iba toda para el señor Solvay. Y quien quería sal tenía que trabajar en su fábrica.
Alrededor de la maquinaria de Solvay se desarrolló un poblado industrial, el poblado Solvay. Por aquí todo se sigue llamando Solvay. Los colegios, los institutos de Formación Profesional, el teatro, el dopolavoro, las instalaciones deportivas, la zona industrial y la ciudad: Solvay. Más bien Sorvé o, como se dice a veces, Sorvai («Ve, ve a Sorvai»).
Tu bisabuelo paterno trabajaba como albañil en un pueblecito inmerso en los bosques de Volterra. No era un paleta de medio pelo sino un experimentado albañil. Sin embargo, para llevar el pan a casa tuvo que seguir los pasos de la sal e irse también él a Solvay, a un bloque de viviendas populares a la derecha del mar, azotadas por el viento lebeche, donde se empadronan mis primeros recuerdos del olor de las tostadas de higaditos de pollo que hacía mi abuela. La sal desplazó a los viejos de tus viejos desde el interior hacia la costa, desde los bosques del pasado a los ladrillos y a la fábrica del sol del porvenir.
En los bosques de Micciano siguen todavía varios de nuestros parientes. Algunos tienen un apellido diferente al tuyo: en lugar de la doble t de Prunetti llevan solo una. En realidad, es la forma correcta, porque hace muchos años, en el registro civil de Pomarance, alguien anotó un nacimiento duplicando por error la t del apellido. Cuando yo era pequeño aún había reuniones dominicales de parientes de Pomarance y de Micciano, con chorizos a la parrilla, vino blanco fresco y encarnizados partidos de fútbol entre primos que disputábamos un derbi familiar entre la rama costera de la provincia de Livorno y la del interior de la provincia de Pisa. Los de la t doble y los de una sola t. Después la vida, la t y la sal nos separaron. La sal nos dispersó por el mundo. Mejor dicho, más que la sal, fue eso cuyo nombre deriva de la sal: el salario, la moneda de la ración de sal.
De la sal al salario y del salario al pan. Sobre la sal hay otra historia, que es más bien leyenda, pero te la voy a contar igualmente. En otros tiempos, en el Gran Ducado de Toscana se impuso una tasa, un impuesto sobre la sal. La pesaban siempre en días de lluvia, cuando la sal, al estar mojada, pesaba más. Hubo protestas, inútiles. De modo que la plebe de Toscana decidió boicotear ese impuesto y dejó de echarle sal al pan. Desde entonces el pan toscano es soso. Soso, sin sal. Y por eso cuando llueve se dice que el Gobierno es un ladrón.
LA HISTORIA DEL ELECTRODO
La historia de tu apellido vino determinada por un error ortográfico, la de tu nombre fue por un accidente doméstico. Tu madre estaba embarazada. En casa tocó con las manos húmedas un cable cubierto con cinta aislante que le soltó una pequeña descarga eléctrica. En un primer momento nos generó preocupación, después decidimos que tu nombre sería Elettra.
A tu madre le gustaba. Y a mí me gustaba aún más, porque me recordaba los electrodos de los soldadores, que estaban por todas partes en el hogar de mi infancia. Piensa en las bengalas de los cumpleaños. Los electrodos de la máquina de soldar tienen casi el mismo aspecto, pero en una mano experta sirven para unir el acero. En cambio, quienes no saben usarlos acaban perforando el hierro. Les queman los ojos a todos. El gas que liberan no es bueno para los pulmones y la escoria ardiente puede agujerear los guantes. Pero esa luz azul me recuerda a tu abuelo Renato. Lo observaba con mis ojos de niño mientras él preparaba la máquina de soldar, después de cortar a medida el metal en su taller, debajo de casa. Me decía que no mirara. Así que giraba la cabeza y fijaba la vista en la pared. Y cuando él encendía el electrodo, la luz proyectaba su sombra, inclinada sobre las herramientas, sobre los ladrillos sin enyesar de la pared. Era una linterna mágica working class, el milagro de un juego de sombras que iluminaba ante mis ojos, sin dañarlos, las obras de tu abuelo. Ese cine en el garaje me fascinaba por su encanto. Había visto el milagro de la luz y del hierro, aquellos reflejos luminosos contrastaban con las sombras de nuestra existencia y hablaban de una historia viva, de manos mágicas que luchan contra la fatiga. Una historia que proyectaba siluetas en las paredes y estampaba llamas incandescentes en las pupilas de Renato.
LA HISTORIA DE LA FIBRA GRIS
Vine al mundo en Piombino, al lado de la acería. Me crie en la década de los setenta, testigo del fin de luchas obreras de las que tengo recuerdos casi fetales. De niño me volvían loco los dibujos animados japoneses de robots: robot era sinónimo de trabajo y el trabajo era pan para nuestras bocas. Me encantaban también las series de la RAI —mi favorita era Sandokán— y las películas del género spaghetti western, que veía con Renato. Veíamos también las clásicas de John Ford y nos identificábamos con aquellos cowboys humillados y desamparados. Sabíamos que las pasarían canutas, pero también teníamos la certeza de que la película no llegaría a los títulos de créditos finales sin que el prepotente de turno rindiera cuentas por sus fechorías. Era un mundo simple de ricos hacendados, picapleitos y empresarios del ferrocarril, de una parte, y de humildes vaqueros o indios que sufrían atropellos, de la otra. Pero al final los ricos pagaban por su arrogancia y el sol del Salvaje Oeste besaba en la frente a aquellos humildes cowboys que tanto se parecían a nuestros padres. En aquellos filmes sencillos veíamos reflejados los valores que los progenitores de las familias obreras enseñaban a sus hijos: pan, salud, trabajo y justicia. No fiarse nunca de los ricos ni de los prepotentes. De «ellos».
Elettra, tu nacimiento estaba previsto para el mismo día de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso Eternit. Me habría sentido culpable si no hubiera ido a Roma. Pero también me habría carcomido el remordimiento si ese día yo no hubiera estado junto a ti en tu primer aliento. El sentido del deber obrero, eso que te inculcan cuando creces en una familia de clase trabajadora, me había conducido a un callejón sin salida. Al final me ayudaron los viejos obreros de Casale Monferrato. Vinieron a buscarme en coche para llevarme a Roma. Me llevarían al hospital de Siena si tu madre rompía aguas.
Afortunadamente, no fue necesario. Naciste cuatro días después del fallo judicial. Naciste en una explosión de vida, tenías tanta que la gritabas a pleno pulmón para liberar de mucosidad las vías respiratorias. Esas mismas vías respiratorias que los viejos de Casale Monferrato tenían que abrir con inyecciones de cortisona. Mis pensamientos en aquel momento fueron todos para ti, olías bien,