Total, que ahí estaba mi abuelo, en los años sesenta, estudiando esperanto, tres décadas antes de que su nieta soñara con tener una herramienta para entenderse en cualquier lado. Mi abuelo, que era capaz de recorrer todos los vertederos de la comarca para rescatar motores de lavadoras que después incorporaba a máquinas de hacer chorizos que mecanizaron la matanza del cerdo en todo el pueblo; o que guardó toda su vida una libreta con la lista de los precios de las tejas y los ladrillos con los que hizo su casa, era, sin saberlo, uno de esos hombres que creían en utopías. La suya fue, al menos durante un tiempo, la unión de los pueblos por un solo idioma.
Mi abuelo Jesús, al que todo el mundo llamaba Chuchu, vio fracasar el proyecto esperantino (él mismo había dejado de creer en ello cuando abandonó las clases) pero lo que nunca intuyeron ni él ni aquellos mineros asturianos que en la España de los años setenta se compraban un Seat y estudiaban lecciones de utopías idiomáticas es que a poco menos de 1700 kilómetros había obreros italianos que soñaban con Audis, se llamaban Renato, Francesca, Felice, Luciano o Mauro y no necesitaban compartir gramática con ellos para entenderlos.
No, no hacen falta reglas gramaticales ni idiomas inventados para comprender que perteneces a una misma estirpe, la de la clase obrera. A veces basta con toparse en el proceloso camino de la lectura a escritores como Alberto Prunetti para despejar incógnitas y aclarar conceptos humanistas. Unas páginas de Amianto (Hoja de Lata, 2020) sirven para comprobar que sí hay lenguajes que comparten unos y otros y que tienen que ver, por ejemplo, con las consecuencias físicas del trabajo. Testimonios que quedan escritos en los pulmones con tinta de ese mismo amianto o de carbón, mercurio… También en las manos artríticas, los codos de tenista (mira tú), las rótulas desgastadas, los túneles carpianos hechos polvo. Pruebas evidentes, duras y horribles de que para sentir la hermandad obrera no hace falta cruzar una palabra. Es el dolor lo que nos une. Dolor y ruido que se comparte del mismo modo. El runrún incesante de las bombonas de oxígeno, las toses, los escupitajos que llenan las calles y que ya no son negros, como antes, pero a veces llevan una sangre nada buena. O la memoria del ruido de los camiones, de los trenes, de las sirenas que marcaban los tiempos en la fábrica o alertaban de los accidentes y que nos acompañaron desde nuestro nacimiento, durante toda la infancia, porque se oían en nuestros barrios, en los colegios. Todos, de pequeños, conocíamos a alguien que había muerto atropellado por un convoy cargado de material o de mineral. Sobre las vías del tren, cuando yo era pequeña, los macarras de la barriada colocaban monedas o clavos que quedaban planos al pasar sobre ellos el peso de los vagones. Después las utilizaban para abrir las puertas de los coches y sembrar el enfado entre el vecindario. Mientras duraba aquella moda, los dueños de aquellos coches no dejaban de vigilar y de alertar a nuestros padres: «Cualquier día va a haber una desgracia». Y la había, claro. Hasta que no fui a estudiar fuera de la cuenca minera siempre había pensado que los atropellos ferroviarios eran algo común en los pueblos de todo el país. También los suicidios. Pero no. Eso también parece que es cosa del sílice en el aire.
Y si a Amianto le debemos el saber que hay un pueblo en la Toscana que conocemos todos los que crecimos en barriadas, barracones o colominas —con sueldos firmados por la misma empresa, del mismo sector—, o que las luchas no se deben dar nunca por perdidas (ni siquiera tras la muerte, o mucho menos después de la muerte), al Prunetti que nos lleva a la Inglaterra de 108 metros. The new working class hero (Hoja de Lata, 2021) le deberemos, siempre, que pusiera el foco en nosotros, los herederos de aquellos obreros. Los hijos de la working class que fuimos a la universidad, nos formamos y leímos para no morir asfixiados por los diferentes venenos que apuntalan el aparato respiratorio, y que tenemos ahora como destino vivir con el pecho oprimido por otros lodos como la ansiedad, el estrés, las deudas y la precariedad. Mientras nos ocurre esta asfixia mental, limpiamos baños en Bristol, aprendemos alemán (mierda de fracaso de esperanto) para cuidar enfermos en Múnich o vivimos en un camping de Ámsterdam, propiedad de una empresa multinacional de envíos, donde compartimos cama a distintos turnos con chavales de edad indefinida llegados de Europa, África o Asia. ¡Lo mismo da!
Sí, somos los hijos de los obreros, de la working class, y a veces pensamos que lo único que podemos hacer con todo nuestro pasado y nuestro ADN es escribir sobre ellos para resarcirnos o para explicarnos a nosotros mismos. Lo hacemos como diciendo: «Esto es lo que fuimos y esto a lo que hemos llegado». Según la época, al hacerlo, al contar nuestro origen, podemos parecer orgullosos, melancólicos, cobardes o los dueños de un secreto ancestral de resistencia. Y también lo hacemos porque no queremos que nos expliquen otros, que vengan de fuera, y no nos vean a nosotros, vean solo las acerías apagadas donde se forjaban magníficos raíles de 108 metros de longitud o las minas de las que salía el carbón que después —eso sí que era poder— parecía mover el mundo. Somos generaciones de hombres y mujeres nacidos en regiones industriales que se fundieron a negro en algún momento de los últimos treinta años y nuestros primeros veinte de vida. Eso nos convirtió en los últimos testigos de una estirpe de seres cuyo objetivo era nada más y nada menos que una vida digna que incluyera «pan, salud, trabajo, derechos y justicia en los días laborables. El fútbol, el huerto, el vino, la petanca y la bicicleta en los festivos». Y aunque visto con perspectiva eran unos objetivos que ahora parecen tan utópicos como el propio esperanto, alguna vez todo ello nos pareció poco ambicioso. Ahora, mientras escribimos su historia, que es la nuestra, nos damos cuenta de que en realidad eran lo más cercano a la deidad que vimos nunca. Y al leer a Prunetti, en cualquiera de sus tres libros, también descubrimos que esa manera de querer disfrutar de las cosas buenas que da la vida, más allá del trabajo, es otra de las cosas que deberíamos heredar de nuestros antepasados.
Alberto (lo trato por el nombre de pila porque después de leerlo me di cuenta de que somos parientes de clase, una especie de primos working class) no nos lleva al cielo ni al olimpo ni al paraíso en El círculo de los blasfemos (Hoja de Lata, 2022). El viaje que nos ocupa en este tercer libro de la trilogía del chaval de Piombino (que todavía alguna tarde se hace cruces por no haber optado por el fútbol o la Formación Profesional) nos traslada directamente al infierno de Dante. Aunque en realidad el camino de Prunetti nos lleva al backstage de la Divina Comedia. Donde se mueve de verdad el mecano que supone un averno, que no es cosa baladí.
Ahí, en la parte de atrás, donde nadie los ve, porque todo el mundo sabe que en este mundo de locos los obreros son invisibles, están los que hacen que funcione la fábrica de los calvarios. Entre todos los curritos está el padre del autor, Renato Prunetti, o Steve McQueen, y también nuestra salvación, como lectores (no como herederos) a través de la risa y el humor. Lo que tiene haber vivido el infierno de la asfixia en