El acercamiento a la redención que (spoiler) no llegará nunca ni falta que hace; la comprensión de la verdad absoluta de que los jefes (sean estos el mismísimo dios o un simple CEO) mandan pero las manos que hacen que todo funcione son únicas e imprescindibles, o la carcajada que soltarás de vez en cuando, cuando Renato se cabree, se lo deberemos los hispanohablantes, en una parte enorme, a Paco Álvarez, el traductor de Alberto Prunetti, que convierte en esperanto el italiano rudo de la Toscana, y a la editorial Hoja de Lata, culpable de esta hermandad.
Y por si aún faltara algo para unirnos más, El círculo de los blasfemos aporta una prueba definitiva (que ya nos dejaron ver Amianto y 108 metros) y es que cada lugar obrero del mundo tiene su propia blasfemia. En mi pueblo se dice «Me cago en mi madre», en el de Prunetti: «Maremma marrana!». Y por todas las veces que la decimos o la pensamos, será por lo que acabaremos en el infierno. Pero ya os digo que ni tan mal…
Todos los lectores working class de pensamiento, palabra, obra e incluso omisión, hablen el idioma que hablen, tendremos una deuda eterna con mi primo el de Piombino por haber escrito esta memoria obrera que es la suya y la de todos, que es radiografía y a la vez redención. Como le deberemos a Francesca, su madre, la generosidad y la altura de miras. Ella, como muchas mujeres de clase trabajadora, tuvo que dejar su oficio para cuidar a los suyos. El abandono de Francesca fue a su máquina de escribir. Por todas las teclas que su compromiso con la familia le impidió pulsar, el destino le ha dado un hijo escritor. Eso sí que es un final para sonreír. ¡Gracias, Francesca! A ti y a todas las mujeres que nos cuidan, nos alientan y nos llevan hasta el cielo o, ¡qué demonios!, mejor al infierno, para ver a Renato…
Aitana Castaño Díaz
Langreo, enero del 2022
Featuring:
Renato
&
Steve McQueen
Special guest: Dante Alighieri
Soundtrack: la armónica de Hasta que llegó su hora
EN MEDIO DEL CAMINO DE MI VIDA
Una multitud se precipitaba hacia las orillas, mujeres y hombres, y cuerpos de héroes magnánimos en los que se había apagado la vida.
Virgilio, Eneida VI, 305-307
En medio del camino de mi vida me vi en un oscuro sueño.1 Estaba soñando y sudando, como un condenado del trabajo. Estaba atravesando una ciénaga en una barca en la que Caronte, el barquero, de antiguo y blanco pelo, tenía los rasgos del conserje cojo de los campos de fútbol de mi infancia. Me observaba con mirada ardiente, recordándome un penalti que fallé frente al Venturina hacía muchos años.
Con temor e incredulidad, comienzo a caminar por un sendero lleno de polvo rojo, apuntalado con arbustos carbonizados. Voy a parar a una parcela de tierra quemada, similar a una carbonera de los bosques de Maremma. Hay un tipo que viste una funda azul y lleva una máscara de pantalla oscurecida. Sostiene en la mano un soplete. Apoya los electrodos y la pinza en el suelo, seguidamente se pone a cantar.
Me he encontrado
con un barco que zarpaba
y he preguntado dónde iba.
Al puerto de las ilusiones,
me ha dicho aquel capitán.
Tierra, tierra,
tal vez busco una quimera,
esta tarde, tarde eterna.
Una canción de Piero Ciampi dedicada a Livorno. La canción que él solía cantar…
Levanta la máscara de soldador.
—¡Hola, blandengue!
—¡Papá!
—¿Qué haces por aquí? ¿Te han entrado ganas de trabajar? Ya era hora…
Está ahí realmente. Es él.
Me acerco a Renato lleno de orgullo, ansioso por el encuentro, con ambos brazos extendidos. Y le digo:
—¿Sabes qué, papá? Escribí tu historia y ahora todo el mundo la conoce.
Y él comenta:
—Bien, hijo, me alegro de que nunca te metas en tus asuntos. ¿Te han dado muchas palmaditas en el hombro esos que tienen estudios? A lo mejor hasta te llamaron señor, ¿eh? Así que en vez de trabajar te has puesto a escribir sobre el trabajo… ¡Eres un artista! Pero ahora, antes que nada, tienes que ponerte eso que va en la cabeza.
Y yo, complacido, imaginando su orgullo por tener un hijo escritorzuelo, le digo:
—Ah, sí, claro…
Y él repite:
—Sí, debes ponerte eso en la cabeza. De lo contrario no seguimos, no vas a ninguna parte.
Y yo le pregunto:
—Papá, ¿te refieres a la corona?
Y él:
—¿Pero qué corona?
Y yo:
—¿Te refieres… al laurel?
Y él:
—¿El laurel sabes por dónde te lo puedes meter? ¡Yo no quiero laurel ni con el conejo guisado! ¿Estás atontado o qué? Pobre lerdo… Ya hay uno que anda por aquí con el laurel en la cabeza… y me da urticaria. Déjate de laurel. Lo que hace falta en la cabeza es el casco, y que sea el reglamentario, con certificado ISO, o si no el Gran Constructor, ese Sumo Arquitecto que lo maneja todo, nos manda una inspección por sorpresa y menuda jodienda… Tontolaba, a mí el laurel me hace estornudar solo con olerlo…
Me siento un poco disgustado.
—Vamos, papá, pero si en mis libros no te he presentado para nada como una víctima…
—Es que como lo hubieras intentado siquiera me liaba a patadas contigo aunque esté muerto. De todas formas, bien, hijo, continúa así. Ya veo que el bolígrafo te gusta más que el fútbol, así que sigue, hazme caso…
—Pero entonces, papá, ¿te agrada cómo escribo?
—Más bien diría, blandengue mío, que me daba cagalera ver cómo jugabas al fútbol.
Acuso el golpe. Pero de repente Renato se detiene.
—Oh, ¿tú también estás oyendo ese ruido de remos? ¡Malditos los patrones que hicieron que me quedara sordo! ¡Calla, no te muevas, ahí viene otra vez con su cascarón de hierro ese que nació de un perro! Con la empanada mental que tiene no encontraría el agua ni siquiera en el Aqueronte.
A lo lejos se divisa a Caronte empujando su barca. Horrible barquero, cuya suciedad espanta, sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba.
Renato se lleva dos dedos a la boca y lanza un silbido.
—¡Caronte! ¡Carondemonio! ¡Artista! Ven aquí, endiablada Maremma, escucha… Ven aquí, que se va a desencadenar el infierno… Quería pedirte consejo, Carontino… Oye, tengo que hacer un aislamiento térmico galvanizado a la izquierda con un diodo de Stupasky, ¿debo ajustar el roscado?
Y