Casi un cuarto de siglo después, el 31 de enero de 1808, dos días antes de la celebración de la fiesta religiosa5, una multitud expectante compuesta por pardos, mulatos y otros “libres de todos los colores”6 se agolpó frente a los toldos que se habían instalado en la falda del Cerro de la Popa a las afueras de la ciudad7, con el propósito de participar de los boliches y juegos de azar que allí se estaban preparando. El plano de la Plaza de Cartagena elaborado por Manuel de Anguiano en 1805 ilustra el territorio comprendido entre la ciudad amurallada y el Cerro de la Popa.
No se trataba de un acontecimiento exclusivamente “plebeyo”8; por el contrario, se destacaba la presencia de varios menores miembros de familias notables e, incluso, de algunos religiosos que realizaban su ministerio en el claustro ubicado en la parte alta del cerro9.
Al caer la noche, la música y los juegos se vieron súbitamente interrumpidos por la intervención del alcalde ordinario don José María del Real, quien al ser informado de los eventos que se estaban llevando a cabo en ese lugar, comisionó al alguacil Francisco Piña para que examinara la situación y si fuese necesario impartiera justicia, teniendo en cuenta que para ese momento los juegos, música y bailes que no contaran con el visto bueno de los oficiales del cabildo estaban terminantemente prohibidos10. Una vez en el lugar, y acompañado por un contingente de soldados pardos, Piña se dispuso a desmontar las tiendas donde se habían instalado los boliches y solicitó a los participantes que se presentaran esa misma noche, o al día siguiente, para la práctica de las diligencias judiciales correspondientes. Las preguntas realizadas por la autoridad indagaban por el número de juegos y la cantidad de personas que habían participado en ellos, si alguien obtenía beneficio de estas actividades y si estos eran del conocimiento de la autoridad eclesiástica que ejercía dominio sobre esos terrenos11.
Al leer las declaraciones de un militar pardo, Juan de la Cruz Pérez, uno de los hombres detenidos aquella noche y dueño de la pequeña choza en cuyos alrededores se habían instalado los juegos, quedan claras dos cosas. La primera, que los juegos de azar y los boliches, así como las reuniones a altas horas de la noche eran objeto de prohibiciones, principalmente, por el temor a los desbordes del orden social. La segunda, que dichas prohibiciones no estuvieron exentas de resistencia y que generaron, cuando menos, importantes debates en torno a los alcances del ocio y la entretención12. En los días subsecuentes a la redada se presentaron controversias sobre los límites que deberían tener las celebraciones. Don José María del Real, al sentir vulneradas sus facultades como alcalde, advirtió sobre los sucesivos robos, borracheras, desordenes y hasta las tentativas de asesinato acaecidas con ocasión de los juegos de azar, entre ellos batea, boliche y naipes, en los que solían participar regularmente militares de bajo rango que prestaban servicio en Cartagena13. Sin embargo, en un principio se mostró partidario de permitirles a los pardos y mulatos continuar con las festividades, siempre y cuando estas no alteraran la tranquilidad pública.
Figura 1. Fragmento del “plano de la Plaza de Cartagena de Yndias, capital de su provincia con las cercanías hasta la distancia de una legua regulada en 20 000 pies […]”, realizado por Manuel de Anguiano el 1.° de enero de 1805, para el Servicio Geográfico del Ejército (España).
En la parte central derecha pueden verse el Cerro de la Popa y el convento de los agustinos.
Fuente: AGN. Mapoteca. SMP-6. Ref. 130 (1852).
La preocupación de las autoridades reales por la proliferación del mestizaje y el “desorden” social que este generaba no estaba infundada. A finales del periodo colonial el temor a la mezcla racial fue una realidad y se expresó de manera concisa en algunas medidas implementadas desde la metrópoli14. Como señala Jaime Jaramillo Uribe, solo hasta la segunda mitad del siglo XVIII el mestizaje se consolidó de forma definitiva, a medida que las fronteras fenotípicas entre las castas se hicieron más difusas, hasta el punto en el que fue virtualmente imposible determinar quién poseía un origen racial “puro” y quién no. Jaramillo Uribe destaca, asimismo, el hecho de que durante las últimas décadas del Gobierno colonial las tensiones raciales se agudizaron como producto del mestizaje15. Esta observación da cuenta, por un lado, de la capacidad de los individuos de origen racial mixto para acceder al poder económico e incluso político, y por otro, de las estrategias puestas en práctica por la élite para conservar sus privilegios en una sociedad que ofrecía cada vez más nuevos espacios de movilidad16.
Para el caso de Cartagena de Indias, el censo general de 1777 puede ilustrar el peso demográfico que tenían los habitantes de origen racial mixto en la ciudad. De acuerdo con las estimaciones realizadas por Adolfo Meisel y María Aguilera, en 1777 la población de la provincia de Cartagena correspondía al 14.9 % de la población total de la Nueva Granada, y esta población se encontraba dispersa en un extenso territorio que comprendía 186 poblaciones, de las cuales solo tres (Lorica, Mompox y Cartagena) lograban superar los cuatro mil habitantes. Concretamente, la ciudad contaba con una población total de 13 690 hombres y mujeres de todas las calidades, de los cuales el 49.3 % eran libres de todos los colores; 18.9 %, esclavos; 0.6 %, indígenas; 1.7 %, eclesiásticos, y 29.5 %, blancos17. Estas estimaciones vendrían a confirmar la importancia de los libres de color en la vida social de la ciudad y la capacidad que habían adquirido estos para presionar a las autoridades en coyunturas claves.
Y si vemos la base de la sociedad, los esclavos estaban muy distantes de una posible imagen que los representa maniatados por sus amos y las autoridades. Varios informes y disposiciones de las autoridades de Cartagena dan a entender que los esclavos tenían sus formas de apropiarse y de disfrutarse la ciudad. Uno de esos informes, rendido en 1752 por el obispo de la ciudad a las autoridades de Madrid, al tiempo que contiene una queja por lo que consideraba el abuso que cometían los amos contra sus esclavos, también deja entrever las formas como estos participaban de la vida cotidiana en los espacios públicos:
Que otras familias mantienen un número excesivo, no para ocuparlos en las casas, sino para enviarlos fuera, a ganar el jornal, y aunque una porción de estos, forma con utilidad del comercio, las cuadrillas que se ocupan de las cargas y descargas de los navíos, hay otros a quienes sus dueños reparten por la ciudad a distintos trabajos, y si el pobre esclavo no lleva a la noche el jornal acostumbrado, es azotado cruelmente. Que siendo esto tan malo es muy tolerable respecto a lo que pasa con las pobres esclavas (cuyo número es casi duplicado de el de los esclavos), porque algunas familias tienen catorce, dieciséis y aún diecisiete para que vayan a ganar el jornal, vendiendo tabacos, dulces y otras cosas, de que se sigue que si la esclava no es de conciencia escrupulosa (cosa rara en esta gente), o no puede vender lo que le da su ama, es preciso procure, si no quiere ser castigada cruelmente, sacar por medios ilícitos el jornal, habiendo amas de conciencia tan depravada, que si la negra no pare todos los años la venden por inútil. Que otras usan para aplicarlas a servir en diferentes casas particulares que las necesitan, sin el menor cuidado de las operaciones de la esclava, como si de ellas no hubiera de dar estrecha cuenta a Dios, y no falta alguna tan desalmada, que en dándole la esclava un tanto cada mes, le permite vivir a su libertad en casa aparte, siendo tropiezo de la juventud, la que nunca dice, hubiera creído, si como juez no le constara18. (Énfasis añadido)
Otro caso que ilustra la participación de los esclavos en la vida cotidiana es la situación ocurrida los días 19 y 24 de mayo de 1762. El negro esclavo Fernando Morillo (el Negrito), quien llevaba más de diez años como propiedad del coronel de infantería del batallón fijo homónimo, que llegó a ocupar la gobernación de la ciudad y su provincia, y para quien se desempeñaba como volantero, escribió, con su puño y letra, sendas cartas al virrey Pedro Messía de la Cerda informándole los maltratos a que era sometido por