Desde un punto de vista más amplio, premiar y castigar son parte de las técnicas de liderazgo. Sin necesidad de llegar a destruir, es decir, suavizando la postura de Maquiavelo, la aplicación clásica del palo y la zanahoria es una forma de fomentar la automotivación, siempre y cuando se lleve a cabo correctamente.
Hay que tener en cuenta que toda persona necesita ser valorada. Los seres humanos quieren sentirse útiles, o al menos que se cuente con ellos. Cuando no sucede así, se genera una resistencia cada vez mayor, hasta que el rechazo se convierte en agresión, y la agresión en subversión. En consecuencia, el «chantaje emocional» al que se somete a una persona para ganarse sus favores tiene que mantenerse de forma constante (aunque cambie la «forma»). Es una buena manera de garantizar su alineamiento, asegurarse su fidelidad y, sobre todo, nos evita el «tener que mirar una y otra vez a nuestras espaldas». Si esto no funciona, si el chantaje emocional y la manipulación social o personal no dan sus frutos, tendremos un enemigo dentro y, por tanto, una amenaza que esperará cualquier distracción nuestra para atacarnos.
La esperable y temida venganza
«Cualquier daño que se hace a los hombres debe ser tal que no se pueda temer una venganza».
La idea «maquiavélica» de evitar las posibles venganzas puede entenderse al menos de dos maneras: o bien actuar con contundencia para erradicar el problema de raíz, o bien ofender tan solo cuando no se teman posibles venganzas.
El estilo tradicional de resolución de conflictos consiste en exigir al otro que se comporte de una determinada manera, amenazándolo con que, si no cambia de actitud, nosotros le obligaremos a hacerlo. En consecuencia, si le ofendemos y no conseguimos doblegarlo, sin duda buscará la forma de vengarse.
En las últimas décadas se han llevado a cabo muchos estudios que han dado origen a la creación de una auténtica ciencia de la negociación, que se ha demostrado muy rentable en la política moderna. Incluso tenemos las populares soluciones win-win («tú ganas y yo gano») que son más o menos resolutivas según el caso, pero que tienen la ventaja de no centrarse en la venganza o en el revanchismo.
La única forma de cambiar o hacer que alguien cambie mediante nuestras críticas es hacerlo de manera al mismo tiempo asertiva y empática; es decir, pensar en cómo esa persona necesita que se le digan las cosas para que nos entienda y las acepte. Se trata de un proceso de manipulación, por supuesto, pero en el que el destinatario cree que tiene el control, cuando en realidad somos nosotros quienes mantenemos tal control. La empatía consiste en ponerse en el lugar del otro conociendo los intereses que tiene y satisfaciéndolos, al menos desde el punto de vista intelectual. En cuanto a la asertividad, consiste en fortalecer nuestra posición pero de forma no agresiva. Usando la empatía y la asertividad de forma combinada lograremos «influir sin ofender».
El arte de la negociación ha evolucionado y seguirá haciéndolo, aunque, por otro lado, la venganza entendida como castigo o como revancha por el daño causado también ha aumentado sus vías y medios. La ciencia y la tecnología la han revolucionado, porque la era de la información a golpe de clic proporciona mucho poder a quien sabe emplearlo, también para ofender o agraviar a su enemigo. Los métodos que hoy en día tenemos a nuestra disposición para ejercer la venganza y la ofensa ya no se limitan al mundo físico, pues se han multiplicado en el mundo virtual e hiperconectado. Evitar cualquier riesgo de «venganza» se hace cada vez más difícil.
Por otra parte, hay que señalar que la venganza ha sido y es uno de los pilares de muchas sociedades; hasta el punto de que, cuando se ofende gravemente a uno de sus integrantes, este o sus familiares y descendientes están obligados a vengarse, incluso muchos años después. Es algo a tener muy en cuenta cuando se ofende a alguien, pues no todas las personas reaccionan según los mismos valores que nosotros. En ciertos contextos, la venganza se convierte en inevitable una vez que la ofensa se ha producido, incluso si ha sido involuntaria.
O conmigo o contra mí
«[Debe] destruir a todos los que puedan causarle algún mal».
La lección que nos ofrece Maquiavelo es radical: o estás conmigo o estás contra mí. Y, por encima de todo, se trata de ganar siempre la partida, caiga quien caiga, haciendo lo que sea preciso, de la manera más eficaz en cada caso.
Conmigo o contra mí. En un modelo autocrático como el que propugna el autor, no existe punto intermedio entre estar a favor o en contra del gobernante. No se permite el disenso o la crítica fuera de los cauces establecidos y controlados por el sistema. El ciudadano es tan solo un eterno menor subsidiado y su margen para valorar o discrepar es muy reducido. Aquellos que, por lo que sea, no estén alineados con el poder, los críticos, los disidentes y cualquiera que ponga en duda el liderazgo, deben ser enajenados de su ciudadanía y, por tanto, eliminados o expulsados del territorio.
Esto se observa con frecuencia en el mundo de la política, incluso en regímenes democráticos que presumen de avanzados. En especial, en grupos políticos muy fanatizados ideológicamente que no aceptan la menor contradicción a sus postulados, por más que (de manera hipócrita) presuman de tolerancia y propugnen una total libertad de expresión, la cual solo permiten si coincide con su pensamiento extremista.
La razón de Estado lo justifica todo
«Se puede llamar crueldad bien empleada a la que se ejerce una sola vez, porque se necesita para consolidar el poder, o cuando tan solo se ejercen medios violentos para servir al pueblo. Las crueldades mal empleadas son aquellas que, aunque de poca importancia al principio, después van aumentando, en vez de ponerles fin».
Entre los aspectos que definen el estilo «maquiavélico» y que alientan la idea de que «el fin justifica los medios», encontramos el empleo de la crueldad e incluso del delito y la transgresión de las leyes, que se aceptarán siempre que resulten útiles para alcanzar los objetivos.
Este es un aspecto muy controvertido, pues nadie debería hacer uso de estas malas artes, ni siquiera desde las posiciones de mayor poder, para conseguir fin alguno. Sin embargo, la historia nos demuestra que han sido muchos los gobiernos que han cometido todo tipo de crueldades, arbitrariedades y delitos, acciones que ellos mismos habrían considerado como tales, justificándose con la «razón de Estado». Lo mismo hacen grupos políticos o ideológicos que aspiran a alcanzar el poder y que recurren a prácticas delictivas para conseguir fondos que les permitan continuar con sus planes, ya se trate del tráfico de alcohol, el narcotráfico, el proxenetismo o el sicariato.
Maquiavelo, al menos, pone un freno a su empleo y recomienda limitarlos, para evitar que aumenten o se perpetúen en el tiempo.
Pensar que, recurriendo a la razón de Estado o a la pervivencia del sistema, cualquier exceso posible supone una forma de justificar que los medios no importan, que para alcanzar el fin todo vale.
Otro asunto que podemos plantearnos es la definición de crueldad y delito, y qué actos se consideran excesivos. Lo cierto es que, a medida que la sociedad ha ido evolucionando, también lo ha hecho la interpretación de estos conceptos. Baste recordar que el esclavismo estuvo legalizado durante siglos.
Por otro lado, el momento transformador que vivimos nos muestra que la tipología de los delitos cambia, y cada vez más deprisa, y que surgen nuevas modalidades, hasta hace poco desconocidas. El mundo virtual se caracteriza por evolucionar más rápidamente que el marco normativo, lo que está facilitando nuevos tipos de delitos y dificultando su control. No cabe duda de que en el ciberespacio también se pueden cometer graves crueldades, con un potente efecto, en ocasiones devastador, sobre la vida de las personas afectadas.
Respetar la palabra dada
«La experiencia del tiempo presente nos demuestra que, entre los que más se han distinguido por sus hazañas