Para entenderlo, volvamos al comienzo del Evangelio de Juan (cf. Jn 1,35-38). El Bautista, al ver a Jesús, grita: «¡Este es el Cordero de Dios!», y Juan y Andrés se van detrás de él. «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?”» (Jn 1,38). ¿Qué buscáis? ¿Qué andáis buscando de verdad? ¿Tenéis hambre realmente de un significado para vuestra vida? Porque esta es la condición necesaria para seguirme. La muchedumbre que se reunía cada día para escuchar al Profeta, curiosa y tal vez divertida por las invectivas y las profecías oscuras de ese extraño personaje, no se dio cuenta de ese grito. Solo dos, Juan y Andrés, comprendieron, se levantaron y lo siguieron. Esperaban desde siempre al Mesías, al que salvaría a su pueblo, y, ante la pregunta de Jesús, respondieron curiosos: «Rabi, ¿dónde vives?». Se trataba de dos personas que, «a tiempo», habían alzado el rostro «hacia el pan de los ángeles».
En definitiva, es como si Dante dijese: Hemos hecho juntos este recorrido, pero quien ha llegado hasta aquí con motivaciones válidas pero flojas, por interés intelectual o por el gusto estético de la poesía, quien cree tener ya resultas las preguntas de la vida, es mejor que lo deje. Solo me podrá seguir quien tenga un deseo de verdad tan ardiente que esté dispuesto a descubrir cosas que van más allá de lo que creía posible. En otras palabras, únicamente me podrá seguir quien tenga una actitud verdaderamente moral; es decir, quien ame la verdad de las cosas más que las ideas que tiene sobre ellas, más que sus propios juicios previos.
Dante lanza este desafío al lector mientras se dispone a afrontar una empresa completamente nueva. Yo hago mío este desafío y os lo vuelvo a lanzar. Querido lector, aquí vamos a ir hasta el fondo de la realidad, vamos a descubrir que mirar a Dios a la cara no significa separarse del mundo, sino comprenderlo, entender qué es la vida humana, nuestra vida, cuando se vive a la luz del misterio de Dios.
TEOLÓGICO, ES DECIR, HUMANO
Para abordar el Paraíso de modo adecuado, para entender que también aquí se habla de nuestra vida terrena, cotidiana, en primer lugar es preciso desechar el prejuicio que lo acompaña.
De hecho, todos aquellos que hayan estudiado la Divina comedia en el colegio habrán escuchado decir resueltamente que la poesía del Paraíso es demasiado teológica, demasiado abstracta, y presenta imágenes ajenas a la vida real.1 Esto, sencillamente, no es verdad.
Para empezar, no es verdad que el adjetivo teológico sea exclusivo del Paraíso, ¡porque toda la Divina comedia es teológica! Todo el viaje de Dante está impregnado de la presencia de Dios; negado, objeto de blasfemia y añorado en el infierno, esperado y deseado en el purgatorio, gozado finalmente en el paraíso, Dios es el gran protagonista de todo el poema.
Dicho esto, es cierto que en el Paraíso la dimensión teológica, en sentido estricto —es decir, la reflexión racional sobre el misterio de Dios—, tiene una relevancia mayor. Quizá lo comprendamos mejor si decimos que el Paraíso es el canto más contemplativo. ¿Qué significa contemplativo? Contemplar deriva del latín templum ‘templo’, considerado como el recinto sacro; pero, antes de referirse a un lugar concreto, el término se empleaba para indicar el cuadrante del cielo al que los adivinos dirigían la mirada para observar el vuelo de los pájaros. Entonces, contemplar es mirar al cielo, mirar el espacio sagrado del cielo, el lugar donde reside Dios. Pero me gustaría añadir que, para Dante, contemplar quiere decir también gozar; contemplar es ver la verdad, aquello para lo que estamos hechos; por tanto, el máximo de la visión es el máximo del gozo.
Es preciso aclarar que decir que el Paraíso es el cántico más contemplativo no equivale a decir que no se ocupa de la vida del más acá; al contrario, según se sumerge Dante en la visión de Dios, más profunda se vuelve su comprensión de la vida terrena. Tratemos de comprender esta aparente paradoja.
En el último canto, cuando Dante se encuentra cara a cara con Dios, ¿qué es lo que contempla? Primero, la unidad de todos los elementos de la creación, que encuentra en Él su fundamento; por lo tanto, el misterio de la Trinidad y el misterio de la encarnación. Realmente, no hay nada más humano que esto.
Me explico. Cuando de niño estudié de memoria el catecismo de san Pío X, como se hacía entonces, entre las fórmulas que se aprendían y que nunca he olvidado estaba esta: «Los dos misterios principales de la fe son: unidad y trinidad de Dios, encarnación, pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo». La Trinidad y la encarnación son el núcleo, el corazón mismo de la doctrina cristiana, del anuncio que hace el cristianismo sobre la naturaleza de Dios.
Y, justamente por esto, son lo más alejado de lo abstracto, de lo desencarnado que se pueda pensar. Por el contrario, precisamente porque Dios es la raíz de toda la realidad, descubrir la naturaleza de Dios quiere decir descubrir el fundamento de la condición humana, poner bajo la luz adecuada los misterios fundamentales de la vida terrena. Recurro a las palabras de don Giussani, que han sido para mí una ayuda determinante para comprender de mayor lo que de pequeño había aprendido sin entender:2
«Dios uno y trino» no es una formulación abstracta, sino algo que pertenece a la raíz de la existencia de todos y cada uno de los hombres, que explica y aclara su sentido último. No se puede comprender al hombre mas que a la luz de este Dios uno y trino, a la luz del hecho de que el ser […] implique una realidad comunional. […] El anuncio de que el ser del que todo depende, en el cual todo acaba y del cual está hecho todo, es el uno absoluto y al mismo tiempo comunión, explica como ninguna otra cosa el modelo de la convivencia, sobre todo el modelo de la relación entre el yo y el tú, entre el hombre y la mujer, entre padres e hijos. Ningún análisis practicado con la sola razón logra explicar la paradoja del carácter único y múltiple que simultáneamente tiene la experiencia del hombre, el cual nunca pronuncia con tanta intensidad la palabra «yo», jamás percibe con tanta pasión la unidad de su propia identidad, como cuando dice «tú», o como cuando dice «nosotros» con el mismo amor con el que dice «tú».
Dicho de otra manera, el hecho de que Dios sea uno y trino es el misterio que responde a este interrogante: las relaciones que tenemos en nuestra vida, ¿conservan nuestra individualidad o la suprimen? ¡Es una pregunta fundamental! Si ponemos nuestra vida en común, si vivimos en compañía, si nos convertimos en un pueblo, ¿somos más nosotros mismos o lo somos menos? Si me confío a una relación —con la mujer, los hijos, los amigos…—, ¿soy más yo mismo o no? «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13) recita el Evangelio, y todos, creyentes o no, admiramos y estimamos a quienes sacrifican su vida por otros. ¿Por qué han realizado su humanidad entregándose a otros y no son unos fracasados?
La respuesta no resulta obvia en absoluto, porque la cultura moderna se ha construido sobre el culto al individuo. El ideal humano realizado es el individuo; es decir, alguien que se pretende independiente de todas las relaciones, percibidas como vínculos, como condicionamientos, alguien que afirma su propia singularidad contra todos y todo. Pero, al final, el resultado de este culto al individuo es una terrible soledad. Lo documenta el precioso libro de Mattia Ferraresi Solitudine, que recorre la trayectoria que, partiendo de la exaltación renacentista del individuo, culmina en las trágicas soledades que caracterizan a la sociedad contemporánea.3
En cambio, para la tradición cristiana, para el Medievo de Dante, el ser humano no es un individuo aislado, sino una persona. Persona es el término que el lenguaje teológico emplea para la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas. Aunque muchas veces utilizamos la palabra persona como sinónimo de individuo,