Antes de proseguir, aclaremos un punto a propósito de esto. El paraíso en sentido estricto se encuentra solo en este último cielo, donde las almas de los santos gozan de la visión de Dios. Sin embargo, Dante no llega directamente al empíreo, sino que atraviesa uno a uno los demás cielos, y en cada uno de ellos se encuentra con determinados grupos de bienaventurados. Como explicará Beatriz (cf. Par., IV, vv. 28-39), esto se produce porque los bienaventurados han dejado temporalmente su sede para salir a su encuentro, para indicarle un recorrido que, a través de los distintos grados de la santidad —volveremos sobre esto enseguida—, pueda educarlo paso a paso en su camino hacia Dios.
Me gustaría añadir algo sobre la fisonomía de los santos en el Paraíso. Como veremos, los bienaventurados no se limitan a mostrarse a Dante, sino que se entretienen bastante con él, y en sus conversaciones no hablan solo de sí mismos o del paraíso, sino que a menudo se detienen sobre los asuntos terrenales, y no pocas veces con un lenguaje que es de todo menos paradisíaco. Se plantean al respecto varias cuestiones: ¿Por qué los santos pierden el tiempo, por así decir, ocupándose de la tierra? ¿Y por qué hablan de ella en términos a veces tan fuertes?
Empecemos por la segunda pregunta. El Paraíso está lleno de expresiones bastante rudas: la «cuba» de la «sangre ferraresa» (Par., IX, vv. 55-56), «soportar el hedor» (Par., XVI, v. 55), «deja que quien tenga sarna se rasque» (Par., XVII, v. 129), y muchas otras. ¿Cómo es posible que los bienaventurados se expresen con términos tan poco acordes con lugar en que se encuentran? Para empezar, el recurso a expresiones tan coloridas y punzantes tiene un valor pedagógico. Es como si Dante usase este lenguaje para darnos a entender cómo se apasionan los santos por nuestra vida, cuán profundo es el vínculo que los une a nosotros, aquí en la Tierra. Un vínculo que podrá asombrar a quien tenga una imagen desencarnada del cristianismo, del paraíso, pero que es esencial en la concepción cristiana de la vida.
Utilizando el lenguaje teológico, podemos decir que, dado que la característica principal de la Iglesia es la unidad —«Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21)—, la Iglesia triunfante —la del paraíso— participa intensa y profundamente en la vida de la Iglesia militante, que sigue combatiendo su lucha en la Tierra. En palabras más sencillas, podríamos decir que los santos, hombres y mujeres que han experimentado toda la dureza de la condición humana, siguen participando en los sufrimientos y luchas de la humanidad. Es decir, que los santos son aquellos que han salido vencedores, que han jugado y vencido su partida; pero, justamente por eso, porque conocen el drama de la lucha, animan a los que todavía la están librando.
Ahondando más, podemos decir que es Dios mismo quien participa en los dolores y las pruebas de la condición humana. La encarnación no es un evento que se acabase con la vida y muerte de Jesús; por la resurrección de Jesús de entre los muertos, el evento de la encarnación sigue actuando en la historia.
Volvamos ahora a la estructura del cosmos. Otro aspecto que hay que tener presente, además de la forma, es el movimiento del cosmos, asunto que suponía un gran problema para los antiguos y medievales. ¿Por qué rotan las estrellas y los planetas, y lo hacen con un movimiento tan regular? La respuesta de la astronomía aristotélico-cristiana es ingeniosa. El Primer Móvil, explica Dante, se mueve con un movimiento «velocísimo» porque se ve empujado por el deseo de gozar plenamente de la cercanía de Dios, que está fuera de él. De este modo, con el fin de que cada punto suyo esté lo más posible en contacto con cualquier punto de Dios y, por tanto, pueda gozar más completamente del contacto con Él, el Primer Móvil se mueve con tanta rapidez «que su velocidad resulta casi incomprensible»3. A partir de este Primer Móvil, el movimiento se propaga después a los cielos que están por debajo, bajando desde el de las estrellas fijas hasta el de la Luna.
A esta explicación del movimiento de los cielos acompaña otra que, en cierto sentido, la integra: el movimiento de cada una de las esferas celestes está gobernado por uno de los coros angélicos. Según la teología medieval, los ángeles están divididos en nueve coros, que en la imagen dantesca rotan alrededor de Dios en círculos concéntricos (Par., XXVIII, vv. 16-39); los más cercanos a Él son los serafines, después vienen, por orden, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles.4 Y cada uno de estos coros se ocupa, por así decir, del movimiento de uno de los cielos: los serafines presiden el movimiento del Primer Móvil, los querubines el de las estrellas fijas y así hasta llegar a los ángeles, que regulan el ciclo de la Luna.
Asimismo, a través de estas jerarquías de cielos y coros angélicos, no solo baja a la Tierra el movimiento del empíreo, sino que lo hacen también las virtudes;5 es decir, todas las potencias y las capacidades que Dios introduce en la creación. Como explica Beatriz en el Canto II (cf. Par., II, vv. 112 y ss.), Dios infunde en el Primer Móvil su potencia creadora, que desde allí desciende al cielo de las estrellas fijas. Aquí da comienzo una diferenciación, porque cada constelación no recibe toda la energía de Dios, sino que absorbe de ella únicamente algún rasgo, y por ello la refleja hacia abajo según un matiz determinado. Según va bajando, la potencia divina impregna los cielos de los distintos planetas, y cada uno de estos redistribuye hacia abajo la virtud específica que ha recibido de lo alto según sus propias características; de modo que, grado a grado, la energía creadora de Dios sigue modificándose, y llega a la Tierra en diferentes formas.
De este modo, todo el universo se concibe como una totalidad orgánica en la que, partiendo del único impulso creador de Dios, todos los elementos distintos que forman parte de él están vinculados entre ellos y remiten al Creador, como explica Beatriz ya en el Canto I: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios» (Par., I, vv. 103-105).
En el marco de esta gran arquitectura, Dante organiza los temas que ha de abordar. Aquí es preciso señalar que en el Infierno y el Purgatorio había dedicado un espacio a la explicación de su estructura en relación con la distribución de los pecados (cf. Inf., XI, vv. 1-66; Purg., XVII, vv. 91-139), mientras que en el Paraíso no encontramos una reflexión análoga sobre el orden de las virtudes. Sin embargo, la pasión racional de Dante por el orden del mundo, que se refleja en la escritura rigurosa de su poema, no podía desde luego fallar aquí; de hecho, creo que el orden con que construye el recorrido es claramente reconocible. Veámoslo.
Los cantos del I al IX, como los otros cánticos, son introductorios y plantean el tema del orden del mundo, percibido en sus distintos aspectos:
— Luna, el orden del cosmos:
• Cantos I-II: orden del cosmos.
• Cantos III-V: la libertad del hombre frente a fuerzas superiores a Él.
— Mercurio, el orden de la historia universal:
• Canto VI: la historia política: el Imperio.
• Canto VII: la historia religiosa: la redención.
— Venus, el orden de la historia personal; es decir, el sentido de las inclinaciones de cada uno:
• Canto VIII: para el bien social.
• Canto IX: para la salvación personal.
Los cantos del X al XXII tratan las distintas virtudes, por así decir, humanas:
— Sol (cantos X-XIV): la verdadera sabiduría.
— Marte (cantos XV-XVIII): el testimonio hasta el martirio.
— Júpiter (cantos XIX-XX): la justicia humana y la justicia divina (el misterio de la elección de Dios).
— Saturno (cantos XXI-XXII): la contemplación del misterio de Dios y el compromiso en la historia.
Finalmente, los cantos XXIII al XXXIII abordan las virtudes teologales y marcan el camino hacia la contemplación del mismo Dios:
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