En El convite analiza precisamente el dinamismo del deseo: «El sumo deseo de toda cosa, dado en primer lugar por la misma naturaleza, es el retorno a su principio. Y como Dios es el principio de nuestras almas […], el deseo principal de esa alma es retornar a Dios. Y así como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido, cree que toda casa que ve desde lejos es un albergue, y, viendo que no es tal, dirige su esperanza a otra, y así de casa en casa hasta que llega al albergue, de la misma manera nuestra alma, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo» (IV, XII, 14-15).
El itinerario de Dante, particularmente el que se ilustra en la Divina comedia, es realmente el camino del deseo, de la necesidad profunda e interior de cambiar la propia vida para poder alcanzar la felicidad y de esta manera mostrarle el camino a quien se encuentra, como él, en una «selva oscura» y ha perdido «la recta vía». Además, resulta significativo que su guía, el gran poeta latino Virgilio, desde la primera etapa de este recorrido, le indique la meta que debe alcanzar, animándolo a que no se rinda ante el miedo y el cansancio: «Pero tú, ¿por qué vuelves a tanta pena? / ¿Por qué no subes al deleitoso monte / que es causa y principio de toda alegría?» (Inf., I, 76-78).
POETA DE LA MISERICORDIA DE DIOS Y DE LA LIBERTAD HUMANA
No se trata de un camino ilusorio o utópico, sino real y posible, del que todos pueden formar parte, porque la misericordia de Dios ofrece siempre la posibilidad de cambiar, de convertirse, de encontrarse y encontrar el camino hacia la felicidad. A este respecto, son significativos algunos episodios y personajes de la Comedia que manifiestan que ninguno en la tierra es excluido de dicho camino. Como, por ejemplo, el emperador Trajano, pagano y, sin embargo, situado en el Paraíso. Dante justifica así esta presencia: «Regnum coelorum sufre violencia / del cálido amor y de la viva esperanza, / que vence a la divina voluntad / no a la manera que el hombre sobrepuja al hombre, / sino que la vence porque ella quiere ser vencida, / y al serlo vence, a su vez, con su benignidad» (Par., XX, 94-99). El gesto de caridad de Trajano hacia una «pobre viuda» (45), o la «lagrimita» de arrepentimiento derramada en el momento de la muerte por Buonconte da Montefeltro (Purg., V, 107) no solo muestran la infinita misericordia de Dios, sino que confirman que el ser humano siempre puede elegir, con su libertad, el camino a seguir y el destino que ha de merecer.
En esta perspectiva, es significativo cómo el rey Manfredi, ubicado por Dante en el Purgatorio, evoca su fin y el juicio divino: «Después de tener mi cuerpo herido / por dos golpes mortales, me volví / llorando hacia Aquel que se complace en perdonar. / Horribles fueron mis pecados, / pero la bondad infinita tiene brazos tan largos / que toma en ellos a quien a ella se vuelve» (Purg., III, 118-123). Pareciera divisarse la figura del padre de la parábola evangélica, con los brazos abiertos, dispuesto a acoger al hijo pródigo que vuelve a él (cf. Lc 15,11-32).
Dante se convierte en paladín de la dignidad de todo ser humano y de la libertad como condición fundamental tanto de las opciones de vida como de la misma fe. El destino eterno del hombre —sugiere Dante narrándonos las historias de tantos personajes, ilustres o poco conocidos— depende de sus elecciones, de su libertad. Incluso los gestos cotidianos y aparentemente insignificantes tienen un alcance que va más allá del tiempo, se proyectan en la dimensión eterna. El mayor don que Dios ha dado al hombre para que pueda alcanzar su destino final es precisamente la libertad, como afirma Beatriz: «El mayor don que Dios, en su liberalidad, / nos hizo al crearnos, el que está con la bondad / más conforme y el que más estima, / fue el del libre albedrío» (Par., V, 19-22). No son afirmaciones retóricas y vagas, porque surgen de la existencia de quien conoce el precio de la libertad: «Va buscando la libertad, que es tan amada / como sabe el que desprecia la vida por ella» (Purg., I, 71-72).
Pero la libertad, nos recuerda Alighieri, no es un fin en sí misma, es condición para ascender continuamente, y el recorrido a través de los tres reinos nos ilustra plásticamente precisamente este ascenso hasta tocar el cielo, hasta alcanzar la plena felicidad. El «alto deseo» (Par., XXII, 61) que suscita la libertad solo puede extinguirse cuando se llega a la meta, a la visión última y a la bienaventuranza: «Y yo, que al fin de todos los deseos / me aproximaba, puse término como debía / a la vehemencia de mi ardor» (Par., XXXIII, 46-48). El deseo también se hace oración, súplica, intercesión y canto que acompaña y marca el itinerario dantesco, del mismo modo que la oración litúrgica marca las horas y los momentos de la jornada. La paráfrasis del Padrenuestro que propone el poeta (cf. Purg., XI, 1-21) entrelaza el texto evangélico con la vivencia personal, con sus dificultades y sufrimientos: «Venga a nos la paz de tu reino, / porque no podemos alcanzarla por nosotros mismos si ella no viene. […] El pan nuestro de cada día dánosle hoy, / porque sin él, en este áspero desierto, / hacia atrás camina quien más adelante se afana por ir» (7-8, 13-15). La libertad de quien cree en Dios como Padre misericordioso, no puede más que confiarse a Él en la oración, y esto no la perjudica en absoluto, por el contrario, la fortalece.
LA IMAGEN DEL HOMBRE EN LA VISIÓN DE DIOS
En el itinerario de la Comedia, como ya señaló el papa Benedicto XVI, el camino de la libertad y del deseo no lleva consigo, como tal vez se podría imaginar, una reducción de lo humano en su realidad concreta, no saca fuera de sí a la persona, no anula ni omite lo que ha constituido su existencia histórica. De hecho, incluso en el Paraíso, Dante presenta a los bienaventurados —«las blancas vestiduras» (XXX, 129)— con su aspecto corpóreo, recuerda sus afectos y sus emociones, sus miradas y sus gestos. En definitiva, nos muestra a la humanidad en su realización perfecta de alma y cuerpo, prefigurando la resurrección de la carne. San Bernardo, que acompaña a Dante en el último tramo del camino, le muestra al poeta los niños presentes en la rosa de los bienaventurados y lo invita a observarlos y escucharlos: «Bien te puedes dar cuenta, por los rostros / y también por las voces pueriles, / si los miras atentamente y los escuchas» (XXXII, 46-48). Resulta conmovedora esta revelación de los bienaventurados en su luminosa humanidad completa que no sólo está motivada por sentimientos de afecto hacia los propios seres queridos, sino sobre todo por el deseo explícito de volver a ver los cuerpos, los semblantes terrenales: «que bien mostraron el deseo de recobrar sus cuerpos mortales, / tal vez no por ellos mismos, sino por sus madres, / sus padres y otros seres que les fueron queridos / antes de convertirse en llamas sempiternas» (XIV, 63-66).
Y finalmente, en el centro de la última visión, en el encuentro con el misterio de la Santísima Trinidad, Dante distingue precisamente un rostro humano, el de Cristo, el de la Palabra eterna hecha carne en el seno de María: «En la profunda y clara sustancia / de la alta luz se me aparecieron tres círculos / de tres colores y una dimensión […]. Aquel círculo, / que me parecía en ti como luz reflejada, / cuando con mis ojos la contemplé en torno, / dentro de mí, con su color mismo, / me pareció representada nuestra efigie» (XXXIII, 115-117, 127-131). Solo en la visio Dei se sacia el deseo del hombre y su fatigoso camino termina completamente: «Mi mente iluminada / por un fulgor que satisfizo su deseo. / A la alta fantasía le faltaron aquí las fuerzas» (140-142).
El misterio de la encarnación, que hoy celebramos, es el verdadero centro inspirador y el núcleo esencial de todo el poema. En este se realiza lo que los padres de la Iglesia llamaban divinización, el admirabile commercium, el intercambio prodigioso mediante el cual, mientras Dios entra en nuestra historia haciéndose carne, el ser humano, con su carne, puede entrar en la realidad divina, simbolizada por la rosa de los bienaventurados. La humanidad, en su realidad concreta, con los gestos y las palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, con el cuerpo y las emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la verdadera felicidad y la realización plena y última, meta de todo su camino. Dante había deseado