Los exteriores fueron prescindibles; por tacañería pero también por una razón esencial: el hogar era concebido como si fuera el universo. Los dueños de la casa dominaban la planta alta, se lucían en la planta baja e irrumpían soberbiamente en la cocina. Natacha se reservó la intimidad de su cuarto humilde donde lloraba sola y apachurraba a su muñeca, pero tenía libertad relativa en la cocina y permiso de trabajo para pasear por los otros ambientes. Las visitas se quedaban en la sala, el espacio central de las confrontaciones dramáticas y el decorado más extenso y laborioso de todos. Las sorpresas fraguadas en el mundo exterior irrumpían con solo abrir la puerta. Dentro de poco la dramaturgia folletinesca será un constante abrir y cerrar de puertas, desafiando la credibilidad con tanta imprudencia.
Cuando Rojo, incapaz de resistir presiones y chantajes familiares viaja a Nueva York, se sigue percibiendo el mismo encierro. Natacha, pese a no haber experimentado el radical cambio de personalidad de María Ramos, saca un poco de valor bajo la manga y viaja a liberar a su hombre de los afectos de la doctora interpretada por Meche Solaeche. En un decorado indigente, un par de mesas de mantel largo y floreros con rosas de plástico, se produce el encuentro casual. Una ventana abierta a una cartulina negra con rascacielos silueteados nos dice de refilón que estamos en Manhattan.
La tacañería queda corta para explicar tamaña austeridad en una novela que se vendió al continente antes de nacer; la razón es más profunda. Volvemos a la filosofía de la simpleza doméstica. La ciudad, sea Lima o la mismísima Nueva York, son reflejos ampliados, ondas concéntricas alrededor del remolino del hogar. El decorado se prolonga de la cocina de Natacha, al hall de la mansión que en realidad no es una mansión sino un chalet o departamento parecido al de miles de televidentes, y de allí a un rincón íntimo de la gran cosmópolis del planeta. El encierro se vierte hacia afuera y persigue a Natacha hasta Manhattan. La charapa se consume entre sus cuatro paredes y, con señorito finalmente atrapado y mentón en alto, nunca triunfa, nunca llega a ser otra que ella misma. Las únicas diferencias son un mandil guardado, un plumero perdido, y un beso del señor al llegar del trabajo. Natacha se convierte en ama de casa para sentarse, sin hacer nada, a ver otras telenovelas, al lado de otra chola que sueña con ser Natacha.
Cuando terminaba el turno de grabación de Simplemente María a las 3 de la tarde en la Feria del Pacífico, entraban Natacha y su gente a trabajar de 3 a 10 de la noche. La fábrica prácticamente se limitó a estas dos novelas durante 1970, pues rendían bastante y la amenaza estatizante disuadía de invertir en el género. Barrios Porras y Cefferino Pita se encargaban de la dirección y las cámaras y Radovich supervisaba el producto. Leonardo Torres también ofició de director. La audiencia aumentaba con el número de televisores vendidos y las ventas al exterior marcaban varios azules; dos estímulos para el afán de superación... o para el facilismo.
En 1970 el boom exportador empieza a replegarse sobre sí mismo, economiza lenguaje e inspiración, retacea y prolonga sus obras. Vlado Radovich nos contaba de su profunda depresión cuando su jornada se agotaba en María y Natacha, dos productos de factura cada vez más inmediatista y rating cada vez más espectacular. El pequeño star-system se desperdiciaba en pequeños papeles y los directores se aquilataban por su velocidad, no por su calidad. El prolífico Tito Davison, el realizador chileno afincado en México, fue importado para dirigir el largometraje a colores Natacha. El casi era el mismo de la novela: Ofelia Lazo, Gustavo Rojo, Alfredo Bouroncle, Inés Sánchez Aizcorbe, Luis Álvarez, Alberto Soler, Fernando de Soria, Nerón Rojas, Miguel Arnáiz, Eduardo Cesti y las “actuaciones especiales” de dos miembros del inactivo clan Ureta-Travesí, Gloria y Gloria María. A Blume le iba a tocar el pequeño papel de un flirt de Gloria María Ureta que cumplió Cesti, pero protestó por la minimización a que lo pretendía someter el canal tras el boom de María. El impasse se resolvió en un juicio que ganó Blume y cuyo testigo, Cesti, fue vetado unas temporadas por el 5.
Lo único que podía colorear la agonía de la fábrica telenovelera de los Delgado Parker en vísperas del golpe estatizador, eran las joint-ventures con otra industria novelesca de la región.
El barrio y el salón de clase
Desacelerar el ritmo de producción para mejorar la calidad con el concurso de talentos importados. Era lo último que se podía hacer por la telenovela inafecta. Pronto la reforma militar llegaría a la televisión y entre lo poco que se sabía de su plan televisivo estaba la condena del género a la hoguera. Los Delgado Parker decidieron coproducir capítulos con la televisión extranjera, grabando en Perú mientras se pudiera. Antes, dejaron una inconclusa Rosas para Verónica, grabada con gran apuro para aprovechar el estrellato de Saby Kamalich y el prestigio del mexicano Ignacio López Tarso, acompañados del argentino Carlos Estrada y de Gloria Travesí; y Un verano para recordar, encargo para Ofelia Lazo apenas terminada Natacha, en doble papel de buena y de mala. Mejores resultados obtenía con el primero. La acompañaban el argentino Estrada y el mexicano Miguel Palmer.
El adorable profesor Aldao era un libreto del argentino Alberto Migré que entusiasmó a los amigos mexicanos del 5. Traía dos novedades que valían oro: Un nuevo espacio, lejos del hogar, para un género que ya no soportaba la claustrofobia doméstica de Natacha, y personajes adolescentes para captar, por primera vez, la atención de la platea juvenil. El salón de clase donde se producen los primeros arqueos de cejas y juegos de pestañas entre el maestro Julio Alemán y la discípula huérfana Regina Alcóver (Viviana Ortiguera), cuya tía tutora está también enamorada de Aldao; era flamante en el folletín de la región aunque desde décadas atrás el cine lo empleaba con suceso en dramas generacionales y comedias sentimentales. La historia de amor dispar rompía la solemnidad folletinesca, y creaba un coro juvenil de risitas, chismes, envidias y malentendidos, hasta acabar en matrimonio con un galán culto como puede ser un profesor de secundaria, lo que no era poco en el mundo de la telenovela patriarcal.
Las aulas y pasillos del colegio tenían un cargamento dorado: chicas coquetas, sumisas aunque a veces altaneras, caracteres desinhibidos que deshielaban a los académicos. Alemán, hermano mayor de los nuevaoleros del cine mexicano, era una estupenda apuesta para el papel. Un galán duro con reacciones suaves. Con Patricia Aspíllaga, la tía Constancia, sí hubo desavenencias. Genaro Delgado Parker la hizo regresar de México para que se incorporara como tía mandona y finalmente perdedora a un cast que el productor Radovich ya había dispuesto en torno a Alemán y a su sobrina de ficción Regina Alcóver. Con Patricia se perdería el tufo adolescente de la historia para ganar gravedad y estilización folletinesca; el desprejuicio del affaire amoroso entre profesor y alumna no saldría tan triunfante con la irresistible Patricia pretendiendo también a Alemán. A Radovich no le interesaba como a Genaro Delgado Parker el lado de Patricia en la novela, así que abandonó su puesto y entró en escena el argentino Martín Clutet para dirigir los dos capítulos semanales de esta novela antimaratónica. Ya sin Alemán, muerto por atropello como en tanta novela de remate desesperado (como en este caso que el galán debía regresar a México por urgencias familiares) y reemplazado por su compatriota Miguel Palmer, Aldao motivó en junio de 1971 la secuela La inconquistable Viviana Ortiguera, dirigida por José Vilar.
Los negocios mexicanos de los Delgado Parker empezaron con el flujo exportador de telenovelas a mediados de los años sesenta. Los Delgado Parker no compraban a México tanto como el 4 y, por el contrario, sí vendían. El boom de Simplemente María remeció la identidad folletinesca de los mexicanos y fue gran carta de presentación cuando se fundó