Pongamos como ejemplo a El prófugo, dirección escénica de Germán Vegas Garay y técnica de César Cefferino Pita. El argumento original de Gloria Travesí, marca el tramo final de un camino árido, el no va más de una modernidad falsa o equivocada. Es una intriga urbano-criminal sobre un hombre desaparecido y vuelto a aparecer años más tarde para echar a perder el nuevo romance de su esposa; hasta que una carta sacada de la manga —una hermana gemela, una identidad solapada, una filiación secreta, lo mismo da— fuerza el happy-end. La imagen que promueve comercialmente la novela es a la vez su epítome: la heroína, bien a la moda con peinado cabezón de los sesenta, rostro en una de las tantas variantes de la turbación folletinesca y las manos crispadas sobre el aparato telefónico, espera una exótica larga distancia.
Que las entradas y salidas teatrales se reemplacen por el hilo telefónico, los encajes y brocados por la minifalda, son meros datos de fecha y fachada, a lo sumo síntomas de una escritura que quiere coger apariencias de los nuevos tiempos, aprehender el progreso de las comunicaciones, la ciencia y la criminología. Pero de poco sirven si la dramaturgia y sus estructuras profundas siguen tan remolonas. Los recursos pasivos, los secretos y engaños, reprimen en exceso la conducta activa de los protagonistas; siguen abonando el terreno de la fatalidad, de la nobleza y la bastardía como condición social infranqueable, de las leyes de Dios y del Talión. Que en una novela contemporánea los hijos sean sometidos a los test de laboratorio para determinar científicamente su filiación solo vale para consagrar el arcaísmo con procedimientos modernos. En el origen seguirá pesando como plomo el trueque de cunas en la maternidad y las leyes de las barreras sociales en un Perú en plena efervescencia de cholos y migrantes.
Hacía falta un tsunami que removiera las estructuras profundas y les arrancara al menos una concesión: una heroína resuelta a progresar, a modernizarse, a cambiar de condición social sin olvidar su origen plebeyo. Lo demás podría mantenerse —y vaya que así se mantiene hasta hoy en tanto folletín de la región— en estado de suspensión.
María, un mito cama adentro 40
Por fin, la fábrica estaba en condiciones de hacer un producto de envergadura. El fantasma de la estatización aullaba en 1969 y había que apurarse a invertir rompiendo los estándares. ¿Por qué no investigar el mercado latino hasta encontrar la gran idea original? ¿Por qué no ampliar la ronda de personajes y estirar las temporadas? ¿Por qué no actualizar el género modernizándolo, no tanto en estilo sino en contenidos? ¿Por qué no apostar a un mito con cama adentro, que obtenga una audiencia fija como nunca se tuvo, mañana y noche? Los Delgado Parker encontraron en Buenos Aires el argumento perfecto para la novela moderna y desarrollista que el Perú y América Latina querían. Al menos, la que un público saturado de folletines impersonales y abstraídos estaba dispuesto a convertir en rito diario. La clásica telenovela rosa tenía que ser remecida desde dentro.
La ambición panamericana no esperó a ver el suceso local de Simplemente María, nació antes que ella. Los Delgado Parker querían golpear de veras en un continente donde salvo la industria mexicana exportadora, no despuntaba ninguna otra. Si la fábrica del distrito federal mexicano, pese al chauvinismo de su entorno, lanzaba productos de relativa asepsia cultural; en el Perú, donde nunca han pesado demasiado los lastres folclóricos, era más sencillo apostar a la universalidad. Pero la apuesta necesitaba un complemento dialéctico, una idea-fuerza-social que partiendo del Perú centralista (y de Argentina, donde se compró el libreto) se regara a América Latina y al mundo. Había que ser universales y a la vez concretos, etéreos pero telúricos.
María aborda un tren que tiene los mismos puntos de partida y llegada en cualquier nación centralista: el interior y la capital. La migración ferroviaria es insignificante en el Perú pero María Panamericana tenía que llegar en tren. Las carreteras son una multiplicación de itinerarios particulares, los rieles son la huella de un esfuerzo y un viaje colectivos. El primer figurante que tiene palabras de cortesía con María es otro agente del desarrollo, un doctor rural. El efecto realista de esta primera exposición tenía que ser convincente, varias escenas fueron filmadas en 16mm en exteriores y el director Carlos Barrios Porras consiguió a un médico auténtico, el doctor Jorge García Calderón (hermano de Ernesto, locutor del canal y también médico), para asumir el papel. El arribo a Lima es proverbial, en prominente detalle la estación Desamparados luce su frontis. La referencia geográfica es gratuita, el nombre es el que pesa.
Simplemente María fue vendida por la argentina Celia Alcántara sin que su autora vislumbrara el hit mundial que tenía en sus manos. A lo sumo, esperaba un impacto regional, cuando vino a Lima invitada a la conferencia de prensa que anunció el lanzamiento de la novela. Su puesta en el aire porteño tenía un antecedente radial de 1948. Se llamó Amares una palabra, pues el título original ansiado por la Alcántara, Cabecita negra, despertó ánimos censores; y de allí no se reescribió sino hasta 1967, como telenovela para ser interpretada por Irma Roy.41 Pero más que el éxito porteño fue el argumento el que sedujo a los peruanos. Había algo detrás de su heroína, un empeño arribista, un viento reformista, un drama promedio social con conmovedores trazos de amistad, todo eso a la vez, que los peruanos creyeron que podría ayudar a saldar la cuenta pendiente que el género tenía con su público femenino en expansión y con algunas urgencias dramáticas de la región.
Una chica voluntariosa no bastaba para el cambio pero sí una bandada de pájaros migratorios, la tensión contenida en un estado de vida y de conciencia —el agro— que decide acceder a las oportunidades urbanas y a la pequeña empresa. Como lo fue en el melodrama hindú, en el cine nacionalista del Indio Fernández o en la vertiente urbana del Cinema Novo, la migración es el gran tema de la dramaturgia del desarrollo. En el melodrama de antaño el mismo viaje era necesariamente de perdición, de estupro urbano, de contaminación de la pureza bucólica traída de los campos con los vicios metropolitanos, pero el desarrollismo enseña a sus héroes y heroínas arquetípicas a sobreponerse a esas calamidades y aceptar los procesos de urbanización. La televisión nacional leía en el aire de la región, sin ser lo políticamente consciente que es ahora, una urgencia de reforma y de movilidad social que la ficción podía atender sin mayores dificultades.
El gobierno militar, tan receloso de los medios, jamás lo entendería así, pero María Ramos, campesina expulsada por el atraso rural para triunfar en la metrópoli inicua, es una heroína reformista. No hay príncipe azul que sea agente de su cambio de fortuna; al contrario, este se comporta como un señorito cobarde (Ricardo Blume) que la deja preñada y alborotada. Es la propia María la que se empeña en cambiar su rumbo. Ayudada por el generoso profesor Esteban (Braulio Castillo), decide levantar el mentón. Despejado el cuento de hadas con ese azar de falsa cenicienta que pone a María ante el príncipe equivocado (aunque más tarde puesto en vereda por ella misma), queda el camino del aprendizaje del alfabeto y de los mandamientos para sobrevivir en la metrópoli.
Si la migración es el gran plot de la dramaturgia del desarrollo, la educación es la gran motivación