Con tantas horas y latas por llenar los jefes de Panamericana postergaron la atención de algunos grandes asuntos de televisión. El color fue un sueño apenas esbozado antes de la estatización, y la expansión territorial, antes del satélite y las microondas, fue lenta y algo corta de cable. Pero había más horas nacionales que nunca.
Hacia 1966 la fábrica había perpetrado una treintena de novelas. La gran mayoría eran grabadas pero difícilmente exportables. Tal era su economía de lenguaje y de producción que la mirada fija del teatro pesaba como plomo en el espectador que conocía las novelas mexicanas del 4. Carlos Barrios Porras, el más prolífico productor-director de folletines, incluyendo largas temporadas de Simplemente María en su haber, describe las estrecheces del viejo sistema:
Había una sola máquina de videotape. Mi turno empezaba a las 2 de la tarde y a las 6 me quitaban las dos cámaras y yo tenía que hacer cinco capítulos de media hora con sus comerciales adentro. A estos también los grabábamos porque no había forma de editar, no había posproducción. El resto de la semana ensayábamos con los actores.35
El modelo no daba para más. En tres años la televisión volvió al teleteatro que había provocado la rebelión de la telenovela; para colmo, este se hacía extremadamente largo y se difería su puesta en vivo. La grabación corrida solo incrementaba la producción por turnos pero no permitía editar ni diseñar secuencias con dinámica cinematográfica. De poco servía.
El cambio fue radical. Una nueva máquina de videotape entró a operar para posproducir novelas y los planes de trabajo se pusieron patas arriba: En lugar de grabar cinco capítulos seguidos, se grabaría uno por día. No se ensayaría toda la semana para soltar en una sola expiración el rollo contenido, sino que se respiraría a modo de cine, ensayando cada escena una vez y en seco antes de echar a correr la cinta. El actor no tenía ocasión de memorizar el capítulo entero pero podía hacerlo por puchos. Si la mnemotécnica le fallaba podía recurrir al relevo electrónico de la “chuleta”: el audífono o el teleprompter.36 No solo los actores se beneficiaban de aquel sino los miembros del equipo técnico. Finalmente, la posproducción editaría secuenciando, corregiría errores, introduciría efectos dramáticos y de estilo.
Las posibilidades exportables se dispararon. El Perú había aprendido a forjar novelas al soplete y ahora conocía un sistema de producción que pulía el tosco resultado. Tenía un pequeño star-system y, en medio de él, al clan Ureta-Travesí organizado para la división del trabajo: Juan hacía los contactos y coordinaba a la familia; Elvira prestaba su aplomo actoral que era inmenso; Gloria escribía y también actuaba; su hijo, Fernando Larrañaga, fungía de joven galán y Gloria María Ureta, hija de Juan y Elvira, era la dúctil heroína. Pero los clanes solo sirven para mantener espacios enconirados, son impermeables a la innovación y a los talentos excéntricos. Los Ureta-Travesí solo adquirieron rango exportable cuando se disgregaron en otras novelas. Para estas los Delgado Parker firmaron varios contratos felices con los actores de mejor técnica y mayor naturalidad en el medio: Saby Kamalich, Ricardo Blume, Vlado Radovich, Patricia Aspíllaga, José Vilar, Ofelia Lazo y un trashumante Jorge Mistral. También estimularon a artesanos de planta como Carlos Barrios Porras a competir con el español Manolo Calvo (hermano de Armando), importado desde México para dirigir las novelas más pretensiosas.
La producción se fijó estándares de cantidad y calidad. Los primeros se limitaron por lo general a sesenta capítulos de 22 minutos (la media hora neta de televisión) para cubrir tres meses de programación. El libreto podía ser un original de Gloria Travesí, una adaptación de Corín Tellado, o alguna compra en el mercado de argumentos latinos para una docena de personajes pegados con ventosas a los lados de un triángulo amoroso. Superados esos mínimos empaquetables, recién podía entrar a tallar el afán de venta y la pretensión de calidad. Así se costeó el vestuario y la utilería para unas cuantas novelas históricas, se estiraron los capítulos y la ronda de personajes de algún folletín que prometía y se exploró el mercado argentino y brasileño en busca de argumentos renovables. La cantidad entre 1966 y 1969 (una docena anual en promedio) avanzó menos que la pretensión, pues en 1970 sólo dos títulos, Simplemente María y Natacha, tenían ocupado a todo el elenco de la fábrica.
Se abusó de la solemnidad y de los recursos pasivos (secretos, chantajes, amnesias, filiaciones desconocidas) del melodrama tradicional, de sus polaridades maniqueas y su indefensión frente a la fatalidad (de los temas pero también de la escritura) y no se inventó la novela idiosincrática, ni se exploraron los escenarios naturales, ni la fantasía ni el folclor; pero sí se hurgó en la intriga policial, en la historia sulpiciana de Santa Rosa de Lima, en el trauma de los migrantes y, al final del período, con Nino y Me llaman Gorrión entró al género un fuerte soplo de cotidianidad que, lamentablemente, fue congelado por la estatización forzada.
Años de novela
1966
Paula, primera heroína de 1966, bajo su fachada de rutina, prometía grandes mejorías. Por eso los Delgado Parker la llevaron en un paquete de muestra hacia México. Saby Kamalich y Ricardo Blume, el tándem estelar del folletín limeño, se reunían por primera vez en una novela de Panamericana (aunque coincidieron 100 veces en otras tablas) ante la mirada paternal del primer actor Luis Álvarez, cuyo desdén por la televisión se colaba en sus gestos dándoles un matiz de enfado muy apreciado por los directores. Saby, guapísima, actriz repleta de técnicas pero con su voz desnuda de teatralidad, con un dejo de ningún lugar que luego se fundiría frescamente con el de María Ramos, sabía mejor que nadie construir ese estado de “fragilidad irrompible”, de perenne turbación de la víctima de mil absurdas calamidades, de ese ser que acusa todos los golpes de los malos y acata todos los mandatos del destino, porque siendo tan tonta en su interior tiene una coraza de acero, de orgullo y de principios. A su lado, los solemnes característicos de formación teatral se deshielaban y los galanes encontraban ocasión para un romance abstracto y sublimado, en el que casi se podía dejar de extrañar la mera sensualidad, que no es que Saby careciera de ella, sino que el género no le pedía que la hiciese explícita.
Saby Kamalich estuvo muy atareada en 1966. En marzo protagonizó La voz del corazón con José Vilar, tan buen galán de alcoba como comediante de salón, y en junio recibió en el triángulo de El precio del orgullo, primera novela estelar programada interdiario y por la noche, a dos flamantes contratos del canal: al español Jorge Mistral, fugado del cine mexicano y de varios rodajes itinerantes, y a Vlado Radovich, quien, tras la extenuante aventura fílmica de Taita Cristo, regresaba al 5 en principio a actuar y poco después a dirigir novelas y ser el productor ejecutivo de la fábrica entera. Siendo novela fina, los directores Roberto Airaldi y Fernando Luis Casañ proscribieron el apuntador. Gloria Travesí debía escribir entre 35 y 40 páginas por capítulo y la infaltable botella de pisco de Mistral deprimió a Radovich37 hasta que recibió un encargo mayor: protagonizar al lado de Saby Se solicita una enfermera, primera novela dirigida por el importado Manolo Calvo (hermano de Armando) y colocada poco después en el mercado mexicano. Se descontinuó allí tras pocos capítulos, pero aquí gustó al punto de ser repuesta en 1968. Saby siguió más atareada que los otros. Compareció en Un sueño de amor, argumento de Queca Herrero coprotagonizado con el argentino Orlando Sacha, firme postulante al star-system, y la colombiana Mariela Trejos, su pareja de entonces, que llegó a Lima jalada por los hermanos King y descubrió casi por accidente apreciables dotes dramáticas. También estuvo en Yaniré, dirigida por Mario Rivera, con Alberto Sánchez-Aizcorbe y el debut de su hermana Inés.
El clan Ureta produjo dos novelas en 1966: El pecado de los Bromfield, con Gloria Travesí, Fernando Larrañaga y Violeta Bourget, y Perfidia, con Elvira Travesí, Gloria María Ureta, Fernando Larrañaga y el debutante Alberto Sánchez Aizcorbe. Elvira dejó el clan para protagonizar con Sacha La loba, con argumento de C.C. Martin, seudónimo mantenido meses en reserva hasta que se supo