Jugando un poco con las palabras, podríamos afirmar que en nuestro tiempo, y en función de nuestra temporalidad, ha estallado el tiempo que inevitablemente necesita el proceso1.
Siguiendo con el juego de palabras, ¿cómo no comprender la incomprensión del hombre de a pie y de muchos observadores críticos con la realidad temporal de nuestros procesos? ¿Cómo no contrastar nuestras prácticas con la experiencia cotidiana de casi inmediatez respecto de otros ámbitos de la cultura y de las relaciones sociales? ¿Cómo no comparar los tiempos procesales con los de trámites bancarios, operaciones de crédito, intercambios comerciales, numerosos requerimientos administrativos, y un largo etcétera? ¿Cómo es que las nuevas tecnologías han tardado tanto en auxiliar nuestra rutina forense? ¿Cómo es que todavía eso es tan siquiera impensado en muchas realidades tribunalicias?
3. DURACIÓN DEL PROCESO: ¿SE PUEDE IR MÁS RÁPIDO?
Sabido es que el proceso es una forma típica de adjudicación de autoridad. Como toda intervención en la esfera de libertad de las personas, esa adjudicación debe ser precedida por una razonable discusión entre los interesados (Goldschmidt, 1958, pp. 401 y ss.). Solo así esa imposición autoritativa adquiere legitimidad. En términos procesales, debe garantizarse la posibilidad de una adecuada y real audiencia.
Los modos específicos de actuación de las partes y de los órganos jurisdiccionales y las maneras particulares de ingreso de los intereses y de su gestión, deben cumplir con condiciones de lugar, tiempo y medios de expresión. En otras palabras, existen formas procesales (Binder, 2017, pp. 22 y ss.) y —en tanto medio de debate y solución de conflictos que se desarrolla en una secuencia de actos procedimentales— la duración de un proceso no puede reducirse sustancialmente sin desnaturalizarlo.
Por lo pronto, hay un formalismo mínimo, “guardián de la libertad” (Ihering, 1962; Montesquieu, 2007), que inevitablemente insume tiempo. Modernamente, ese “formalismo” se traduce en la consagración de garantías exigibles en todo tipo de procesos2 y con particular fuerza en el proceso penal. Así, en el icónico artículo 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos (“Pacto de San José de Costa Rica”) se estipula que:
1. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter.
2. Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas:
a. derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal;
b. comunicación previa y detallada al inculpado de la acusación formulada;
c. concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa;
d. derecho del inculpado de defenderse personalmente o de ser asistido por un defensor de su elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor;
e. derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado, remunerado o no según la legislación interna, si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del plazo establecido por la ley;
f. derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el tribunal y de obtener la comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan arrojar luz sobre los hechos;
g. derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable, y
h. derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior.
3. La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza.
4. El inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos.
5. El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia.
El ejercicio de cualesquiera de esos derechos demanda tiempo y, con frecuencia, esas “formas procesales” aparecen como obstáculos difíciles de comprender para el tipo de problemas y conflictos que se pretenden canalizar a través de la justicia. Con lucidez se ha dicho que “este problema es muy grave porque muchas buenas causas, muchos casos en los que la justicia del caso es evidente, se ven sometidos a un tratamiento formal absolutamente indispensable y valioso por el tipo de respuesta violenta que se espera, pero que suele desesperar a los actores sociales” (Binder, 2017, p. 31, énfasis en el original).
En no pocas ocasiones, esas mismas garantías procesales entran en contradicción. Así, el ejercicio irrestricto de ciertas garantías por las partes (derecho a la audiencia, derecho a la prueba, derecho al recurso, etcétera) puede conducir a la violación de la garantía del juzgamiento en plazo razonable, incluido en el mismo catálogo.
Hay un punto en que “en tanto aumenta su contenido técnico, también aumenta la demanda de los legos tendiente a obtener una administración de justicia que les resulte inteligible”, algo que —por lo demás— también reclaman los juristas, al menos para determinados casos (Binder, 2017, p. 34)3.
Ciertamente, la búsqueda y definición de los equilibrios que hagan que las “garantías” no generen su propia contradicción es una tarea asaz difícil y delicada.
Otras veces, la imposibilidad de un juicio rápido o “en tiempo razonable” tiene que ver con ratios inadecuadas entre cantidad de causas, por un lado, y recursos humanos y materiales para sustanciarlas y decidirlas, por el otro.
Las sociedades actuales están caracterizadas por altas dosis de inconformismo y una mayor información acerca de los derechos y de las posibilidades de su defensa en juicio. Más aún, “nuevos derechos” se han incorporado a los textos constitucionales y convencionales. De ahí que no sorprenda que los índices de litigiosidad crezcan en niveles exponenciales y que los esfuerzos jurisdiccionales vayan siempre a la zaga.
Una vez más, cabe que nos preguntemos si el proceso es la solución mejor o —tan siquiera— la solución posible en un número muy significativo de los cada vez más y mayores conflictos que se presentan ante la autoridad judicial. Cabe que analicemos seriamente si no resulta indispensable reformar todo el servicio de justicia, entendido como sistema, apuntando a una taxonomía de los conflictos que permita evaluarlos y derivarlos al mejor método de solución por consenso (negociación, mediación y sus múltiples y modernas variantes) o de resolución por adjudicación (proceso judicial, arbitraje).
4. DURACIÓN DEL PROCESO: ¿SE QUIERE IR MÁS RÁPIDO?
Hace ya muchos años, Piero Calamandrei titulaba un memorable estudio en homenaje a Francesco Carnelutti, Il processo come gioco (1950, pp. 23 y ss.), dando cuenta del innegable fenómeno de una conducta procesal determinada estratégicamente por los intereses personales y egoístas de cada uno de los litigantes.
Muchas visiones de lo procesal suelen ser estáticas, esto es, desvinculadas de los despliegues dinámicos, relacionados con la estrategia (Ciuro, 1999, 2000; Meroi, 2002, 2013) que cada uno de los protagonistas —incluido el juzgador (Ciuro, 2004, pp. 30 y ss.)— planea y ejecuta a la hora de la toma de decisiones en cada uno de los procesos.
Con acierto se ha dicho que “desde una visión estática del proceso podría suponerse que las partes ejercen su pretensión o resistencia, exclusivamente por una controversia sobre el significado y alcance de sus derechos. Desde tal óptica sería incomprensible la decisión de prolongar el proceso cuando