Artículo 59. Prohibiciones genéricas para todos los jueces
Ningún juez debe ni puede:
1) comenzar oficiosamente un proceso;
2) introducir al proceso hechos no mencionados oportunamente por las partes;
3) probar oficiosamente hechos no probados ni intentados probar por las partes interesadas en ello.
Artículo 72. Facultades decisorias del juez
Son las que todo juez puede utilizar para lograr la eficiente solución de un litigio. Ellas son:
1) revocar sus propias resoluciones en tanto no hayan sido notificadas a alguna de las partes interesadas en ellas. Una vez ocurrido esto, el juez pierde la facultad de revocar, bajo pena de nulidad de lo que actúe en tal sentido;
2) apartarse fundadamente de los dictámenes emitidos en los peritajes de opinión;
3) establecer fundada y prudentemente el monto del resarcimiento de daños y perjuicios siempre que se haya probado la obligación de resarcir y la existencia del daño pero no su cuantificación;
4) ordenar la realización de medio de prueba pendiente de producción antes del dictado de la sentencia en el exclusivo caso de que se den conjuntamente las siguientes condiciones:
4.1) haya sido oportuna y legalmente ofrecida por alguna de las partes;
4.2) no se haya realizado durante la vigencia del plazo probatorio por causa no imputable a la parte que la ofreció;
4.3) cualquiera de las partes lo solicite antes de consentir el decreto de llamamiento de autos para sentencia.
Toda otra actividad probatoria oficiosa del juez es nula y nula la sentencia que se fundamenta en esa prueba.
Artículo 416. Negligencia en la realización de la prueba
Fracasada una diligencia probatoria se tiene por desistido al ponente de ella si cualquiera de las partes no la urge dentro de los cinco días siguientes a la fecha del fracaso y el interesado en lograr la respectiva declaración demuestra el perjuicio que la falta de producción genera para la celeridad del proceso.
La negligencia probatoria no puede ser declarada ni subsanada de oficio por el juez.
Artículo 530. Requisitos de la perención de la instancia
Los requisitos son:
1) haber completa inactividad de las partes y del juez durante el plazo de seis meses para todo tipo de juicio. En ningún caso, se decreta la perención cuando el pleito está paralizado por fuerza mayor o disposición de la ley;
2) mediar pedido expreso de cualquiera de las partes. El juez no puede declarar la perención de oficio.
Artículo 402. Impertinencia de la prueba
Es medio probatorio impertinente el que tiende a lograr convencimiento en el juzgador acerca de la existencia de hecho no litigioso.
El juez no debe pronunciarse acerca de la impertinencia de un medio probatorio.
Este racimo de normas del proyecto deja en claro que el Código Modelo restituye el papel protagónico a las partes y aleja al juez de prácticas que comprometen su imparcialidad.
Además, es expresiva de la desconfianza del interés estatal en la pronta solución de los litigios sometidos a su conocimiento. Toda vez que el Poder Judicial (y su ínsita burocracia) fija su propia agenda temporal en un proceso (por caso, determina los plazos para las fechas de las audiencias preliminares o finales), el litigio automáticamente incrementa su duración por años. La agenda de un burócrata judicial, en general, será la pastosa agenda de alguien que cobra su retribución tanto si procesa como si no procesa la causa, o si falla o no falla el litigio sometido a su conocimiento.
La realidad de las partes es bien distinta y la de los abogados también. Los letrados, tanto de la parte actora como de la parte demandada, no solo no perciben su retribución si el litigio no concluye, sino que, en ese tránsito, incurren en ingentes gastos, tema que ha sido siempre ajeno a un funcionario judicial que jamás corrió riesgo económico o financiero alguno.
Solo este dato debería desmontar la idea de que el juzgador pondrá más ahínco que las partes en solucionar los litigios no penales que debe procesar y juzgar. Cuando construcciones como las que venimos denostando —supuestamente científicas— están asentadas en una o varias falacias jurídicas y lógicas, nada bueno puede reportarnos este engendro.
Así que, cuando un ideario no se compadece con el orden normal y natural de ocurrencia de las cosas, su fracaso es previsible. Y el fracaso de los sistemas procesales civiles donde los jueces están por encima (muy por encima) de las partes, abreva de una mala idea: la de otorgar más poder a quien ostenta poder. Y los jueces son los funcionarios públicos que, al decidir sobre la honra, el destino familiar o el patrimonio de las personas, entre otros bienes de la vida, son portadores del poder más intenso de todos: el de punir o no punir, civil o penalmente.
La visión garantista sobre la actuación y fines de la jurisdicción en los procesos no penales apuesta a fines muchos más modestos de que los que se arroga el publicismo. Y somos mucho más “prevenidos”. Lo somos porque, a los que deciden y ostentan el poder de punir, sencillamente no se les puede extender un documento firmado en blanco. No nos persuade la pueril justificación de que se debe suministrar al juez de turno todas las armas procesales para que arriben a la verdad y la justicia del caso concreto. Ya es suficiente que ese juez de turno respete, frente a los que litigan, el principio de congruencia, y que falle conforme lo afirmado, refutado y probado por las partes.
Nuestra reacción y las prevenciones denunciadas no pecan de exageración. Cuando un paradigma es el responsable de los descalabros que vengo describiendo, es inevitable que se produzca en el ámbito de cualquier ciencia, en este caso —el de la ciencia procesal— una tendencia irrefrenable a sustituir, desplazar y reemplazar ese paradigma estéril y dañino. Thomas Kuhn y Karl Popper nos enseñan que, en esa instancia y frente a esa toma de conciencia de la comunidad científica, comienzan las etapas de refutación a los fines —se reitera— de derribar el paradigma reinante y sustituirlo por otro de signo distinto por el que valga la pena apostar. Asumimos que, para una comunidad científica encolumnada detrás de un paradigma equivocado es difícil, o directamente se negará a detectar el error, en especial si se trata de construcciones que se entendían ya consolidadas y libres de impugnación.
Ha comenzado, entonces, una etapa de crisis, de convulsión de dudas, para la comunidad científica. En este contexto, el paradigma publicista sobre la incumbencia probatoria “oficiosa” de los jueces no cabe duda de que hoy se halla en etapa de una crisis casi terminal. Y esa crisis era previsible desde el mismo momento en que nació la idea madre que lo engendró: bien mirado, “el debido proceso de las garantías constitucionales”, como lo tituló en una de sus obras Adolfo Alvarado Velloso (2003), jamás podrá cumplir con su función esencial: la de ser garantía para los justiciables si, a la par, se imponía a los jueces el deber de probar oficiosamente.
La denuncia de las falsías del paradigma publicista provino de voces disidentes pronunciadas no solo en América, donde Adolfo Alvarado Velloso enarboló esa bandera: en Europa tuvo un bastión en el pensamiento de Franco Cipriani (1995) y de Montero Aroca, entre otros. El procesalista español nos ilustró sobre lo riesgoso del desborde que puede provocar el hecho de privilegiar la figura del juez —en definitiva, la del Estado— sobre los particulares enfrentados en un conflicto. En sus palabras:
Frente a la idea de que el proceso es cosa de las partes, a lo largo del siglo XX se ha ido haciendo referencia a la llamada publicización del proceso, estimándose que esta concepción arranca desde Franz Klein y de la Ordenanza Procesal Civil austriaca de 1895. Las bases ideológicas del legislador austriaco, enraizadas en el autoritarismo propio del imperio austro-húngaro de la época y con extraños injertos, como el del socialismo jurídico de Menger, puede resumirse en estos dos postulados: 1) El proceso