Proceso y política en el siglo XXI
Juan Monroy*
Quisiera empezar describiendo una escena de La gran ilusión, película de Jean Renoir filmada en los años treinta del siglo pasado. En la última escena hay unos prisioneros franceses que se han escapado y son perseguidos por soldados alemanes. Exhaustos, cruzan los Alpes, y en el momento en el que ya no pueden más y están a punto de ser fusilados, uno de los soldados advierte que han cruzado la frontera y que ya están en Suiza, que es a todos los efectos territorio neutral. Entonces un soldado dice: “Si los matamos, sería ilegal”.
En mi opinión, esta escena puede ser apreciada en dos ámbitos. El primero, preguntarnos si el límite territorial justifica que les disparen o no a esos prisioneros, y el segundo tiene que ver con que si realmente existe o no el derecho de matar a un ser humano indefenso. Estas dos visiones explican una aproximación jurídica o metajurídica de un mismo hecho, y esto lo podemos llevar al proceso. En el proceso sobre la “aproximación jurídica” hay material suficiente para decir que casi hay una ciencia del proceso. Aún tengo dudas en torno a con qué podemos decir si es ciencia o no, pero podemos decir que es una ciencia. En cuanto a una aproximación metajurídica del proceso —salvo juristas excepcionales, como Capelletti para mi gusto, o Batista Da Silva, y el querido y entrañable Morello—, no es un tema que no hayamos apreciado: al contrario, lo hemos considerado una aproximación muy irrelevante o ajena, y ese es un error fatal, porque sospecho que no hay un tema social o político trascendente para un grupo y que no tenga que ver con el proceso.
Intento decir que estamos obligados a repartir nuestro saber a una concepción del mundo, o lo que venimos haciendo solo será un discurso enrevesado y en gran medida inútil. Esta es la gran alternativa que tenemos: no es un tema de modelos, es un tema de concepción del mundo. Detrás pueden venir discusiones en torno de técnicas procedimentales, pero el tema se trata por el lugar debido, en mi impresión.
Entonces, este efecto que tenemos actualmente se debe a un triunfo ocurrido hace más o menos treinta años de lo que se llamó la “democracia liberal”. Es un triunfo que ha traído consigo un auge del capitalismo global. ¿Cuáles son sus rasgos esenciales? En primer lugar, el carácter representativo de los partidos políticos; en segundo lugar, la sujeción a la ley de los poderes públicos; en tercer lugar, el control de la legalidad de sus actuaciones, y en cuarto lugar, la satisfacción de los derechos individuales garantizados constitucionalmente. Esto, en esencia, es una democracia liberal.
El tema pasa por saber si ese esquema, con esos presupuestos básicos o rasgos esenciales, se ha cumplido. Yo siento que lo que hay es una divergencia monstruosa entre el modelo teórico y lo que estamos viviendo hoy día. Lo que estamos pasando en la actualidad —y no solo en nuestro país— es la existencia de poderes ocultos como organizaciones y que tienen códigos de organización propios que controlan al Estado con un solo objetivo, que es la apropiación privada de la cosa pública. Esto es aquí, en Argentina, Colombia, Brasil y varios otros. Es decir, este es un escenario que debemos apreciar como tal, porque es lo que estamos viviendo patéticamente en nuestra actualidad. Entonces, el tema es qué vamos a hacer con esta judicialización de nuestra política. ¿Qué alternativa tiene el derecho y, fundamentalmente, el proceso?
A este efecto me gustaría compartir una definición de Ferrajoli sobre democracia, y quisiera advertir que él se refiere a que es la frágil y compleja separación de equilibrios entre poderes, y después agrega a la definición que son garantías establecidas para la tutela de los derechos fundamentales. La definición dice más, pero lo que a mí me interesa resaltar es que, cuando él alude a un sistema frágil y complejo de separaciones y equilibrio entre poderes, se está refiriendo al “derecho”, y cuando habla de límites y vínculos para su ejercicio y a las garantías para la tutela de los derechos, se está refiriendo directamente al proceso, ya que después de todo él fue juez y, además, es parte del grupo de Catania, el que generó el llamado “derecho alternativo”. Así que hay bastantes razones para considerar que es una persona que conoce aquello a lo cual se está refiriendo.
Entonces, el proceso es la garantía de una democracia real. Ese es exactamente su nivel: no es un tema de modelos, sino que es la garantía de la posibilidad de contar con una democracia real. Hoy vivimos una escalada de corrupción que, como dicen los noticieros, está en desarrollo y nadie sabe qué audio se va a escuchar mañana y a quién le vamos a quitar el cargo público. Eso es lo que vivimos. Así, el tema pasa por diseñar cómo le damos fuerza, independencia y confianza a un sistema judicial golpeado desde el proceso. Es el compromiso principal que en mi opinión debe tener un procesalista.
Ahora, ¿cuál derecho? ¿Cuál proceso? Porque en tierras sudamericanas y en algunos otros lugares todavía prima un derecho heredado del Iluminismo, un derecho con pretensiones de exactitud, un derecho ligado a un modelo matemático, donde la ley determina el máximo grado de corrección. Es un derecho entendido como un conjunto de conceptos que hay que descubrir. Es decir, la tarea del jurista es encontrar esa verdad que está depositada en la ley y eso sin duda es un dogmatismo puro; pero quiérase o no, aún seguimos insistiendo en esa ruta. ¿Y cómo fluye esa concepción en el derecho en el proceso? Pues de una manera terrible, porque “sin querer queriendo”, concebimos el derecho como una ciencia exacta. De ahí que eso va a implicar que las decisiones judiciales son ciertas o erradas, y eso es una dimensión estática del derecho absolutamente incompatible con la dialéctica del proceso, que se quiera o no, es esencialmente dinámica.
Este prejuicio está tan exteriorizado que, cuando somos abogados y calificamos el contenido de una sentencia, decimos que es correcta o equivocada dependiendo de si nos es favorable o no. Desde una concepción iluminista del derecho no hay matices: todo es blanco y negro. Felizmente esa percepción comenzó a ser combatida a mediados del siglo pasado con el auge de la hermenéutica jurídica. Hoy es posible afirmar que el juez no es la boca de la ley ni el proceso es un milagroso instrumento que permite descubrir “la voluntad de la ley”, tal como quería Chiovenda.
Lo que estoy afirmando es que antes el juez resolvía el caso mirando al pasado: era un historiador y su visión era retrospectiva. Hoy tiene alternativas para decidir, puede imaginar las consecuencias de su decisión. Es decir, ahora resuelve mirando el futuro, ahora puede elegir entre juicios de valor. Incluso puede desarrollar argumentación contra legem, y para insistir en esta materia, podría inaplicar y negar la validez de una ley porque es demasiado injusta. Eso es concebible en un sistema contemporáneo, en un sistema que no se amarra a una concepción dogmática del derecho.
Entonces la clave, en una percepción como esta, es situar la interpretación del derecho en el plano de la creación y no en el plano del descubrimiento, lo cual nos puede conducir a convertir al Poder Judicial en un poder efectivo y no neutro ni dependiente de otros poderes. Eso, sin duda, no es fácil. Hace un rato hacía mención a la derrota de esa concepción estática. Pero la historia no es lineal: esa derrota no ha ocurrido necesariamente. Todavía hay quienes retrasan el reloj de la historia, todavía hay los que piensan que ese modelo debería mantenerse. En fin, contra eso hay que luchar y yo quisiera, en lo que viene, citar algunas propuestas de reformas desde el lado de una concepción dinámica del derecho y del proceso, ligado a qué y cómo puede el proceso instrumentar el proceso y la reforma, y la mejora de un sistema judicial. En primer lugar, la eficacia de un proceso se evalúa en tres dimensiones: la verdad y la confianza en lo que produce; el tiempo que toma producirlo y el costo público y privado de aquello que produce. Esas son las tres dimensiones de cómo evaluar un sistema judicial.
El tiempo es un tema que compete absolutamente al procesalista,