Por su parte, los testimonios bolivarianos (no menos numerosos ni menos importantes) son igualmente reveladores de este sentir. ¿Por qué atribuía tamaña importancia Bolívar a la libertad del Perú? Al igual que San Martín (a quien llamó en una carta “mi compañero”) comprendía la importancia geopolítica del más viejo virreinato de América del Sur, sus reservas materiales y las riquezas que, aún después de la guerra y las exacciones, le quedaban. Por otro lado, las proyecciones continentales de una derrota en el Perú (que lo aterraba) lo llevaban a gestionar ayuda y refuerzos a otras patrias americanas. Bernardo Monteagudo, revolucionario argentino, ministro de San Martín hasta su caída por un motín durante el viaje de este a Guayaquil, fue comisionado por el Libertador caraqueño para pedir ayuda a México, “a fin de que no falte ningún americano en el ejército unido de la América meridional” (Bolívar, 1910, I, p. 789). Monteagudo viajó a Centroamérica, y solicitó y obtuvo ayuda para el ejército del Perú. Toda América, en una forma u otra, recibió la petición del visionario Libertador (Townsend, 1973, p. 134). Resumiendo su pensamiento sobre el tema, Bolívar (1910) dijo en una oportunidad: “Al perderse el Perú se pierde el sur de Colombia. En el Perú, una victoria acaba la guerra de América y en Colombia ni cuatro” (I, p. 934). Como puede advertirse, ambos Libertadores coincidieron en visualizar que la independencia de América del Sur no se afianzaría mientras una gran fuerza española, como la realista, se mantuviese activa y apoyada por la riqueza y los recursos del Perú.
Y a todo esto, ¿cuál era la actitud de las grandes potencias y de la propia España sobre la independencia de América y del Perú en particular?, ¿de qué manera y con qué intensidad influyeron para la liberación posterior?, ¿cuál era la situación de Europa por entonces? Este asunto, historiográficamente, constituye el cuarto dilema que requiere también una breve explicación o comentario13. Veamos sus principales rasgos. Hacia 1821 ya se habían perdido los ecos de las campañas napoleónicas, la hierba había vuelto a crecer sobre los campos de Dresde, Leipzig y Waterloo y un nuevo orden imperaba en Europa encabezado por Klemens von Metternich (más conocido como el Príncipe de Metternich) dirigiendo los destinos del gran imperio austro-húngaro; Luis XVIII obedeciendo los dictados del Congreso de Viena; y la Santa Alianza regulando la marcha de las naciones y de las ideas14. Era la época del desquite conservador y de las barreras contra el liberalismo nacido al fragor de la Revolución Francesa15. Como lo recuerda el historiador inglés Eric Hobsbawm (2000), la Santa Alianza (integrada por los imperios ruso, prusiano y austríaco), y en la cual el zar Alejandro ponía el ingrediente mítico, se hallaba en la cima de su poder e influencia mundiales y hasta amenazaba con intervenir en América para restablecer la colonia española en nombre del principio de la legitimidad. En este contexto, la actuación de las grandes potencias fue decisiva y fundamental. En efecto, de acuerdo a evidencias de distinta índole, puede afirmarse que los principales factores externos que favorecieron la victoria de la causa patriota a escala continental fueron tres: a) el apoyo material de Inglaterra que, a través de distintas vías (préstamos, inversiones o financiamiento), se tradujo en dinero fresco para el accionar de los revolucionarios americanos; b) la protección de las Cancillerías norteamericana e inglesa que trabajaron intensa y fructíferamente en pro de las colonias sublevadas contra España; y c) la corriente liberal española que debilitó el vigor de las filas reaccionarias de la Metrópoli16.
Históricamente —como lo subrayó de manera lúcida José Carlos Mariátegui (1959)— tocó a Inglaterra jugar un papel primario en la independencia de Sudamérica17. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, la nación que algunos años antes les había dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer el proceso libertario de estas jóvenes repúblicas sudamericanas, Jorge Canning, traductor y fiel ejecutor del interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y, consecuentemente, a organizarse republicana y democráticamente. A Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus préstamos (no por usureros menos oportunos y eficaces) habían financiado la fundación de las flamantes repúblicas. En este sentido, el ritmo del fenómeno capitalista inglés tuvo en la gestación de la independencia sudamericana una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda, que el eco de la filosofía y la literatura de los egregios enciclopedistas galos. Desde otra perspectiva —anota el mismo autor— el imperio español se mostraba en declive por reposar solamente sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por convivir con una economía debilitada en relación al resto de Europa. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos, doctores y nobles; sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y de técnicas mucho más eficientes y utilitarias. En consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y banqueros (colonizadores de nuevo tipo) querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de agentes de un imperio que surgía como creación de una economía manufacturera y librecambista (Mariátegui, 1959, p. 67)18. En una palabra, era la expansión de carácter económico-comercial desde la pequeña pero privilegiada isla frente al continente europeo. No olvidemos —dice el citado Macera (1976)— que el poder de Inglaterra llegó hasta las antípodas y que la libertad de las colonias americanas (que serían otros tantos mercados británicos) le daría a esa nación no la conquista del mundo, que no la pretendía, sino la verdadera Monarquía Universal.
Inglaterra, pues, nos prestó su invalorable ayuda material. Durante los primeros años de la guerra independentista lo hizo encubiertamente, ya que era aliada de España; pero desde 1815, vencido Napoleón Bonaparte en Waterloo, nos protegió formidable y abiertamente. De este modo, la tierra de la reina Victoria representó el papel de socio capitalista de la revolución americana19. Pero, obviamente, la colaboración inglesa no se limitó al aporte exclusivo de carácter económico o material, sino que también asumió otras modalidades. Por ejemplo, los militares voluntarios de la Gran Bretaña tuvieron actuación heroica en nuestra guerra y pusieron al servicio de los principios e ideales americanos el valor que demostraron y la experiencia que adquirieron en las campañas coalicionistas. La corriente emancipadora del norte (venezolano-neogranadina), recibió el aporte principalmente de jefes y oficiales del ejército; mientras la corriente emancipadora del sur (argentino-chilena) recibió, fundamentalmente, la colaboración decisiva de los hombres de mar. Tomás A. Cochrane, Martin Jorge Guise y Guillermo Brown, fueron los creadores del poder naval de los países insurrectos; Daniel Florencio O’ Leary, Guillermo Miller y Francisco O’Connor, entre otros, orientaron su labor a esgrimir la espada en los campos de batalla. Pusieron, asimismo, su pluma a disposición de los intereses patriotas y —como lo recuerda el citado Jorge Guillermo Leguía— “rindieron su tributo intelectual a la Historia de la Epopeya Independiente con la misma abnegación y la misma eficacia con que derramaron su sangre generosa” (Leguía, 1989, p. 62). Es imposible, por ejemplo, estudiar y conocer a fondo la vida del Libertador venezolano sin dejar de consultar las Memorias de O’Leary y los 31 enjundiosos volúmenes de documentos publicados por él.
Antes de concluir con la acción de Inglaterra en pro de la causa americana, es menester aludir sucintamente a su figura más representativa de esos días y defensor acérrimo de la autonomía americana: el citado Jorge Canning. Nacido en Londres en 1770, Canning (como Benjamín Disraeli posteriormente) se convirtió, por mérito propio, en el hombre símbolo de sus flemáticos compatriotas. Entre los múltiples cargos que desempeñó, sin duda alguna, el más relevante fue el de primer ministro, quedando su nombre en la historia británica como propulsor decidido del libre cambio. En este puesto se mostró enemigo decidido de las tendencias absolutistas que, por entonces, predominaban en el continente y preparó dentro de su patria el cambio hacia una política liberal. Considerado como el orador gubernamental más brillante de su tiempo, cultivó además la sátira aguda y mordaz contra los revolucionarios franceses en el popular y difundido semanario Anti-Jacobin or Weekly Examiner. Adversario tenaz del Príncipe de Metternich, hizo de su patria un baluarte del liberalismo y dio el golpe de muerte a la Santa Alianza, cuando sostuvo que los Estados europeos no debían intervenir en los asuntos americanos20.