Para los defensores o partidarios de la primera opción, la revolución por la Independencia quedó inconclusa; es decir, derrotó militarmente a las fuerzas virreinales, pero dejó las estructuras socioeconómicas intactas. En este sentido, advierten que la añeja estructura de la sociedad establecida desde 1532 no se rompió abruptamente en 1821 con la proclamación de la autonomía política por San Martín, ni en 1824 con la firma de la célebre Capitulación de Ayacucho, ni dos años, después cuando el terco e insurrecto general José Ramón Rodil se doblegó y entregó los castillos del Callao a las fuerzas patriotas sitiadoras. Esa estructura pervivió en muchos aspectos hasta muy avanzado el siglo XIX, conservando casi intactos, incluso, los fundamentos mismos del tejido social y económico que se habían desarrollado y materializado a lo largo del prolongado dominio virreinal. Por ejemplo, el incipiente sistema socioeconómico republicano no solo retuvo la mina, la hacienda y la servidumbre como base de su aparato productivo, sino que también mantuvo el orden aristocrático tradicional en la sociedad. En los socavones y latifundios, indios, negros, y mestizos continuaron laborando en las mismas condiciones en que trabajaban bajo el yugo español.
Dicho de otro modo, para los defensores de esta interpretación, la vida colonial no concluyó con el advenimiento de la República; todo lo contrario. La zigzagueante etapa republicana temprana se asentó sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la antigua sociedad virreinal; no por algo —dicen— habían transcurrido tres siglos de dominio y hegemonía absoluta. De esta manera, la Independencia inauguró un orden donde definitivamente predominaban las prácticas, las matrices y las costumbres coloniales en todas sus formas, incluyendo algunos vicios pretéritos tales como el oscurantismo, la cortesanía, el racismo, el centralismo y el formulismo, presentes, en algunos casos, hasta los tiempos actuales. Por otro lado, en el ámbito legal, los códigos coloniales (como el de minería) continuaron vigentes; y en la diaria administración de justicia, los métodos legales del pasado siguieron igualmente rigiendo la vida y los hábitos de los supuestos nuevos ciudadanos republicanos. En esta línea, muchos peruanos en los primeros años de la etapa republicana representaron el tipo de hombre hecho al ancien régime que seguía fiel a su idiosincrasia y a los esquemas mentales de la fase colonial (Chang-Rodríguez, 1985, pp. 73-76; López Soria, 1985, pp. 82-85; Bonilla, 2001, pp. 105-106).
En cuanto a los propulsores de la segunda opción, su argumentación puede sintetizarse del siguiente modo. La Independencia sin afectar en su conjunto la estructura colonial, ocasionó serias e irreversibles transformaciones no solo en el ámbito socioeconómico, sino también en el administrativo, militar y, obviamente, en el político con mayor énfasis. En respaldo de su planteamiento, mencionan, entre otros, algunos hechos que fueron consecuencia directa de esa mutación. En primer término, los cambios ocurridos no solo acentuaron la debilidad de la elite criolla anterior a las guerras independentistas, sino que también incrementaron sus dificultades económicas (la empobrecieron más). Simultáneamente, consolidaron el control económico de Inglaterra, “control que fue más extenso y más decisivo que el ejercido anteriormente por la metrópoli española”. En segundo lugar, la burguesía criolla ya en crisis en el siglo XVIII, “se debilitó aún más por la acción de las largas y costosas guerras de la Emancipación”. De este modo, “la burguesía comercial se vio maltratada por los sucesivos bloqueos de los puertos y por la invasión de las mercancías europeas”; asimismo, “la facción de la burguesía que estuvo vinculada a otros sectores productivos de la zona rural (como la minería y la agricultura), sufrió un impacto aún más fuerte, en la medida en que estos sectores fueron virtualmente arruinados por la larga confrontación bélica”. Por último, “gran parte del capital mercantil emigró durante las guerras y el resto salió con la expulsión o migración de los españoles” (Bonilla y Spalding, 1972, pp. 58-59).
Ciertamente, esta metamorfosis también afectó (y de modo especial tal vez) a la antigua y opulenta sociedad limeña, “produciendo inevitables cambios en su estructura social” (Aguirre, 1995, p. 29). Por otro lado —en opinión de Alberto Flores Galindo (1985)— la quiebra de la aristocracia mercantil que tenía su sede precisamente en la capital, provocó la desarticulación de una serie de circuitos económicos y financieros a lo largo y ancho del territorio nacional, ocasionando el natural y correspondiente desajuste casi generalizado.
¿Y qué otros cambios pueden señalarse producto de la Independencia? Los citados Heraclio Bonilla y Karen Spalding (1972) y Alberto Flores Galindo (1985) mencionan los siguientes: la profunda desarticulación del espacio (por la pérdida o destrucción de caminos, rutas y puentes), la acentuada desintegración regional, la expansión en gran escala de los extensos dominios agrícolas (latifundios), la destrucción de la producción interna (principalmente vía los obrajes), la extensión del caciquismo local, la crisis de la fuerza laboral (merma de la mano de obra), la disminución poblacional (con una lenta recuperación demográfica posterior), la conquista del mercado interno por los textiles británicos y la absoluta hegemonía de la economía inglesa en general. En el ámbito administrativo, cabe señalar el abandono de las instituciones tutelares (Audiencia, Intendencia, Corregimiento) y la consiguiente anulación de la frondosa burocracia colonial; el surgimiento de una nueva nomenclatura territorial (departamentos, provincias, distritos, y caseríos). Finalmente, en el terreno militar el control político (con los innumerables caudillos a la cabeza), recayó primordialmente en el sector castrense no solo con una data de larga duración, sino también con el usufructo de un enorme poder. En este caso, el Ejército representó para sus componentes un vehículo de rápido ascenso social y económico, sin modificar en su conjunto el statu quo heredado de la colonia; por el contrario, lo perpetuó (Bonilla y Spalding, 1972, p. 60; Flores Galindo, 1985, pp. 26-28). A todo ello, habría que agregar el terrible desafío a la distancia que —según Lizardo Seiner (2014)— fue consecuencia de los desajustes geográficos y territoriales.
Desde una perspectiva amplia, reiteramos, pues, que los cinco asuntos que historiográficamente merecen hoy una atención especial (entre otros y por las razones aludidas) son los que acabamos de esbozar de modo esquemático en las páginas precedentes. Ellos, además, desde el punto de vista metodológico y conceptual, constituyen referentes obligatorios para el análisis del período objeto de nuestro estudio. Pero, ¿de qué manera aquella coyuntura un tanto genérica y externa se engarzó con lo específico que aquí se vivió entre 1821 y 1826? Justamente, el presente volumen en su parte inicial intenta dar una respuesta integral a esa inquietud, subrayando lo más relevante del quehacer nacional en sus principales manifestaciones: políticas, sociales, geográficas, demográficas, económicas y militares. Sin embargo, en su conjunto, el perfil histórico nos revela que, de todas ellas, dos revistieron mayor atención o prioridad por esos días: el acontecer político y el desempeño militar. Y ello no podía ser de otro modo si nos atenemos a lo que entonces se afrontaba y de lo cual nuestros connacionales eran totalmente conscientes. En su opinión, el desorden político interno era un espantoso freno al éxito de la campaña militar; y, a su vez, esta última era un requisito sine qua non para la consolidación total del sistema. Las variables económicas, sociales, geográficas y poblacionales, en este caso, giraban alrededor de aquellas dos perentorias y decisivas circunstancias. La preocupación de San Martín, Unanue, Sánchez Carrión, Sucre y Bolívar se canalizó, precisamente, al vaivén de este imponderable esquema. ¿Había otra alternativa o disyuntiva de semejante alcance? Juzgamos —a la luz de la evidencia histórica de entonces— que no. La situación era tan compleja y agobiante como para pensar que aquellos hombres pudieran haber gastado su tiempo en la búsqueda de modelos económicos exquisitos e inéditos, en el establecimiento de sofisticadas estructuras sociales, en el empadronamiento minucioso de la población, en la articulación adecuada del territorio o en el logro de ilusos compromisos internacionales. El asunto —repetimos— era muchísimo más urgente, grave y sobredimensionado y en donde, además, el sentido pragmático a menudo primaba sobre la primorosa elucubración tecnológica o ideológica.
¿Cuál fue el perfil histórico de aquel ambiente político que primó