Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Raúl Palacios Rodríguez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789972455650
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definitiva de Ayacucho. Sus palabras al respecto fueron entonces memorables: “El Nuevo Mundo ha sido llamado a la vida propia en competencia con el Antiguo al que con el tiempo ha de sobrepujar” (citado por Pirenne, 1987, 7, p. 2320).

      Al conocer la muerte prematura de Canning ocurrida en agosto de 1827, Bolívar lo elogió como “propulsor universal y legítimo de la causa de la libertad”. Y añadió agudamente: “La humanidad entera se hallaba interesada en la existencia de este hombre ilustre que realizaba con prontitud y sabiduría lo que la revolución de Francia había ofrecido con engaño, y lo que América está practicando ahora con suceso” (1910, II, p. 704).

      Ese fue el hombre que entendió e impulsó la idea de verdadera y directa colaboración con aquellos pueblos que, allende el mar, ansiaban y luchaban por su libertad.

      El caso de la participación de Estados Unidos a favor de la aspiración independentista de América del Sur es igualmente sugestivo e interesante. Recordemos que esa nación, coronando dignamente la noble práctica del senador Henry Clay en el Parlamento de Washington, no solo reconoció la autonomía de nuestras nacionalidades en 1822, sino que vio con simpatía (y apoyó) desde mucho tiempo atrás la liberación de ellas, pues la cancillería norteamericana se distinguió por su actitud a favor de las colonias desde los primeros gritos de independencia, apresurándose a acreditar cónsules entre los gobiernos nacientes. Sin embargo, fue en 1823, de modo especial, que con la proclamación de la célebre “Doctrina Monroe” el pujante país nos favoreció en proporciones considerables, oponiéndose resueltamente a la funesta intromisión de la citada Santa Alianza en los países hispanoamericanos. Efectivamente, al iniciar su mandato en aquel año, James Monroe (1758-1831), obedeciendo a las oportunas y sabias sugestiones de su secretario de Estado, John Quincy Adams, aceptó la propuesta de Inglaterra de apoyar oficialmente la declaración de independencia de los Estados hispanoamericanos, en contra de las pretensiones de algunos monarcas de Europa continental, de apoyar al rey de España. Con la ayuda de su fiel ministro, preparó Monroe un mensaje que envió al Congreso en diciembre de 1823. Allí hizo las siguientes afirmaciones fundamentales: a) Estados Unidos no interferiría en las colonias europeas aún existentes en el Nuevo Mundo; b) cualquier tentativa de los monarcas europeos de extender su sistema a este hemisferio sería considerada como peligrosa para la paz y seguridad de Estados Unidos; c) la iniciativa de cualquier gobierno europeo de dominar sobre las antiguas colonias que hubieran declarado su independencia sería considerada como inamistosa por Estados Unidos; y d) el territorio de América no podría ser colonizado por potencias europeas (esta última declaración se oponía a la pretensión del zar de Rusia sobre una parte de Norteamérica). A este conjunto de directivas se dio en llamar la “Doctrina Monroe”. De esta manera, Monroe nos libró, intimidando a los cómplices del ministro austríaco Príncipe de Metternich (genio político de la Santa Alianza) de la agresión de las escuadras y divisiones de la ominosa agrupación21. En una palabra, la acción diplomática estadounidense, como la inglesa, fue para la causa de nuestra emancipación, idéntica a la de Francia y España respecto de la autonomía de las trece colonias inglesas del Atlántico. La independencia de América Española quedó así protegida, simultáneamente, por la indicada “Doctrina Monroe” y por la actitud franca y decidida de la corona inglesa.

      En el plano personal, cabe resaltar el papel del médico norteamericano Jeremy Robinson (más conocido como el doctor Pablo Jeremías) a quien Nemesio Vargas califica como el “agente principal” de los emisarios de San Martín antes de su arribo a Lima. En la misma línea, Francisco Javier Mariátegui sostiene que Robinson fue

      no solo propagador de las ideas sobre la independencia y obró por ellas, sino que fue un constante e incontrastable apóstol de la democracia: era el predicador contra todas las tiranías, contra todo lo que se oponía a la democracia. (Citado por Paz Soldán, 1920, p. 98)

      Robinson fue un cirujano que, a la sombra de su profesión y amparado por el nombramiento de agente comercial de Estados Unidos, llegó a Lima en 1818 para dedicarse con toda energía y entusiasmo a predicar la ideología de los insurgentes. Denunciado al virrey Joaquín de la Pezuela, fue visto con suspicacia y, finalmente, perseguido, tuvo que huir al interior del país para eludir su persecución. Robinson supo conectarse con distintos intelectuales de la época, y entre estos con los del grupo del Colegio de Medicina de San Fernando, entre los que se contaba el rector, doctor Francisco Xavier de Luna Pizarro, los doctores Hipólito Unanue, José Gregorio Paredes, José Pezet y Santiago Távara22.

      Finalmente, en cuanto a la actitud de España frente al proceso emancipador, ¿qué puede decirse? En la formidable Historia económica y social de España y América, que dirigiera Jaime Vicens Vives, él señala que a comienzos del siglo XIX el pensamiento político peninsular, al sufrir el impacto de los cambios que trajo la nueva centuria, se había bifurcado en dos grandes corrientes de ideas respecto al problema de la emancipación de las colonias, impropiamente llamado “guerra contra España”. Por una parte —dice— Fernando VII y su partido absolutista, impermeables a las nuevas aspiraciones y doctrinas, no supieron comprender el fenómeno de transformación histórica que se operaba en España, con sus naturales desviaciones políticas, económicas y sociales. Por lo tanto, eran rotundamente opuestos a cualquier idea de transacción o de arreglos pacíficos que contemplara o respetara el sagrado derecho de libertad e independencia de los americanos. Por otra parte, el Partido Constitucional, menos reaccionario, era favorable a las soluciones conciliatorias, pero siempre negando el reconocimiento de la independencia que pretendían las colonias. Así las cosas —concluye dicho autor— en la península no existía un criterio político definido. En todo caso, el proyecto más viable e inmediato era establecer alianzas de tipo constitucional (Vicens, 1972, p. 87).

      Bajo este raciocinio e interés, España envió a Buenos Aires como sus comisionados a Antonio Luis Pereyra, oidor de la Audiencia de Chile, y al teniente coronel Luis de La Robla, con el propósito de contemplar los arreglos preliminares que debía producir el reconocimiento sucesivo de su independencia; aunque carecía de las credenciales suficientes, el ilustre patriota Bernardino Rivadavia, ministro de la Junta de Representantes de la Ciudad, se entusiasmó con esta visita y, sobre todo, por la tentadora posibilidad de una solución pacífica y así fue como el 4 de julio de 1823, se firmó la Convención de Buenos Aires que, sin más restricciones que el contrabando de guerra, estipulaba los tres siguientes asuntos: a) la suspensión de hostilidades por 18 meses (una especie de armisticio); b) el restablecimiento del comercio entre ambos Estados; y c) las garantías y seguridades para las propiedades de los beligerantes (Halperin, 1990, p. 167). El gobierno de Buenos Aires gestionaría el asentimiento de los otros Estados americanos a fin de promover una acción solidaria de paz con independencia en toda la región. En ese sentido, Félix Alzaga fue comisionado a Chile y Perú, no teniendo éxito en ninguna de las dos repúblicas. En el caso peruano, el virrey José de La Serna se negó a la suspensión de las armas si no se establecía como base principal el reconocimiento de la autoridad real en el Perú y el retiro de la División de los Andes, enviada en auxilio de los peruanos. La Serna era en esos momentos (1823) el virrey poderoso y, además, el general triunfante en Ica, Torata y Moquegua y, sobre todo, en la funesta campaña de Santa Cruz (Segunda Expedición a Intermedios). En Lima, el Congreso resolvió no tomar ninguna resolución sin la venia de Bolívar, quien al ser informado de la misión de Alzaga había dicho: “que él esperaba que cualquier negociación con los realistas tendría por base la independencia y que, por su parte, no tenía la intención de mezclarse en el asunto” (1910, II, p. 712). Bolívar no rechazaba la idea de negociar con los españoles; exigía, eso sí, la independencia como condición esencial y primaria. De allí que el mismo Antonio José de Sucre, anteriormente, intentara pactar con el mencionado virrey una tregua; asunto que, igualmente, no prosperó.

      Finalmente, un quinto asunto que despierta interés y que motiva, igualmente, un sucinto comentario, tiene que ver con el impacto de la Independencia en la vida nacional de entonces y en los años inmediatos que le siguieron. La pregunta que en otra oportunidad hemos planteado: ¿qué cambió y qué pervivió al final de nuestro proceso emancipador?, continúa siendo útil y pertinente para conocer los pareceres o planteamientos que al respecto se han formulado (Palacios Rodríguez, 2014, p. 245). En efecto, a la luz de las recientes investigaciones la indicada interrogante ha sido