¿Y qué del clero menor tanto secular como regular? Su conducta, en general, estuvo identificada con los ideales de libertad e, incluso, muchos curas o párrocos —como veremos de inmediato— tuvieron una participación directa en los levantamientos o sublevaciones y, otros, formaron parte del contingente de las expediciones libertadoras. Al respecto, los casos abundan.
Recordemos que en los claustros de La Merced se formó el limeño fray Melchor de Talamantes, trasladado por sus ideas progresistas a México, y prócer de la independencia de esa nación; en los de la Buenamuerte, se educó Camilo Henríquez, fogoso e incansable promotor de la revolución chilena. Y de los claustros de San Felipe Neri, salieron el vehemente Méndez y Lachica, el culto Pedemonte, el ilustre Carrión y otros más que, con su reconocido prestigio e influencia, ganaron para la causa patriota muchos adeptos y prepararon el terreno para el mejor éxito de la campaña sanmartiniana. (Vargas Ugarte, 1942, p. 262)
En provincias, la lista de los sacerdotes patriotas se muestra aún más frondosa, observándose su participación abierta y decidida en los principales movimientos revolucionarios a nivel nacional. Vargas Ugarte (pp. 262-263) consigna, de manera secuencial, una información bastante minuciosa que permite no solo rastrear su desempeño, sino también valorar su esfuerzo en medio de tantas dificultades u obstáculos. Aquí una síntesis. En la conspiración del Cusco de 1805 figuran como fautores, y aun como cabecillas, algunos religiosos, como el presbítero José Bernardino Gutiérrez, el cura Marcos Palomino (radicado en Livitaca) y fray Diego de Barranco. Cinco años después salen a relucir los nombres del presbítero Ramón Eduardo de Anchoris, sacristán de San Lázaro; de Cecilio Tagle, cura de Chongos; de fray Mariano Aspiazu, párroco de Ulcumayo. En 1812, durante la revolución de Huánuco, sobresale la acción de fray Marcos Durán Martel al lado de Juan José Crespo y Castillo; también el de José de Ayala, párroco de Chupán. En la rebelión de los hermanos Angulo, de 1814, en la ciudad imperial, participaron muchos sacerdotes al punto de que el virrey Abascal, receloso de la actitud adoptada por el obispo José Pérez y Armendáriz y de buena parte de su clero, obligó no solo al primero a declinar su autoridad, sino también a trasladar a Lima al arcediano José Benito Concha, al provisor Hermenegildo de la Vega, al prebendado Francisco Carrascón y al presbítero Juan Angulo, hermano de los cabecillas de la revolución. El papel del presbítero Mariano José de Arce y del clérigo Ildefonso Muñecas fue, igualmente, decisivo en aquella sublevación. Desde entonces y hasta 1819 las cárceles de Lima y del Callao se vieron llenas de sacerdotes y religiosos acusados de infidentes, como el presbítero Manuel Garay y Molina, el juandediano fray Francisco Vargas, el agustino fray Pedro Gallegos, el cura Juan José Gabino de Porras y otros más procedentes de los diferentes ámbitos del territorio.
Sin duda alguna, el arribo de la escuadra al mando del almirante Cochrane a nuestro litoral avivó el entusiasmo de los patriotas y, entre ellos, el de algunos ilustres sacerdotes como Cayetano Requena, natural de Huacho, confidente de San Martín y, posteriormente, diputado en el primer Congreso Constituyente. Por estos días, sobresalió también la labor del cura de Huarmey, Pedro de la Hoz (tío del prócer Francisco Vidal) quien fue autor de las continuas proclamas colocadas, anónimamente, en las calles de Lima incitando al pueblo a luchar por la libertad. Con el advenimiento de San Martín, primero, y de Bolívar, después, la colaboración de los curas patriotas se intensificó en distintos ámbitos. Unos sirvieron como capellanes del ejército, como fray Pedro de Zapas y Carrillo, el presbítero Marcelino Barreto y el cura José Antonio Agüero. Otros, como la mayor parte de bethlemitas o juandedianos, expertos en salud, se convirtieron en cirujanos del ejército, entre los cuales no puede omitirse el nombre de fray Antonio de San Alberto, que salvó muchas vidas por las enfermedades palúdicas desatadas en el Cuartel General de Huaura y que mereció, por sus enormes e infatigables servicios, el que se le concediese el título de Cirujano Mayor. Otros fueron jefes de las partidas de guerrillas o montoneras, como el ya citado fray Pedro de Zayas y Carrillo y el franciscano fray Bruno Terreros (natural de Muquiyauyo), que llegó a alcanzar el grado de coronel. Para concluir, debemos recordar que en el Congreso Constituyente de 1822, el primero de nuestra historia, de los setenta diputados que conformaron la Magna Asamblea, veintitrés vestían el hábito religioso; muchos de ellos de antigua trayectoria patriótica.
Estos fueron, pues, a grandes rasgos, los principales acontecimientos que —repetimos— antecedieron al arribo del general San Martín en 1820 y a la posterior rendición del brigadier Rodil en 1826, con la que se puso punto final a la presencia del poder real en el Perú.
Dicho todo lo anterior, cabe preguntarse ¿cuál es la percepción que se tiene de nuestro período?, ¿qué rasgos son los que más sobresalen?, ¿puede hablarse de una etapa particularmente singular? Estas y otras interrogantes merecen nuestra inmediata atención. Internamente, fueron años duros, inciertos y violentos los que entonces se vivieron; Heraclio Bonilla (1972) habla, incluso, de un “período turbulento e inseguro”, pero también fueron años en los que la fe y la esperanza por un porvenir mejor estuvieron presentes. Años de sacrificio, abnegación e inmolación; pero también años de gozo, júbilo y ventura en su más genuina expresión. Años, igualmente, de mezquindades y malquerencias, pero también de entrega y fraternidad nobles. Casi diríase que fue una época contradictoria (“paradójica” la llamó Jorge Guillermo Leguía), en la que el pesimismo se mezcló con la ilusión, el desánimo con el impulso vitalizador y la desconfianza con la más certera credulidad. Al fin y al cabo eran instantes de formación o gestación, en los cuales los estados de ánimo no eran percibidos necesariamente como concordantes ni mucho menos orientados por un mismo patrón de conducta. Ello generó (como ocurrió en igual forma con otros países de la región) un verdadero estado de caos y confusión no solo en el seno de las endebles clases dirigentes, sino también en el accionar de los vastos y difusos segmentos de la incipiente opinión pública peruana. Se afirma, inclusive, que en determinados momentos fue tan crítica e incontrolable la situación, que el asunto prioritario (la campaña militar) pasó a un segundo plano con todas las consecuencias que ello acarreaba. Al respecto, César Ugarte (1924) escribió: “El período inmediato que siguió a la proclamación de la Independencia acaparó en su conjunto todas las fuerzas morales, psíquicas y materiales del país hasta 1826 en que se suscribió la capitulación de los castillos del Callao” (p. 48). Sin embargo, en medio de esta vorágine de pasiones y oscilaciones desbocadas e inciertas la “promesa de la vida peruana” (en frase feliz de Jorge Basadre) fue el leit motiv permanente de aquellos hombres (visibles o anónimos) que, desde su particular quehacer u ocupación, lucharon y ofrendaron sus vidas por una patria más sana, perdurable y mejor. A partir de entonces, el Perú de la historia antiquísima y de la naturaleza infinitamente diversa (y adversa a la vez) aparecerá como el Perú nuevo y eterno que ansía nacer desde tanto pasado y desde tantos horizontes geográficos.
Desde esta perspectiva, múltiples y valiosos son los testimonios que evidencian los instantes supremos por los que atravesó la joven nación en los años que aquí historiamos. No se trata, desde luego, de rescatar únicamente los hechos magnánimos o excelsos que glorificaron a los denominados “prohombres” de la libertad, sino también de encarar aquellos aspectos, acciones o conductas que, en su momento, constituyeron una seria limitación a los afanes independentistas o a la ansiada convivencia alrededor del proclamado “bien común”. De igual forma, se tratará de resarcir el rol (estigmatizado por algunos historiadores) que jugaron los sectores populares, a su manera, en esta ardua tarea colectiva. Para ello, en cuanto sea posible, a lo largo de estas páginas, dejaremos “hablar” a los documentos y a los mismos autores, aspirando a que el lector viva una época ya alejada de la nuestra y conozca ahora —como decía el célebre historiador Jacob Burckhardt refiriéndose a la Suiza decimonónica— lo que “en otro tiempo fue júbilo y desolación al mismo tiempo” (2012, p. 166). En este caso, la historia de las mentalidades resulta un magnífico instrumento de análisis para aproximarnos a tan compleja y cautivante realidad. Por lo demás, recordemos que la historia —concebida básicamente como el análisis o la