Teología en las periferias. Pepa Torres Pérez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Pepa Torres Pérez
Издательство: Bookwire
Серия: Periferias
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788428560863
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(Mt 22,1-14). Las comidas de Jesús con los pecadores muestran que Dios es un Dios compasivo y misericordioso, cuyo Reino pertenece a los últimos, pese a las leyes políticas y religiosas que legitiman lo contrario. En este sentido las comidas de Jesús con los pecadores y malditos son un signo evangelizador mucho más fuerte que sus palabras. Por eso en la sociedad de la exclusión donde tanta gente vive de migajas, partir el pan de nuestra vida, tiempo, energías, afecto, ocio, propiedades, con las personas y colectivos excluidos, con los y las descartables, visibilizar su realidad, sentarnos a su mesa e invitarles a la nuestra, es un signo evangelizador suficientemente explicativo en sí mismo, que continúa desafiándonos como creyentes.

      Las comidas de Jesús son un signo de la anticipación del Reino, de que el banquete mesiánico está ya aconteciendo (Is 25,6-8). La comunión de mesa implica participación, reconocimiento de la dignidad de las personas sea cual sea su apariencia y condición. La comensalidad consagra la vecindad, la igualdad, la amistad. Quienes comen juntos hacen causa común, entran en complicidad y es esa complicidad de vida, no de palabras, la que ningún sistema establecido tolera. A través de la comensalidad abierta se actualiza el Reino, se inaugura un orden nuevo, se hacen posibles unas relaciones distintas, inclusivas, sin primeros ni últimos. Que Dios reina significa que ya no han de reinar unos seres humanos sobre otros, unas clases sobre otras, unos pueblos sobre otros, un género sobre otro, una etnia sobre otra. Es decir, que a Dios solo podemos acogerlo como Señor, como Padre y Madre, si los hombres y mujeres nos sentamos a compartir como hermanos y hermanas la mesa de los bienes de la tierra, por eso la comensalidad de Jesús resultó muy incómoda para los poderes religiosos y políticos de su época. Hay un texto de las luchas zapatistas que siempre resulta muy evocador en este sentido:

      En la globalización actual se está cuadrando el mundo y se le están asignando rincones a las minorías indóciles. Pero sorpresa, el mundo es redondo. Y una característica de la redondez es que no tiene rincones. Queremos que no haya más rincones para deshacerse de los indígenas, de la gente que molesta, para arrinconarla como se arrincona a la basura para que nadie la vea (El País, 25 de febrero de 2001).

      Las comidas de Jesús hacen visible el gesto de que el mundo es redondo y no se puede arrinconar a nadie. Pero entre todas las comidas de Jesús hay una, la Última Cena, en donde Jesús fue a la vez anfitrión y servidor. La Última Cena no fue una comida más sino que tiene un carácter de memorial, de testamento. Jesús es consciente de que en torno a él se va cerrando un cerco y busca la intimidad con sus discípulos para compartirles los secretos de su corazón y para ratificar su deseo de entrega, de seguir adelante en la misión que el Abba le ha encomendado (Lc 22,7-23; Jn 13,1-15). La Cena es un compendio de lo que ha sido la vida de Jesús. Jesús es el que invita, el anfitrión y se presenta a la vez como el que sirve (Lc 22,27-28). Algo absolutamente inusual en Israel. El paralelo en Juan a la Última Cena de Jesús con los suyos es el lavatorio (Jn 13,1-20). Este gesto resume todo lo que ha sido la vida del profeta de Nazaret. Toda la vida de Jesús es diaconía, es servicio, al modo en que solo lo hacían las mujeres, los esclavos y los criados. Jesús, en el lavatorio, al situarse desde abajo rompe la verticalidad y la dialéctica de amo y esclavo.

      Nos revela a un Dios identificado con los últimos y las últimas, que iguala y sostiene, sirviendo desde abajo y creando desde ese lugar y ese modo, la horizontalidad del Reino. Es tan provocador este gesto, que podemos decir que Jesús se mujerizó y resulta tan escandaloso que, en el arte sacro, son mucho más abundantes las imágenes de Jesús presidiendo la Eucaristía que agachado y lavando los pies a sus discípulos, ocupando el último lugar. Esa actitud y ese gesto continúan escandalizándonos hoy, porque si a algo le tenemos pavor es a quedarnos los últimos. En la Eucaristía Dios se nos presenta como la Palabra Expuesta de Dios. Un Dios que no salva imponiéndose sino exponiéndose y, por tanto, corre el riesgo de la acogida y el rechazo, el reconocimiento o la descalificación. Por eso celebrar la Eucaristía conlleva siempre una pasión y un riesgo, la de entregar la vida al modo de Jesús, la de partirla y repartirla con todos y todas las que se quedan fuera de los banquetes y se sienten sin derecho a ella, sin embargo la tentación que tenemos permanentemente es domesticar la Eucaristía, convertirla en una liturgia aséptica y rutinaria, en un acto de piedad individual o en un espectáculo (1Cor 11,23-28). Entrar en comunión con el Dios de Jesús, gustarle, es comer su Palabra Expuesta y por tanto conlleva siempre el «haced esto en memoria mía», seguir actualizando la existencia al modo de Jesús (Lc 22,19). El gusto de la Eucaristía no es un gustirrinín evasivo ni individualista ni una devoción particular, sino que conlleva disgustos, compromiso agradecido y gratuito, hasta que la creación entera y la humanidad toda ella sea eucarística, porque lo que ha salvado al mundo no es una liturgia celebrada en un templo, sino la ejecución de un hombre que se hizo inaguantable a los poderosos de este mundo por su amor a los pequeños y a los pobres. El Gólgota no es una liturgia eclesial, sino una porción de la vida humana2. Celebrar la Eucaristía por tanto es actualizar la memoria subversiva de Jesús, por eso la Eucaristía es siempre un riesgo, como escribió Óscar Romero en su homilía del 28 de mayo de 1978:

      Si creemos de verdad que Cristo es el pan vivo que alimenta el mundo con la fe de los cristianos, no puede ser lánguida, miedosa, tímida, sino que de verdad, como decía Juan Crisóstomo, cuando comulgas recibes fuego, deberías de salir respirando la alegría, la fortaleza de transformar el mundo.

      Un riesgo humilde, vivido en el marco de lo cotidiano, a la altura de la realidad de cada momento de nuestra existencia y siempre acompañado por la presencia incondicional del Cristo Vivo, que no nos ahorra, ni soluciona, ni suple en nada, aunque nos sostiene en todo y nos asegura que si buscamos el reino de Dios y su justicia lo demás se nos irá dando por añadidura (Mt 6,33).

      2

      Periferias, fronteras

      y amor político

       Para sobrevivir en la Frontera

      debes vivir sin fronteras,

      ser un cruce de caminos.

      GLORIA ANZALDÚA

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