Espero contribuir con este libro a que estos aprendizajes se consoliden en nuestras vidas.
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Sostenida por
un misterio de Amor
y relación
Permanezco callada, habla tú,
que eres la razón de mis palabras.
RUMI
Creer más allá de
las imágenes
¿Cómo tener paciencia quienes vivimos del Amor
si nos precede en el camino y siempre se nos escapa?
(...) Amor exige al Amor más que lo que la inteligencia entiende...1.
La identidad incómoda, fronteriza y agradecida de mi existencia y mi fe
No puedo hablar del Dios en quien creo al margen de la mujer que soy, por eso con pudor me atrevo a presentarme en unas breves líneas. Soy una mujer que ha atravesado la barrera de los 50, con una identidad múltiple y heterodoxa: soy mujer, cristiana, monja y feminista. Una identidad arriesgada por su incomodidad y por su inclasificabilidad, que me hace de algún modo «forastera» en las propias tierras que me configuran. Soy lo que algunas y algunos consideran alguien imposible o inexistente, pero mi existencia, como las de otras muchas como yo, muestra que aunque a menudo se nos reduzca a la invisibilidad existimos y somos posibles. Existencias incómodas, contradictorias, pero felices y tercamente esperanzadas y resistentes, apasionadas por Dios y por su Reino. Un Dios que a lo largo de nuestra historia se nos ha hecho mutable. Nos ha ido desvelando destellos de su misterio encarnado y al calor del fuego con que nos ha impregnado el corazón, nos ha ido conduciendo y nos conduce, sostenidas en y por el pueblo de Dios, hacia transformaciones profundas, inéditas de nuestro ser más hondo y de nuestro modo de estar en el mundo y en la Iglesia. En este texto comparto con pudor algunas de mis imágenes del Dios en quien hoy creo, el Dios que fundamenta y sostiene mi existencia.
El Dios ético e irresistible de los pobres y un contexto privilegiado para descubrirlo: los barrios obreros y populares en la década de los 70-80
Hablar de mi fe es hablar de mis raíces. Soy hija del desarrollismo español y de la democracia. Chica de barrio, de origen obrero, mis primeras aventuras eclesiales nacen en esa Iglesia de finales de los 70 comprometida en los barrios y sus luchas vecinales y preocupada por que la gente joven encuentre alternativas de ocio y formación desde el análisis crítico, la pedagogía de Pablo Freire y el asociacionismo todavía «ilegal» o recién estrenado. Educada en un colegio religioso, en cuyos pasillos tejían complicidad con nosotras algunas monjas y profesoras a las que les brillaban los ojos cuando emocionadas nos decían que estaban llegando tiempos nuevos y teníamos que estar preparadas para ello, a la vez que nos hacían experimentar la fuerza y el compromiso de sabernos hijas de esa promesa. Los valores democráticos, la participación, el compromiso por el bien común, el interés por lo socio-político eran el humus que respirábamos tanto en el colegio, aunque de manera un poco velada, como en otro tipo de grupos juveniles en los que participábamos. Esa Iglesia es la que me da a luz en las búsquedas propias de la juventud y la entrada en el mundo adulto, la que acompaña mi despertar a la vida vinculando fe y compromiso socio-político, sin que haya contradicción, sino más bien al contrario. Esa Iglesia es la que me desvela el rostro de un Dios encarnado, a la luz de las teologías y las pastorales de José Antonio Pagola, Jon Sobrino, José Ignacio González Faus, José Ramón Urbieta, Alberto Iniesta o Samuel Ruiz, etc. Un Dios acercado por el testimonio de mártires como Óscar Romero, Lucho Espinal o las hermanas de Maryknoll violadas y asesinadas en El Salvador por su compromiso con los derechos humanos. Un Dios cuya desmesura de amor le lleva a identificarse con los más empobrecidos y, desde ahí, a ofrecérsenos como salvación-liberación universal, pidiendo nuestra complicidad e invitándonos a echarle una mano, a ser sus parteras. Es este Dios que se hace prójimo todo debilidoso2. Este Cristo nuevamente encarnado3, el que me atrae con cuerdas amor (Os 11,4) y me lleva irresistiblemente a enamorarme de la sacratísima humanidad de Cristo4, a vivir desde él y con él, a ser una mujer apóstol, compañera de Jesús en la misión y en la intimidad de su corazón. Es este Dios, para el que nada humano es ajeno, el que no nos quiere de rodillas, sino erguidas y con oído atento al murmullo de los pobres y al servicio generoso de su Reino, el que me seduce irresistiblemente (Jer 20,7) y el que sostiene mi vida desde mi juventud hasta mis primeros años de vida religiosa.
Del Dios ético al Dios compasivo: la huellas de su encarnación en las mujeres del cuarto mundo y el descubrimiento con ellas y desde ellas de la sophía de Dios y su aliento en la interioridad de las mujeres
En torno a la década de los 90 la vida compartida con mujeres del cuarto mundo, la injusticia de la feminización de la pobreza y la violencia contra las mujeres hecha rostro, historia, cuerpo en ellas, me devuelven una nueva conciencia de mí misma y de la deuda pendiente de la humanidad y de las Iglesias con nosotras las mujeres. Este despertar tiene como consecuencia una crisis: la caída de la imagen del Dios-Padre, construido desde un imaginario y lenguaje masculinos que ignoran las experiencias de las mujeres para nombrarle y «practicarle». Se me hacen intolerables textos como Ez 16,1-63; Lev 1,15-32; Gén 12,10-20; Núm 31,31-36; Jue 19,1-29; etc. Y, sin embargo, otros como Éx 20,15-21; Rut 1,1-22; Sam 2,1-8; Gén 21,17-19; Is 49,14-16; Lc 1,39-56 o Lc 8,1-3 se convierten en mi experiencia creyente, en suave caricia que me sostiene, ofrece seguridad y aliento para mantenerme «desarrimada y en pie», como diría Teresa de Jesús, ante el desconcierto y la perplejidad que esta nueva etapa de mi fe me produce.
Los encuentros de las mujeres del Evangelio con Jesús, especialmente el de la mujer que derramó el perfume (Mc 14,3-11), la encorvada (Lc 13,10-27), la samaritana (Jn 4,1-39) y María de Magdala (Jn 20,11-18) acompañan mi itinerario de fe en este momento. Mi comunicación y mi relación con el misterio de Dios pasan entonces por intensificar el silencio. Un silencio que, para mí, que soy mujer de palabras, me cuesta mantener. Un silencio ascético y creativo que no me sabe a vacío sino a barbecho, a preparación de la tierra fecunda de la interioridad que soy, para que de ella emerjan palabras nuevas con que nombrarme y nombrar el mundo y el misterio que lo habita y dinamiza. Las palabras del místico sufí Rumi5 identifican mi experiencia de este momento: «Permanezco callada, habla tú, que eres la razón de mis palabras».
La recreación de textos bíblicos como el salmo 3 desde la desnudez de mi experiencia me ayuda a atravesar este momento:
Tú me haces, Amor, levantar la cabeza,
vas haciendo de mí una mujer erguida.
Tú eres mi mismidad, mi yo más íntimo, mi mejor yo.
Tú eres, Amor, la fuente de mi autoestima
y empoderamiento.
Tu apuesta incondicional en mí y por mí
me da soporte y consistencia,
me mantiene en las horas dulces y en las amargas,
en las horas en que la soledad se hace herida
y en las horas de plenitud acompañada.
En los momentos en que mi corazón
se siente desbordado por tanto don recibido
y en la árida y muda intemperie.
Gracias Amor, por tu encarnación