Preparémonos, pues, durante estas semanas para que la semilla que, Dios mediante, sembrará el papa Francisco en las almas de sus hijos mexicanos, caiga en buena tierra. Tierra removida, abonada, humedecida por la gracia de Dios y nuestra lucha personal. Que Santa María de Guadalupe nos acompañe en este camino.
Santa Fe, Ciudad de México, enero de 2016
[1] Lucas 22, 31.
[2] San Agustín, La Ciudad de Dios, ix, 5.
[3] Francisco, Evangelii gaudium, núm.87.
[4] Hechos 5, 15.
[5] San Josemaría, Forja, núm. 647.
El quinto Evangelio
Los “gritos” de las piedras
Se atribuye a san Jerónimo, ese gran biblista, padre y doctor de la Iglesia, el considerar a Tierra Santa como el quinto Evangelio de Jesucristo. Y es que, efectivamente, hoy como ayer, visitar los santos lugares donde ocurrieron los principales acontecimientos de nuestra fe cristiana es una inagotable fuente de conocimiento y, no pocas veces, de profunda emoción. Benedicto XVI alguna vez dijo que al considerar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en María “nuestro corazón se vuelve constantemente a aquella Tierra en la que se ha cumplido el misterio de nuestra redención (…) Las piedras sobre las que ha caminado nuestro Salvador están cargadas de memoria para nosotros y siguen ‘gritando’ la Buena Nueva”.
Quiero compartir con ustedes que, en los últimos días de febrero y los primeros de marzo de este año, un grupo de fieles de nuestra querida parroquia y de la ciudad de Monterrey, acompañados por quien esto escribe, tuvimos la gracia de visitar tierra santa y escuchar con emoción esos elocuentes “gritos” que dirige el Señor a los peregrinos. Fueron ocho días maravillosos e inolvidables en muchos sentidos. Días intensos, algunos incluso muy intensos, en los que recorrimos los más preciados lugares de la cristiandad. Con amplios espacios para el silencio, la oración y, pienso que puede decirse sin exagerar, la auténtica contemplación.
El ambiente del grupo fue formidable. Todos conservamos de principio a fin la enorme ilusión y alegría por lo que estábamos viviendo. No faltaron, gracias a Dios, ni la paciencia ni el buen humor ante los inevitables contratiempos que se suelen presentar en todos los viajes. Hay que decir que, aunque nos conocíamos poco antes del viaje, nos entendimos de maravilla. A los pocos días, la impresión general era como si nos conociésemos de toda la vida. Es verdad que hubo algunas compras, ¿cómo no iba a haberlas ante tantas cosas bonitas y exclusivas de aquellos contornos? Pero fueron siempre un aspecto marginal en el conjunto de nuestras actividades.
Un factor clave del éxito fue, sin duda, el buen Sebastián, nuestro joven, simpático e infatigable guía. Un hombre judeo-argentino, con excelente preparación profesional y que a lo largo de todo el viaje nos hizo partícipes de sus amplios conocimientos históricos, arqueológicos y culturales de Israel. En todo momento, además, con un delicado respeto, casi con cariño, a nuestras creencias cristianas y, en especial, a las históricas figuras de Jesús y de María. Que, vale la pena puntualizarlo, ambos son (son, no fueron) hebreos, como él.
Eventos de especial significación
Es difícil señalar los principales momentos del viaje. Emocionantes e ilustrativos resultaron muchos de ellos. Y, lógicamente, la valoración dependerá de la peculiar historia y sensibilidad de cada asistente. Pero pienso que se podrían destacar cuatro que a todos nos impresionaron especialmente:
1. La visita a la Basílica de la Anunciación en Nazaret. Tuvimos la Santa Misa en la nave principal y rezamos el Angelus en la santa gruta donde la tradición asegura que vivió María y recibió la embajada del arcángel san Gabriel para anunciarle que sería la Madre de Dios. Es un matiz entrañable emplear ese especial adverbio de lugar: aquí. En el Evangelio de la misa: “Fue enviado el ángel Gabriel aquí, a Nazaret”… O en el rezo del Angelus: “El Verbo de Dios aquí se hizo carne y habitó entre nosotros”.
2. La renovación de los compromisos matrimoniales en la pequeña iglesia de Caná de Galilea, por parte de quienes habían recibido ese sacramento. Recordamos ahí con emoción que Jesús quiso santificar con su presencia la alegría de aquella boda de que nos habla san Juan y, a instancias de su Madre, garantizó con un especial signo que no faltase el buen vino en la fiesta. Otro tanto se podría decir de los compromisos bautismales que renovamos todos junto al río Jordán.
3. El poderoso silencio, sólo interrumpido por el ruido de algunas gaviotas cuando, encima de una barca en lo profundo del mar de Galilea, meditamos el encuentro de Jesús con Pedro y los otros discípulos en las inolvidables noches de tempestad que narran los evangelios.
4. La misa en el Cenáculo de Jerusalén, donde a los trascendentales eventos de la Última Cena y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, para nuestro pequeño grupo se añadía el íntimo y familiar recuerdo de la última misa celebrada antes de fallecer a su regreso a Roma, por el beato Álvaro del Portillo, sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei, en su único e histórico viaje a Israel en marzo de 1994.
Tendría que añadir muchas otras cosas, pero lamentablemente no dispongo de espacio. Sólo dos palabras latinas para terminar: Deo gratias!
Santa Fe, Ciudad de México, marzo de 2016
Con san Josemaría a la Villa de Guadalupe
Una ocasión privilegiada
Como bien sabemos, el papa Francisco ha querido que todos en la Iglesia vivamos un Año Santo de la Misericordia; una ocasión privilegiada para asomarnos a la infinita bondad con que Dios nos ama y que se aprecia, mejor que nada, en la Humanidad Santísima de Jesucristo, el más fiel rostro de la misericordia del Padre celestial.
Todo Año Santo es una invitación a la conversión interior, a caer en la cuenta de nuestra pequeñez y miseria personales y a volver, como el hijo pródigo de la parábola de san Lucas, a los brazos del Padre Eterno. Esa conversión, ese paso de un estado de vida a otro, tiene un símbolo precioso en la llamada Puerta Santa que, en este caso, se ha llamado la Puerta de la Misericordia. Cruzar el umbral de esta puerta, obviamente, no es sólo un gesto material, externo. Debe ser un signo visible de un verdadero cambio interior. Es, como dice Francisco, una ocasión privilegiada para “experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza”.[1] Y así, con el alma reconfortada por la gracia de ese encuentro personal, ir luego al encuentro de nuestros hermanos ejerciendo generosamente las diversas obras de misericordia que propone la tradición de la Iglesia. Aspirar, de verdad, como plantea el lema del Año Santo, a ser con los demás misericordiosos como el Padre.
Como los antiguos peregrinos
Una forma muy bella de traspasar la Puerta Santa es acompañarla de una peregrinación, porque esta piadosa y antiquísima costumbre siempre ha sido considerada por la Iglesia como una imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. “La vida es una peregrinación” –nos recuerda el Papa– “y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada”.[2]
En la Ciudad de México, entre los diversos lugares