A la virgen del Carmen le pido que nos conceda a todos la gracia de descansar bien este verano, combinando armónicamente la convivencia familiar, el ejercicio físico, el enriquecimiento cultural y, sobre todo, la contemplación espiritual.
Que Dios los bendiga.
Santa Fe, Ciudad de México, julio de 2015
[1] San Josemaría, Surco, núm. 514.
[2] Marcos 6, 30-31.
[3] Marcos 20, 12.
[4] Marcos 11, 28.
[5] San Agustín, Sermón 241, 2, citado en el Catecismo de la Iglesia católica, núm. 32.
[6] Papa Francisco, Alabado seas, núm. 213.
Septiembre, mes de la patria
Un aspecto de la caridad
El mes de septiembre anuncia la llegada del otoño. En nuestro medio aumentan las lluvias, baja un poco la temperatura, algunos árboles cambian de follaje y, una nota muy mexicana, por todas partes –en los automóviles, en las fachadas de las casas, en los edificios públicos– aparecen banderitas tricolores.
Y es que, en efecto, para nosotros este mes es el de la patria. Con el aniversario de nuestra independencia nacional, celebramos gozosa y un tanto ruidosamente nuestra mexicanidad. Pienso que los mexicanos, de una forma u otra, experimentamos, en particular en estos días, una compleja amalgama de sentimientos que tienen como fondo un noble y sincero amor por la tierra que nos vio nacer. Apreciamos, con una nueva luz, nuestras tradiciones y cultura, nuestra música y cocina, y tantas cosas más.
Cristo mismo, nuestro modelo en todo, amó tiernamente a la capital de su pueblo. San Lucas lo recoge con una conmovedora expresión de afecto: “Jerusalén, Jerusalén (…) ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas!”.[1] San Pablo, por su parte, expresa en diversas ocasiones el legítimo orgullo que le provocaba pertenecer al pueblo de Israel y con frecuencia anima a los cristianos a cumplir sus deberes ciudadanos. A los fieles de Roma, por ejemplo, les propone: “Denle a cada uno lo que se le debe: (…) a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor”.[2]
Se trata, para nosotros, de exigencias muy concretas que son como una prolongación del amor a nuestros padres y abuelos. El Catecismo de la Iglesia católica lo subraya con firmeza: “El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad”.[3] Y esto implica, entre otras cosas, la obediencia y respeto a las legítimas autoridades, aunque obviamente sea legítimo manifestar de modo respetuoso nuestro disentimiento cuando fuere oportuno.
El ejemplo de los primeros cristianos
Emociona constatar en la célebre Epístola a Diogneto, a propósito de aquellos discípulos de finales del siglo ii, que “habitan en su patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña”. Vivían, pues, una doble nacionalidad: pertenecían a la ciudad celestial, pero sin apartarse de la ciudad terrena. Estaban en medio del mundo, cumpliendo sus deberes, amando intensamente a su patria sea cual fuere, pero a la vez con la mirada clavada en el cielo.
San Josemaría, desde muy joven insistía también en que
ser “católico” es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses…, de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. –¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto.[4]
Hagamos nosotros lo mismo. Aprovechemos estos días para fomentar el amor a México (o, si se fuera extranjero, a la propia patria) con un corazón universal. Con auténtico patriotismo, pero sin esas exageraciones nacionalistas que tanto daño han hecho y siguen haciendo a la sociedad. Procuremos, también, ir un poco más allá de la mera celebración externa y folclórica. Revisemos, por ejemplo, además del antes mencionado deber de respeto y obediencia a las autoridades, si estamos cumpliendo con las exigencias patrióticas que nos pide nuestra vocación cristiana. Si, por ejemplo, trabajamos honesta y cabalmente, si atendemos con delicadeza nuestros deberes familiares, si pagamos los impuestos que en justicia nos corresponden, si prestamos algún servicio social o profesional. Y un punto particularmente importante y delicado: si amamos con radicalidad la verdad en todas sus manifestaciones. Porque debemos estar persuadidos de que, sin verdad en nuestras vidas, abrimos espacios a la corrupción y a la injusticia. Esa terrible corrupción pública y privada que nos está ahogando tiene su última raíz en la mentira.
Nuestra fe nos ofrece una poderosa luz para perfeccionar y embellecer todas las realidades humanas. También las que se refieren al patriotismo. Termino con otro pensamiento de san Josemaría recogido en Surco: “Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social”.[5]
Santa Fe, Ciudad de México, septiembre de 2015
[1] Lucas 13, 34.
[2] Romanos 13, 7.
[3] Catecismo de la Iglesia, núm. 2239.
[4] San Josemaría, Camino, núm. 525.
[5] San Josemaría, Surco, núm. 302.
Príncipe de la paz
“Mi paz les doy”
En la Noche Buena, la liturgia de la misa nos propone un texto en el que el profeta Isaías describe con intensos oráculos su visión del futuro rey que habrá de salvar al pueblo elegido. Entre sus cualidades hay una de singular belleza. El anhelado Mesías será “Príncipe de la paz”.[1] Efectivamente, queridos hermanos, la noche bendita de Navidad, según nos cuenta san Lucas, los ángeles que anuncian a los pastores la noticia del nacimiento del Salvador, proclaman gozosos: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.[2] Nuestro Señor ha venido a la tierra para establecer un reinado de paz. Un reinado que, comenzando en este mundo por medio de la Iglesia, alcance su plenitud en la vida eterna.
La fiesta de Cristo Rey que pone fin al año litúrgico y la ya cercana celebración de la Navidad nos invitan a reflexionar sobre esta importante dimensión de la obra de Cristo y, consecuentemente, de sus discípulos. Él ha venido, insisto, para llenarnos de paz: “La paz les dejo, mi paz les doy”,[3] afirmó a los más íntimos en la Última Cena.
El papa Francisco nos lo recuerda tenazmente:
La paz