El basilisco había hecho su nido en una cueva junto a una fuente de la comarca, dijo la joven, y todos los que iban a coger agua a la fuente desaparecían sin que al principio los vecinos supieran la razón. Su primera víctima había sido, claro está, el buen caballero odiado por su vecino.
El relato fue dando vueltas hasta la conclusión en la que lógicamente triunfaba el bien, cuando la dama valiente, tras rechazar al pretendiente envidioso, se enfrentaba al basilisco con los ojos vendados, una espada bendecida y una traílla de comadrejas amaestradas.
Al terminar su cuento, parte inspirado en la leyenda local y parte inventado, era tarde. Cosa rara, la historia había mantenido en vilo a los adolescentes hasta el final. Sin embargo, ahora los bostezos empezaban a abrir muchas bocas.
Los monitores se pusieron de pie y los chavales del campamento les imitaron. Al moverse, el hechizo que les cubría se desvaneció.
—¿Conoces más leyendas? —preguntaron algunos a Violeta, curiosos.
—¡Claro! Navarra, Euskadi, Castilla… ¡Estas tierras están sembradas de leyendas y misterios! No muy lejos de aquí hay un pueblo abandonado que muchos consideran maldito… ¡Ochate!, en el Condado de Treviño. Pero esa es otra historia que os contaremos mañana.
—¿Por qué te llamas Finisterre?
—¡Porque fui hasta el fin de la tierra persiguiendo estrellas!
—Sí, claro… Y yo que me lo creo.
—¡No, en serio! Hice el camino de Santiago en bici siguiendo la Vía Láctea con unos amigos y después continuamos hasta llegar al cabo Finisterre, donde antes decían que se acababa el mundo. Yo quería ver el mar y me empeñé en seguir hasta la costa. Mis amigos me pusieron entonces ese mote y ahora es mi nombre artístico de cuentacuentos.
Esa noche, después de muchos cuchicheos entre las literas, todos se durmieron por fin.
Al día siguiente, mientras los muchachos daban su clase diaria de golf en Urturi acompañados por Amaia y Koldo, Violeta y Mikel se dedicaron a recorrer a fondo la villa de Bernedo.
Los dos monitores querían estudiar con detalle el lugar para marcar los hitos y empezar a organizar la yincana del último día. Así que caminaron sin prisa por el pueblo, comenzando por su plaza Mayor, donde estaba la iglesia parroquial, y por la cercana ermita de Santa Teresa, donde colgaba aquella inscripción en piedra que tanto les había llamado la atención: «La maldición de la madre abrasa, y destruye de raíz hijos y casa». También se acercaron a la Fuente del Suso donde estaba el viejo lavadero. Al mismo tiempo iban creando un plano con hitos, sacando fotos, poniendo pegatinas de colores en arcos de piedra, bajo escudos o detalles curiosos que les servían de inspiración.
En uno de los bares del pueblo, mientras tomaban un café, les hablaron de una casona de piedra en las afueras que albergaba un taller artístico, donde vivía y trabajaba una escultora local de cierto renombre. No les resultó difícil localizarla.
La casona tenía un arco de entrada y una puerta tradicional de madera gruesa que daba a la calle, adornada con un eguzkilore de metal, como les habían indicado. Un muro hecho con piedras de río salía desde la esquina de la casa y bordeaba una pequeña parcela. La verja estaba abierta y ellos se asomaron al interior con curiosidad. Descubrieron un jardín con césped y con macizos de hortensias, rosales y margaritas, muy bien cuidado. Un camino de losas lo cruzaba desde la verja hasta un pequeño edificio de piedra bajo y alargado, anexo a la casa grande, que tenía delante un porche. Debía ser el taller artístico del que les habían hablado, pues la pared estaba adornada profusamente con objetos originales de cerámica pintada, con farolillos colgantes y con flores hechas de hierro forjado. El lugar parecía desierto.
—¿Hay alguien? —llamaron.
El silencio se ahondó aún más porque callaron los pájaros. Luego, una mujer que rondaba la sesentena hizo su aparición en el umbral del taller. Llevaba un vestido suelto, largo y sin mangas y un delantal encima con manchas de pintura. Pero lo más llamativo era el pañuelo de seda que cubría su cabeza, enrollado como un turbante. Por su característico nudo y por la delgadez de la cara, Violeta y Mikel dedujeron que aquella mujer padecía algún tipo de cáncer. En esas circunstancias, muchas enfermas adoptaban el pañuelo con coquetería para esconder la calvicie provocada por el agresivo tratamiento que les hacía perder el pelo.
—¿Qué desean?
—Perdone la intromisión. Estamos alojados en el albergue y nos han hablado de su taller...
—Si molestamos, nos vamos —se apresuró a añadir Violeta. O Finisterre, como ya habían empezado a llamarla las chicas del campamento.
—Está abierto, sí. Adelante, —respondió la mujer con amabilidad. Su mirada agradó a los recién llegados—. Podéis pasar. Aunque está todo un tanto desorganizado, os advierto. Este es mi lugar de trabajo no la tienda...
—¡Es fantástico! —exclamó Mikel con admiración nada más cruzar el umbral, mientras sus ojos recorrían el taller con la pequeña fundición, el banco de ceramista y los curiosos instrumentos de trabajo que estaban dispuestos en tableros y mesas de madera.
—Unas veces trabajo con metal y otras con cerámica… Depende de lo que me inspire más en cada momento. ¡Como artista, no soy muy clasificable! No sigo ninguna tradición artesana. Voy a mi aire —confesó ella con sencillez, respondiendo a las preguntas que le hacían mientras acariciaba una pieza a medio pintar en la que estaba trabajando, que representaba una bella luna con nariz de perfil griego y boca carnosa rodeada por un medio arco de estrellas. Era un diseño delicado y a la vez potente, muy femenino.
Les invitó a que mirasen tranquilamente mientras ella seguía trabajando, sentada en una banqueta alta e inclinada sobre una mesa del taller. La luz de la calle que entraba por un ventanuco cercano daba relieve a su figura, creando alrededor un halo de serenidad.
Empezaron a recorrer la estancia sin necesidad de que se lo dijeran dos veces. Era una bodega alargada y fresca dividida en dos zonas, sin una separación clara entre ellas. Al lado derecho de la puerta se encontraba la zona de trabajo, con mesas cubiertas de sopletes, herramientas, botes de pintura, pinceles y material en bruto, un torno de ceramista y algunas máquinas. Al fondo vieron apiladas en un rincón unas cajas de embalaje plegadas y tintadas de color azul océano, con un logotipo y un nombre impreso: Selene. En el otro lado estaban las piezas ya terminadas, dispuestas sobre varias mesas y en estanterías pegadas a la pared.
Había multitud de objetos, desde llaveros, pendientes y colgantes hasta adornos decorativos de pared y esculturas de diversos tamaños. Vieron eguzkilores, girasoles, árboles de la vida... Pero el motivo preferido eran los astros del firmamento. Dondequiera que mirasen, predominaban las formas de sol y luna, rodeados de estrellas, pintados con bocas sonrientes o serias y con ojos humanizados, almendrados y sensuales. Soles con rayos flamígeros, lunas de rasgos marcados. Eran objetos tan bellos que les fascinaron.
—¿Podríamos venir con un grupo de chicos para enseñarles su trabajo? —preguntó Mikel a la escultora, entusiasmado—. Somos monitores de un campamento juvenil de verano y estamos en el albergue…
—Lo sé. —La artista esbozó una media sonrisa ante el asombro reflejado en la cara de su interlocutor—. Vivimos en un pueblo pequeño. Aquí es difícil pasar desapercibido.
Pero no contestó ni que sí ni lo contrario, ante la petición del joven.
Mientras terminaban de recorrer la nave, Violeta riñó por lo bajo a su compañero.
—¿Cómo se te ocurre? No podemos traer aquí al grupo. Molestaríamos a la señora… ¡Y ya tenemos un programa de actividades demasiado apretado! Yo ni siquiera iría hasta Ochate. ¡No sé por qué te empeñas tanto! Allí no hay nada que ver...
—¡Claro que sí! —respondió el otro, con su optimismo incombustible—. ¡No pienso perder la