«¡Mierda!». Solo faltaba que esa niña tan bocazas fuera vecina suya.
Hacía poco que se había trasladado con sus padres a Mutilva. Así que el chico apenas había tenido tiempo todavía para explorar el entorno, mucho menos para hacer amistades. Pero si todos los vecinos de su edad eran como aquella niña, prefería quedarse en casa con su ordenador y sus pantallas digitales.
Por desgracia, basta que no quisiera volver a ver a la «Bocazas», como Javi la llamaba, para que se la encontrara en todas partes tras el día del accidente. En la calle, en el autobús urbano, en la plaza Eguzki de Mutilva…
Cuando eso ocurría, Javier se ponía colorado, desviaba rápidamente la vista y fingía no conocerla. Menos mal que la chica hacía lo mismo y le ignoraba olímpicamente con una tranquilidad pasmosa.
Entretanto transcurría el mes de junio con los últimos exámenes, las despedidas de clase, los primeros baños en la piscina, las notas finales… Todo ello salpicado de calor y tormentas, en los preludios de un verano que prometía.
Poco a poco, a lo largo del último trimestre de curso, sus padres habían ido desvelando el programa de vacaciones con las actividades que habían planeado para mantener ocupado a su hijo único y que aprovechara el tiempo libre al máximo, mientras ellos hacían sus propios planes y viajes de adultos.
Ese año habían decidido mandarle la última semana de julio a un campamento de golf. Su padre era un adicto al golf; había empezado a practicarlo más por marketing laboral que por verdadera afición, pero con los años se había enganchado a la práctica de caminar por la hierba con un palo golpeando una bolita. Y quería inculcar ese deporte de élites en su hijo, convencido de que le serviría en el futuro para crearse relaciones sociales muy fructíferas.
Javier no entendía por qué se empeñaban sus padres en apuntarlo a tantos campamentos de idiomas y deportivos, con actividades y horarios estrictos, cuando el sol del verano invitaba a tumbarse a la bartola y disfrutar sin hacer nada. Odiaba además estar rodeado las 24 horas de desconocidos a los que forzosamente tenía que gustar y de los que debía hacerse amigo, según sus padres, le gustaran o no.
La verdad es que nunca le había resultado fácil hacer amigos. No tenía don de gentes. Demasiado introvertido, eso decían las pruebas psicotécnicas de él. Muy inteligente y con una habilidad extraordinaria para las matemáticas, pero con pocas habilidades sociales. Javier sabía que era un friki y no el chico más famoso de su colegio, como hubieran deseado sus padres, no hacía falta que se lo restregasen en la cara. No quería serlo, pero estaba aprendiendo a resignarse ya que no podía hacer otra cosa.
Por fin terminó el curso y llegaron las ansiadas vacaciones.
Pensaba que disfrutaría de un periodo de gracia y felicidad. Pero sus esperanzas se torcieron en la última semana de junio, cuando acudió a la reunión preparatoria del campamento de golf.
Los organizadores habían convocado por correo electrónico a las familias a las siete de la tarde de un miércoles en la Casa de Cultura de Mutilva. Y la familia García en pleno había acudido al llamamiento. Solo habían tenido que doblar la esquina y caminar desde su casa hasta la cercana plaza Eguzki donde se encontraba el edificio público. En la puerta, al entrar, les habían entregado una hoja impresa a color que daba información sobre el campamento, las condiciones del viaje y los patrocinadores.
El «Campamento de Iniciación al Golf» era una idea novedosa. Estaba organizado por la Federación Navarra para promocionar ese deporte entre las nuevas generaciones y contaba para ello con la colaboración de los ayuntamientos de Egüés y Aranguren, que buscaban dar a los jóvenes de sus valles otras alternativas de ocio diferentes, con el patrocinio de una conocida entidad bancaria.
El cursillo se iba a celebrar en el Izki Golf de Urturi, un pequeño pueblo situado en la Cuadrilla de Campezo-Montaña Alavesa, a unos 100 kilómetros de distancia de Pamplona. Era el primer campo de golf de iniciativa pública construido en España, creado por la Diputación Foral de Álava y diseñado por el famoso campeón español Severiano Ballesteros. El centro contaba con un buen programa de actividades para jóvenes y, al estar en parte subvencionado con fondos públicos, resultaba bastante asequible. Además, estaba situado junto al Parque Natural de Izki, uno de los parajes naturales más hermosos y bien conservados de Euskadi, con rutas para realizar senderismo y actividades de media montaña.
Después de saludar a algunos conocidos, la familia García se había acomodado al fondo de la sala a esperar el comienzo de la reunión. Y justo acababa de ocupar su asiento, cuando Javi vio entrar a la Bocazas con una mujer que, por el parecido y la familiaridad de trato, tenía pinta de ser su madre. El chico se hundió inmediatamente en la silla y se escondió tras el folleto. A continuación, comprobó aterrado que sus ojos no le engañaban. Era la misma chavala del accidente y llevaba en la mano el mismo folleto que daban en la entrada, lo que significaba que también asistiría al campamento. ¿Para qué si no iba a sentarse en la segunda fila? Ahora la Bocazas se había vuelto y recorría con mirada curiosa la sala y, por mucho que intentó evitarlo, acabó descubriendo dónde estaba él. Reaccionó frunciendo el ceño. Javi no logró ver más porque otras personas se pusieron delante y se sentaron en medio.
Sin embargo, ya no pudo parar en la silla, se removía inquieto como un pez fuera de su ambiente. Y aunque estaba deseando marcharse, no podía porque sus padres le cerraban el paso y querían enterarse de las normas que regirían el campamento.
Los organizadores, sin embargo, apenas dieron normas. Hablaron más bien de las excelencias del lugar elegido, empezando por las instalaciones del Izki Golf con sus campos de césped ondulantes. También mostraron un vídeo fantástico de la zona y de la localidad de Bernedo, donde iban a alojarse esos días en un albergue juvenil. Se trataba de una cuenca agrícola franqueada al norte y al sur por unas sierras accidentadas y fragosas. Estaba jalonada de pueblos con casas de arquitectura tradicional, con ríos rápidos que atravesaban gargantas verdes, montes de relieve agreste y boscoso en un entorno natural donde el grupo de jóvenes podría probar el sabor de la aventura sin correr peligro, eso dijeron.
La organización quería causar una buena impresión y en general lo logró de sobra.
Aunque Javier estaba tan disgustado que apenas se fijó en el vídeo. Solo prestó atención cuando subieron al estrado los que serían sus monitores en el campamento, dos hombres y dos mujeres jóvenes. El primero de todos en presentarse fue Mikel. A los padres de Javi no les causó buena impresión ver que llevaba el pelo muy rapado y un pendiente en cada oreja, pero como maestro de profesión, debía saber su oficio. El otro monitor, Koldo, parecía un joven agradable y con buen carácter cuando se presentó.
En cuanto a las monitoras… Javier se enamoró de la sonrisa de Violeta nada más verla. Era una sonrisa encantadora y positiva que abrazaba a quien la miraba. Que hacía brillar sus ojos verde miel como si fuesen de agua e iluminaba por completo su rostro fino, bello y juvenil. Tenía una media melena rizada de cabellos llameantes, teñidos de un vibrante color rojo cobrizo, que le daban un aire moderno y distinto. Pequeña y delgada, se desenvolvía en el estrado con la fluidez y ligereza de una mariposa volando en la brisa y, mientras se presentaba, sus brazos gesticulaban como alas. A Javi le recordaba vagamente a una actriz famosa del cine americano, delicada y elegante como ella.
Su compañera, Amaia, era todo lo contrario, más terráquea. Grande y alta, su melena rubia enmarcaba un rostro saludable de corte celta. Parecía simpática también, extrovertida y un tanto malhablada, eso dijo la madre de Javi al oírla soltar varios tacos.
A la salida, los monitores se habían repartido por la sala para ser más accesibles. Y Violeta había saludado a Javier al pasar deduciendo que sería uno de los participantes.
—¡Hola! Tú vienes al campamento, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?
—Javier