Habían tomado el autobús esa mañana temprano, cargados con sus mochilas, bolsos y sacos de dormir, y tras despedirse de sus respectivas familias se habían sentado desperdigados por las butacas, solos muchos de ellos. La mayoría se había pasado todo el viaje mirando al móvil e ignorando el paisaje. Únicamente tres eran amigos y, cómo no, habían avanzado hasta el final del pasillo para ocupar la fila de asientos del fondo desde donde llegaban sus risas y bromas. El resto guardaba silencio. A Violeta no le cabía duda de que, al terminar la semana, en el viaje de vuelta, aquellos asientos del fondo estarían llenos. Siempre ocurría igual.
Los monitores habían pasado lista antes de partir, para ir conociéndolos personalmente y comprobar que no se dejaban a nadie. Unos habían contestado con voz adormilada, tímida o displicente; otras voces habían sonado alegres y vivas o tranquilas y expectantes ante lo desconocido. La niña de coleta gruesa y ojos simpáticos, al escuchar su nombre «Mónica Ramos», había contestado resuelta:
—¡Nika!, llamadme Nika.
El autobús había partido temprano de Mutilva y en hora y media había cubierto la distancia hasta el pequeño pueblo de Urturi, en la Montaña Alavesa. La primera parada había sido en el Izki Golf, donde habían visto las instalaciones y habían recibido su primera clase. Al terminar las prácticas, dos horas después, empezaba a caer a plomo el sol achicharrante de julio y todos se habían refugiado en la sombra del bar-cafetería para tomar refrescos mientras se secaban el sudor.
A continuación, se habían trasladado en el mismo autobús al pueblo de Bernedo, antigua plaza fuerte amurallada que aún conservaba el trazado estrecho de las viejas calles medievales y hoy capital de la comarca del mismo nombre; en las afueras estaba situado el albergue juvenil donde pernoctarían. Era un edificio de arquitectura moderna y funcional, pintado con colores alegres y vestido con grandes ventanales por donde entraba a raudales la luz. Allí habían desembarcado con sus mochilas y sacos, y habían comido en un espacioso comedor tras el ruidoso reparto de literas.
Por la tarde, habían recorrido con gran bullicio la vieja villa, en una primera toma de contacto con el que iba a ser su centro base durante la semana del campamento. A las nueve en punto habían regresado al albergue donde les habían servido una buena cena.
Y en la primera noche de campamento, nada mejor que salir de exploración con la excusa de contar las estrellas, eso pensaban los monitores. De ese modo, los chicos comenzaban a hacer piña y a conocerse unos a otros. Después, con cualquier pretexto, Violeta y Mikel se lanzaban a narrar historias terroríficas a la luz de la luna que ponían los pelos de punta y hacían reír al mismo tiempo a los oyentes, por su forma de contarlas.
En los Pirineos o en la Montaña Alavesa, en todas partes había leyendas que se pasaban de generación a generación de narradores. Y siempre triunfaban porque, desde los tiempos más remotos, las buenas historias contadas alrededor de una hoguera o a la luz de las linternas ejercían una magia poderosa que atraía y acercaba a las personas.
—Todos los móviles se quedan en el albergue. ¡Nada de teléfonos móviles! —Esa había sido la consigna al levantarse de las mesas del comedor, antes de lanzarse a la excursión nocturna.
Como los monitores habían imaginado, la protesta fue general. ¿Por qué tenían que dejar sus móviles?, respondían los adolescentes. No podían estar desconectados. ¿Y total para qué?, ¡ver estrellas! ¡Vaya chorrada! Yo me quedo en el albergue, dijo alguno.
—Ah, ah, ah. Así que tenéis miedo a salir de noche, ¿eh? —saltó Mikel.
—Sí, sí, no pongáis esa cara... Todo ese rollo del móvil a mí me suena a excusa. —Koldo lo secundaba desatando la indignación de los chicos que ya no se atrevían más a decir que se quedaban dentro por temor a parecer cobardes.
—¡Fuera móviles! No se necesitan maquinitas para contar estrellas. ¡Solo los ojos!
Entre bromas y frases jocosas, pero con firmeza, los monitores habían ido empujando a la tropa renuente de chicos y chicas a la calle armados tan solo con linternas vulgares de pila. Y los habían llevado de paseo en la oscuridad, primero por el arcén de la carretera hasta la vecina residencia de ancianos y después internándose por una vía de tractores que cruzaba entre los campos. Allí, entre risas, los monitores les habían hecho apagar las linternas y después les habían enseñado a leer el mapa del firmamento nocturno señalando las principales constelaciones.
Para la mayoría de aquellos urbanitas, caminar a oscuras por el campo y contemplar el cielo nocturno era una experiencia insólita, también un descubrimiento fascinante. Algo curioso teniendo en cuenta que las estrellas siempre estaban ahí para quien quisiera mirarlas.
—Para que os hagáis una idea, aquí en el campo en una noche sin luna podemos ver más de 3000 estrellas. En cambio, en una ciudad grande y llena de luces artificiales como Madrid o Barcelona, el cielo nocturno se ve plano y amarillo, apenas se pueden distinguir las estrellas más brillantes. ¡A eso se le llama contaminación lumínica!
—¿Sabíais que la bóveda celeste gira por la noche? Por eso, el mapa de estrellas va cambiando según la hora y la época del año. En realidad, no es el cielo sino la tierra la que gira sobre sí misma. Pero si te quedas quieto mirando al cielo en un mismo lugar, tienes la sensación de que toda la bóveda celeste se está moviendo. Lo hace alrededor de un eje que es el polo norte. Por eso no se ven las mismas estrellas en el mismo sitio a la medianoche que a las cuatro de la madrugada. Con las estrellas ocurre como con el sol durante el día; según pasan las horas, hay astros que aparecen por el este y otras estrellas se van poniendo y desaparecen por el oeste.
—Para guiarse por el cielo, lo primero hay que encontrar la estrella Polaris. Es la estrella situada justo encima del Polo Norte, la única que permanece quieta, ¡siempre señala el norte!, por eso los antiguos navegantes la usaban como brújula en sus viajes.
Al volver, el grupo caminaba más junto y contento. Nadie tenía ganas de irse a la cama. Así que, al llegar al albergue, se habían sentado en el patio y, tras los preliminares, Mikel y Violeta habían empezado a desplegar su arte para entretener desgranando hábilmente algunas leyendas tal y como esperaban los más jóvenes porque las historias de miedo, según dicta la tradición, forman parte inseparable de los campamentos de verano.
—¡Bah, eso de la Santa Compaña es un cuento! Los fantasmas no existen... —decía en ese momento un chaval, haciéndose el entendido.
Fue Violeta quien respondió con voz enigmática:
—¡Eso creemos! Pero los fantasmas son como las estrellas, ¡como el aire! Puede que en una ciudad llena de farolas no los veáis, porque la luz artificial os ciega. ¡Pero habéis de saber que aquí estamos en tierra de frontera!, donde cualquier misterio es posible.
Sus compañeros asintieron.
—Seguramente a vosotros, estas tierras os parecerán unas simples montañas con bosques y desfiladeros de rocas por donde corren inofensivos ríos, el Ega y el Ayuda. O llanuras aburridas, con campos de cereal recién cosechado. Pero sobre estos mismos campos cabalgaron en otro tiempo, no hace tanto, ejércitos de caballeros que iban a la batalla. Hace mil años, dos reyes poderosos se disputaban entre sí estos lugares, el rey de Castilla y el de Navarra. Durante tres siglos esta región formó parte del antiguo Reino de Navarra y el mismísimo rey Sancho el Sabio dio privilegios y convirtió Bernedo en una villa. Se levantaron murallas para defender el pueblo. Al final, el rey de Navarra perdió estas tierras que pasaron a pertenecer al reino de Castilla. Oh, sí, hay mucha sangre seca mezclada con esta tierra… Y los huesos de muchos muertos se blanquearon al sol. Se dice que los fantasmas de algunos de esos muertos que cayeron por la espada aún se pasean por las antiguas cañadas en busca de su señor. Y otros buscan venganza de los que les dieron muerte con malas artes de brujería. Como el caballero que regresó de la tumba para ayudar a su amada a acabar con un basilisco que asolaba estas tierras...
Como narradora, Violeta era una verdadera artista, una contadora de cuentos nata que hechizaba con su voz y sus relatos. Tenía el don de la poesía y el talento natural de una actriz para crear ambiente. Así que durante un buen rato mantuvo