—Pero ¿usted aún cree en la policía? Después de todo, ¿cómo sabe si no seré yo mismo un soplón?
Y le miró de tal modo, que Martinon —tan inquieto estaba— no se dio cuenta, en un principio, de la broma. Como la muchedumbre los empujaba, se vieron forzados a resguardarse en la escalinata que conducía, por un pasillo, al nuevo anfiteatro.
La turba se abrió paso y muchos se descubrieron, saludando al ilustre profesor Samuel Rondelot, quien, envuelto en su pesada levita, agitaba en el aire sus gafas de plata, resoplando, a causa del asma, mientras avanzaba con paso tranquilo para dar su clase. Aquel hombre era una de las glorias jurídicas del siglo XIx, el rival de los Zachariae y de los Ruhdorff. Su reciente dignidad de par de Francia no había modificado sus costumbres. Se sabía que era pobre, y todos lo respetaban.
Mientras tanto, al fondo de la plaza, algunos gritaron:
—Abajo Guizot!
—¡Abajo Pritchard!
—¡Abajo los vendidos!
—¡Abajo Luis Felipe!
La muchedumbre se arremolinó, y apretujándose contra la puerta del patio, que estaba cerrada, impedía al profesor seguir su camino. Delante de la escalera se detuvo; a poco se le vio en el último de los tres descansillos; quiso hablar, pero los murmullos no dejaban oír su voz. Aunque hacía un rato simpatizaba a todos, en ese momento se le odiaba, pues representaba a la Autoridad. Apenas pretendía hacerse oír, reiniciaban los gritos. Hizo un ademán enérgico, invitando a los estudiantes a seguirle; pero como respuesta recibió un griterío general. Se encogió desdeñosamente de hombros y se perdió en el pasillo. Martinon se había aprovechado de la coyuntura para desaparecer al mismo tiempo.
—¡Qué cobarde! —dijo Frédéric.
—Sólo es prudente —replicó el otro.
La muchedumbre rompió en aplausos; aquella retirada del profesor se convertía en triunfo para ella. Todas las ventanas se llenaron de curiosos. Unos entonaban La Marsellesa, otros proponían ir a casa de Béranger.
—¡A casa de Lafitte!
—¡A casa de Chateaubriand!
—¡A casa de Voltaire! —rugió el joven del bigote rubio.
Los polizontes trataban de disolver los grupos, diciendo con la mayor dulzura que les era posible:
—Vamos, señores, circulen; hagan el favor de retirarse.
Alguien gritó:
—¡Abajo los matarifes!
Ésta era una injuria usual desde las revueltas del mes de septiembre. Todos la repitieron. Los policías, que comenzaban a palidecer, eran silbados y escarnecidos; uno de ellos, agotada la paciencia y al divisar a un mozalbete que se le acercaba demasiado, riéndose de él en sus mismas narices, le dio tan fuerte empujón que le hizo caer de espaldas, cinco pasos más allá, ante una taberna. Todos se apartaron; pero casi al mismo tiempo el policía vino a tierra, derribado por una especie de Hércules, cuya cabellera, semejante a un manojo de estopa, se desbordaba bajo una gorra de hule.
Detenido desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle de Saint-Jacques, abandonó la caja que llevaba para echarse sobre el policía, y una vez que lo tuvo debajo, le cubrió de puñetazos el rostro.
Acudieron los camaradas del esbirro; pero aquel terrible muchachote era tan fuerte, que necesitaba por lo menos cuatro hombres para reducirle. Dos le sacudían por el cuello, otros dos le jalaban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, sedicioso. Y él, con el pecho al desnudo y el traje hecho trizas, protestaba de su inocencia: no había podido ver con sangre fría que maltrataran a un niño.
—Me llamo Dussardier y estoy colocado en la mercería de los señores Valincart hermanos, que están establecidos en la calle de Cléry.
¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —y repetía—: Dussardier.. calle de Cléry. ¡Mi caja!
Se apaciguó, sin embargo, dejándose conducir estoicamente a la comisaría de la calle Descartes. Una oleada de público le siguió. Frédéric y el joven del bigote le iban inmediatamente a la zaga, llenos de admiración hacia él e indignados por los abusos de la fuerza pública.
A medida que avanzaban iba decreciendo la muchedumbre.
Los polizontes, de vez en cuando, se volvían con ceño feroz; los alborotadores y los curiosos, como ya no tenían nada que hacer los unos, ni que presenciar los otros, se iban dispersando lentamente. Los transeúntes, al cruzar, quedábanse mirando a Dussardier y se entregaban a toda suerte de ultrajantes comentarios. Una anciana, de pie en su puerta, llegó a decir que había robado un pan; semejante injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron a la Comisaría; sólo quedaban unas veinte personas; la vista de las fuerzas fue bastante para dispersarlas.
Frédéric y su compañero reclamaron valerosamente al que acababan de encerrar en un calabozo. Un policía les amenazó, si insistían, con encerrarlos a ellos también. Preguntaron por el comisario y dieron a conocer su nombre y su condición de estudiantes de Derecho, afirmando que el detenido era un camarada.
Se les hizo entrar en un cuarto, completamente desmantelado, con cuatro banquetas a lo largo de las enyesadas y ennegrecidas paredes.
Allá, en el fondo, se abrió un ventanillo, y por él surgió la robusta cabeza de Dussardier, que vagamente recordaba a la de un perro, con su revuelta pelambrera, sus diminutos y francos ojos y su nariz de punta cuadrada.
—¿No te acuerdas de nosotros? —dijo Hussonnet, que era el apellido del joven del bigote.
—Pero... —balbuceó Dussardier.
—No te hagas más el tonto —repuso el otro—; ya saben que eres, como nosotros, estudiante de Derecho.
Pero a pesar de los guiños que le hacían, Dussardier no adivinaba nada.
Pareció reflexionar y de pronto preguntó:
—¿Han encontrado mi caja?
Frédéric, desalentado, levantó los ojos, y Hussonnet repuso:
—¡Ah!, tu caja, en la que guardabas tus apuntes de clase. Sí, sí; tranquilízate.
Y redoblaron su pantomima. Dussardier se dio cuenta al fin de su salvadora intención, y, temiendo comprometerlos, no dijo una palabra.
Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado a la categoría de estudiante y al nivel de aquellos jóvenes de manos tan blancas.
—¿Deseas que le llevemos algún recado a alguien? —preguntó Frédéric.
—No, gracias.
—¿Ni a tu familia?
El pobre mancebo, que era hospiciano, bajó la cabeza sin responder. Este silencio llenó de asombro a los dos amigos.
—¿Tienes tabaco? —insistió Frédéric.
El dependiente se palpó los bolsillos y sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa de espuma de mar, con depósito de madera negra, tapadera de plata y boquilla de ámbar. Hacía tres años que estaba dedicado a hacer de ella una obra maestra y se cuidaba mucho de tener el depósito constantemente encerrado en una funda de gamuza, de fumar con la mayor lentitud posible, de no dejarla jamás sobre el mármol y de colgarla todas las noches a la cabecera de su lecho. Y ahora se veían los despojos de ella entre sus manos, cuyas uñas sangraban, y, boquiabierto, hundida en el pecho la barbilla y con las pupilas fijas, contemplaba con ojos de inefable tristeza aquellos restos de su alegría.
—Si le diésemos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo Hussonnet en voz baja, haciendo ademán de buscarlos.
Pero Frédéric había puesto ya en el borde del ventanillo una petaca llena.
—¡Toma!