—¿En la que guarda sus cartas de mujeres? —preguntó Arnoux.
Frédéric, ruborizándose como una doncella, rechazó semejante suposición.
—¿Sus versos, entonces? —repuso el comerciante.
Tocaba y retocaba las pruebas extendidas aquí y allí; discutía la forma, el color, la orla, y Frédéric sentíase por momentos más y más irritado por aquel su aire meditabundo y sobre todo por sus manos, que iban de acá para allá entre los carteles, aquellas manos regordetas, blanduchas y de uñas cortas. Por último, Arnoux se levantó, y, diciendo "Esto se acabó", le pasó la mano familiarmente por la barbilla. Aquella muestra de confianza desagradó a Frédéric, que se hizo atrás, atravesando a poco y por última vez - según creía-- el umbral de aquel despacho. La propia señora Arnoux se presentaba ante sus ojos como empequeñecida por la vulgaridad de su marido.
Aquella misma semana recibió una misiva en la que Deslauriers le anunciaba para el jueves próximo su arribo a París. Entonces se entregó ahincadamente a aquel más profundo y sólido afecto. Un hombre tal valía por todas las mujeres. Ya no tendría que recurrir a Regimbart, a Pellerin, a Hussonnet, a nadie. Para mejor recibir a su amigo, compró una camita de hierro, otra butaca y preparó la ropa del lecho; y el jueves por la mañana, cuando se disponía a salir al encuentro de Deslauriers, resonó un campanillazo en su puerta, presentándose Arnoux.
—Una palabra, tan sólo. Ayer he recibido de Ginebra una hermosa trucha, y contamos con usted, desde luego, para las siete en punto...
Calle de Choiseul, 24 duplicado: no lo olvide.
Frédéric se vio en la necesidad de sentarse; se le doblaban las rodillas, y repetía: "¡Por fin, por fin!" Después escribió sendas cartas a su sastre, a su sombrerero y a su zapatero, enviándolas a la vez con tres mozos distintos. Giró la llave en la cerradura y apareció el portero con una maleta a hombros.
Frédéric, al verse ante Deslauriers, se echó a temblar; como la mujer adúltera en presencia del esposo.
—¿Qué te ocurre? —dijo Deslauriers-. ¿No has recibido una carta mía?
Frédéric no tuvo ánimos para mentir; abrió los brazos y estrechó a su amigo, quien sin perder momento le contó su historia. Su padre se había negado a rendirle las cuentas de su tutela, creyéndose que prescribían a los diez años. Pero Deslauriers, conocedor de la materia al dedillo, consiguió arrancarle al fin la herencia materna, consistente en siete mil francos, que llevaba consigo en una vieja cartera.
—Me servirán de reserva si alguna vez se tuercen las cosas. Es preciso que piense en colocarlos y en colocarme yo mismo desde mañana por la mañana. Por lo que hace a hoy, holganza completa y a tu entera disposición, amigo mío.
—¡Oh!, no te molestes —dijo Frédéric—. Si esta noche tienes alguna cosa de importancia.
—¡Vamos! Sería un grandísimo miserable.
Aquel epíteto, caprichosamente lanzado, hirió a Frédéric en mitad del corazón, como una alusión ultrajante.
El portero había colocado en la mesa, que se hallaba junto a la chimenea, unas chuletas, galantina, una langosta, el postre y dos botellas de Burdeos.
Tan buena acogida conmovió a Deslauriers.
—Me tratas a cuerpo de rey; palabra.
Hablaron del pasado y del porvenir, y de vez en cuando se estrechaban la mano por debajo de la mesa, contemplándose por un momento con ternura. En esto apareció uno de los mozos, que traía un sombrero reluciente. Deslauriers, en voz alta, hizo notar cuán flamante era.
Después, el mismo sastre en persona trajo el frac, que había planchado.
—Se creería que vas a casarte —dijo Deslauriers.
A la hora, un tercer individuo apareció, sacando de un enorme saco negro unas magníficas botas de charol. Mientras Frédéric se las probaba, el zapatero, mirando con socarronería, no apartaba sus ojos del calzado del provinciano.
—¿Necesita algo el señor?
—No, gracias —repuso Deslauriers, escondiendo bajo la silla sus viejos borceguíes.
Semejante humillación molestó a Frédéric. Se resistía a descubrir su trance. Al fin, y como si se le ocurriera una idea, exclamó:
—¡Ah, caray! Se me olvidaba.
—¿Qué cosa?
—Pues que esta noche estoy convidado.
—¿En casa de los Dambreuse? ¿Por qué no me has hablado de ellos en tus cartas?
No era en casa de los Dambreuse, sino en la de los Arnoux.
—Has debido advertírmelo —dijo Deslauriers y hubiera venido un día más tarde.
—¡Imposible! —repuso Frédéric con brusquedad—. Hasta esta mañana, hasta hace poco no me han invitado.
Y para atenuar su falta y distraer de ella a su amigo, desató los enredados cordeles de su maleta, ordenó todas sus cosas sobre la cómoda y hasta quiso cederle su propia cama y acostarse él en la leñera.
Luego, a las cuatro, comenzó sus preparativos para vestirse.
—¡Tienes mucho tiempo por delante! —le dijo su amigo.
Al fin, y una vez vestido, se fue.
—¡Así son los ricos! —pensó Deslauriers, y se dirigió para comer a la calle Saint-Jacques, a un modesto restaurante que conocía.
Frédéric —de tal modo latía su corazón— se detuvo varias veces en la escalera. Las costuras de uno de sus guantes excesivamente justos saltaron, y mientras ocultaba el descosido bajo el puño de su camisa, Arnoux, que le iba a la zaga, le cogió de un brazo y le hizo entrar.
Se veía en la antesala, decorada a la manera china, un farol pintado en el techo y sendos bambúes en los rincones. Al atravesar el salón, Frédéric tropezó con una piel de tigre. Aún no habían encendido las velas; pero allá, en el fondo del gabinete, dos lámparas resplandecían.
La señorita Marthe vino a decir que su madre se estaba vistiendo.
Arnoux la levantó a la altura de su boca para besarla, y luego, como quisiera escoger él mismo en el sótano dos botellas de cierto vino, dejó a Frédéric con la niña.
Había crecido mucho desde el viaje de Montereau. Sus cabellos oscuros caían en largos tirabuzones, que rozaban sus desnudos brazos.
Su vestido, más ahuecado que la corta falda de una bailarina, dejaba al descubierto sus sonrosadas piernas, y de toda su gentil persona, trascendía una frescura de ramillete. Acogió los piropos del joven con aire coqueto, fijando en él sus profundos ojos, y a continuación, deslizándose por entre los muebles, desapareció como una gata.
Frédéric ya no sentía la más leve turbación. Los globos de las lámparas, cubiertos con encaje de papel, despedían una tenue luz, que amortiguaba el matiz de los muros, tapizados con raso malva. Por entre el enrejado del guardafuegos de la chimenea, semejante a un gran abanico, se percibían los enrojecidos carbones; junto al reloj había un cofrecillo con abrazaderas de plata. Acá y allá se amontonaban cosas íntimas: una muñeca sobre el confidente, una pañoleta en el respaldo de una silla, y en la mesa de costura una labor de punto, de la que pendían, con la punta hacia el suelo, dos agujas de marfil. Era ése, a un mismo tiempo, un rincón apacible, honrado y familiar.
Arnoux entró, y su mujer apareció por otra puerta. Como la envolvía la oscuridad, en un principio el joven sólo percibió su cabeza.
Vestía un traje de terciopelo negro y se tocaba con una larga redecilla argelina de punto de seda roja, la cual, enrollándose en su peineta, le caía sobre el hombro izquierdo.
Arnoux presentó a Frédéric.
—Le