Frédéric regresó a pie por los bulevares, lamentándose de no haber podido ver más detenidamente a la señora Dambreuse.
Un poco más allá de la calle Montmartre, el paso de unos carruajes le detuvo y le hizo volver la cabeza, y entonces pudo ver, del otro lado, una placa de mármol que decía:
JACQUES ARNOUX
¿Cómo no había pensado antes en ella? La culpa era de Deslauriers; se dirigió hacia la tienda, pero no entró: esperaba a que ella apareciera.
Las altas y transparentes vitrinas ofrecían a las miradas curiosas, merced a una hábil disposición, estatuillas, dibujos, grabados, catálogos, algunos números de L'Art Industriel, y los precios de la suscripción se repetían sobre la puerta, adornada con las iniciales del editor. De las paredes colgaban enormes cuadros, abrillantados por el barniz, y allá, al fondo, dos estantes repletos de porcelanas, bronces y atractivas curiosidades; los separaba una escalerilla rematada por una cortina de alfombra; y una araña antigua de Sajonia más una alfombra verde en el suelo, y una mesa labrada, daban al interior una apariencia de gabinete, más que de tienda.
Frédéric fingió examinar los dibujos, y, tras infinitas vacilaciones, entró por fin.
Un dependiente le dijo que el dueño no vendría "al almacén" sino a las cinco; pero que si deseaba dejarle un recado...
—No; volveré - replicó Frédéric suavemente.
Los días siguientes se dedicó a buscar alojamiento, decidiéndose por una habitación amueblada en el segundo piso de un hotel de la calle de Saint-Hyacinthe.
Con un cartapacio nuevo bajo el brazo, se dirigió a la apertura del curso. Trescientos jóvenes sin sombrero llenaban un anfiteatro en el que un anciano con toga roja disertaba con monótona voz, mientras se oía el rasguear de las plumas en el papel. Volvía a encontrar en aquella sala el polvoriento olor de las clases, una cátedra igual a las que ya conocía, un fastidio idéntico. Durante quince días continuó asistiendo; pero aún no llegaba al artículo tercero cuando decidió abandonar el Código Civil, dejando la Instituta en la Summa divisio personarum.
Los goces que se había prometido no llegaban, y cuando hubo agotado los libros de un gabinete de lectura recorrió las salas del Louvre, y asistió con frecuencia al teatro, cayendo a menudo en la más insondable ociosidad.
Mil nuevos motivos aumentaban su tristeza. Tenía necesidad de contar su ropa blanca y aguantar al portero un patán con pinta de enfermero--, que todas las mañanas subía, gruñendo y apestando a alcohol, a hacerle la cama. Su habitación, adornada con un reloj de alabastro en la pared, le desagradaba, y como los tabiques eran delgados, estaba obligado a oír a los estudiantes vecinos hacer ponches, cantar y reír.
Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos camaradas, llamado Baptiste Martinon; dio con él en una modesta casa de huéspedes de la calle Saint-Jacques, empollando sus códigos ante un buen fuego. Frente a él, una mujer en bata zurcía calcetines.
Martinon era lo que se llama un guapo mozo: alto, mofletudo, de facciones regulares y azules ojos saltones; su padre, un rico labrador, lo dedicaba a la magistratura, y queriendo aparentar seriedad, usaba barba cortada en forma de collar.
Como el malestar de Frédéric no tenía una causa justificada y tampoco podía alegar desgracia alguna, Martino no podía explicarse aquellas lamentaciones sobre la vida. Iba todas las mañanas a la Escuela, se paseaba luego por el Luxemburgo; por la noche tomaba media taza de café, y con sus mil quinientos francos anuales y el cariño de aquella obrera se sentía perfectamente dichoso.
"¡Qué dicha!", pensó Frédéric para sí.
En la Escuela conoció al señor de Cisy, hijo de una buena familia y que por sus delicados modales parecía una señorita.
El señor de Cisy se dedicaba al dibujo y sentía predilección por el arte gótico. Varias veces fueron juntos a Sainte-Chapelle y Nôtre-Dame, pero bajo la distinción de aquel noble mozo se ocultaba una mediocre inteligencia. Todo le sorprendía; se reía de cualquier cosa, era tal su ingenuidad, que Frédéric, en un principio, le tomó por socarrón, convenciéndose, finalmente, de que era bobo.
Explayarse, pues, no era posible con nadie; de modo que continuaba aguardando la invitación de los Dambreuse.
En Año Nuevo les envió su tarjeta, sin que ellos correspondieran.
Había vuelto otra vez por L'Art Industriel. Reincidió una tercera, y, por fin, vio a Arnoux, discutiendo con cinco o seis personas, y apenas si contestó a su saludo, lo que molestó a Frédéric; pero ello no fue suficiente motivo para que renunciara a buscar el medio de acercarse a ella.
En un principio se le ocurrió presentarse con frecuencia por allí para comprar cuadros. Luego pensó en depositar en el buzón del periódico, como medio de relacionarse, algunos artículos " muy fuertes"
¿Sería más conveniente, acaso, ir directo a su objetivo y declarar su amor? Escribió entonces una carta de doce páginas, llena de apóstrofes y líricos arranques; pero luego la rompió y, atemorizado por el fra-
caso, nada hizo ni intentó nada más.
Arriba de la tienda de Arnoux había tres ventanas, que se iluminaban todas las noches. Tras de aquéllas se deslizaban algunas sombras: una sobre todo le atraía; sin duda era la de ella. Frédéric recorría una larga distancia sólo para contemplar esas ventanas y aquella sombra.
La negra que llevaba una muchachita de la mano, y con quien tropezó un día en las Tullerías, le recordó a la negra de la señora Arnoux; ella debía ir por allí, como las demás. Cuantas veces atravesaba las Tullerías, el corazón le latía fuerte, con la esperanza de encontrarla. Los días soleados continuaba su paseo hasta el final de los Campos Elíseos.
Mujeres indolentemente reclinadas en los asientos de sus calesas, con sus velos flotando al aire, desfilaban junto a él, al andar firme de sus caballos, con un insensible balanceo que hacía crujir las charoladas capotas. Había cada vez más coches, y a partir del Rond-Point acortaban el paso, cubriendo toda la avenida. Avanzaban crin a crin; los faroles junto a los faroles; los estribos de acero, las barbadas de plata, las hebillas de cobre, lanzaban luminosas chispas, entre los cortos calzones, los guantes blancos y las pieles que caían sobre el blasón de las portezuelas.
Frédéric se sentía como perdido en un mundo lejano. Su mirada iba de una cabeza femenina a otra, y vagas semejanzas hacían surgir en su memoria el recuerdo de la señora Arnoux. Se la imaginaba allí, entre las demás, en uno de esos carruajes parecidos al de la señora Dambreuse.
El Sol se ponía y el frío viento levantaba torbellinos de polvo. Los cocheros hundían la barbilla en sus corbatas, las ruedas giraban más aprisa y el pavimento rechinaba; a lo largo del paseo, todos los vehículos descendían al vivo trote de sus caballos, rozándose, adelantándose, apartándose los unos de los otros y dispersándose, al fin, en la plaza de la Concordia. Más allá de las Tullerías, el cielo se tornaba pizarroso; los árboles del jardín, de violáceas copas, formaban dos masas enormes; se encendían los faroles de gas, y el Sena, verdoso en toda su extensión, se deshacía en burbujas de plata contra los pilares de los puentes.
Iba a cenar, en un restaurante de la calle del Harpe, con su abono de dos francos por cubierto.
Miraba desdeñosamente el viejo mostrador de caoba, las manchadas servilletas, los cubiertos grasientos y los sombreros colgados de la pared. Todos los que estaban a su alrededor eran estudiantes, como él, y hablaban de sus profesores y de sus amantes. ¡Con lo que le importaban a él los profesores! En cuanto a las amantes, ¿las tenía él acaso?
Para no presenciar el alborozo estudiantil, llegaba lo más tarde posible.
Todas las mesas estaban cubiertas de sobras. Los dos camareros, cansados ya, dormían en algún rincón, y un olor a cocina, a petróleo y