—Pero su tío le dejaría algo.
—Nada menos seguro.
Y, en silencio, dieron una vuelta por el jardín. Por último, lo estrechó contra su corazón y, ahogada por las lágrimas, le dijo:
—¡Ah, pobre hijo! ¡Cuántos sueños he tenido que abandonar!
Frédéric se sentó en un banco, a la sombra de una frondosa acacia.
Su madre le aconsejaba que entrara de pasante con el procurador señor Prouharam, quien le cedería su bufete, y si lo hacía valer, podría revenderlo y hallar un buen partido.
Frédéric ya no oía; maquinalmente clavaba sus ojos, por encima de la empalizada, en el jardín frontero.
Una muchachita de unos doce años, con el pelo rojo, se hallaba allí completamente sola. Se había hecho unos zarcillos con bayas de serbal; su cuerpecillo, de una tela gris, dejaba al descubierto sus hombros, ligeramente tostados por el sol; acá y allá, en su falda blanca, se veían algunas manchas de dulce, y en toda su infantil persona se descubría un cierto encanto de bestezuela joven, fuerte y delicada a un tiempo mismo. Sin duda le asombraba la presencia de un desconocido, porque se detuvo de pronto, con su regadera en la mano, clavando en él sus pupilas, de un oscuro y traslúcido verde.
—Es la hija del tío Roque —dijo la señora de Moreau—. El padre, para legitimarla, se ha casado hace poco con su doméstica.
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