Tomamos el tranvía abierto y observamos el paisaje. Trieste mira al mar y se alza sobre un pequeño monte. A lo lejos, en lo alto, la Catedral de San Giusto.
Cuando Babbo me llevó a pasear por la torre del campanario quise tocar las campanas y escuchar su eco por toda la montaña. Contiguo a la costa, el Castillo de Miramar, donde vivieron Carlota y Maximiliano antes de su partida hacia América. La fortaleza está rodeada de bosques y la vista desde los jardines da al océano.
Papá me platicó que la emperatriz Carlota perdió la razón tras el fusilamiento, en México, del archiduque.
Es gracioso saber que hasta los príncipes pueden perder la cabeza y llegar a la locura como a mí me sucedió.
Jamás olvidaré la alegría de mi madre al bajar del acantilado para llegar a la playa. Ella nadaba con la cara al sol y yo me sentaba en la orilla a chapotear con las olas. Cuando Nora y yo estábamos solas era muy cariñosa; a su lado me sentía feliz. Platicábamos como las mejores amigas y hasta me contó cómo se conocieron ella y papá el 10 de junio de 1904. Dijo que en la primera cita hubo una confusión y no se vieron. Se volvieron a citar para el 16 de junio y, desde entonces, nunca más se separaron.
Para conocerse, hacían largas caminatas por las calles de Dublín e iban al teatro. Según mamá, Babbo siempre tuvo presente esa fecha como de buena suerte, porque papá era muy supersticioso. Quién iba pensar que entre ella y yo todo cambiaría, que todos me olvidarían. Solo me queda estar aquí, roída por insectos engendrados por mi culpa. Tengo miedo del viento, de los árboles salvajes dejados a la deriva como mi vida. ¿Por qué, doctor, no me ayuda?
Usted realmente cree que escribir estas memorias cambiará el estado de mi alma.
¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? Dígales que se tranquilicen. Y al mar que no ruja. Y a Giorgio que no me deje. Sam. Papá. ¿Por qué acepté abandonar la danza? ¿Por qué?
La imagen de la playa en Barcola, vuelve a su mente. Piensa en su niñez. La inocencia. Cierra los ojos, casi podría sentir el calor de los rayos del sol en su piel.
Babbo también me llevó a Venecia, que está a tan solo una hora de Trieste, para que conociera la Plaza de San Marcos. La vi tan inmensa que temí perderme. Giré y giré de un lado a otro para mirar el Palacio Ducale y la gran Basílica. Me pregunté cientos de veces cómo subieron esos inmensos caballos de bronce para instalarlos en la terraza de la fachada. Papá me platicó como si fuera un cuento, mientras tomaba un gelato, las grandes batallas del Duque Enrico Dándolo durante la Cuarta Cruzada. Afirmaba con un movimiento de cabeza, pero no entendía eso de las Cruzadas.
De lo que me acuerdo muy bien es que los caballos, antes de traerlos a Venecia, fueron parte del Hipódromo en Constantinopla. Adoro a los potros, aunque nunca aprendí a montar. Me gustaría saltar obstáculos o, como Lady Godiva, recorrer la ciudad cabalgando, desnuda, con mis cabellos al viento.
Lucía, como cada día, se aburre de estar en el salón de usos múltiples. Ronny está alterado, no obedece. Abby, muda, solo teje, ni siquiera alza la mirada para verla. Meredith no está por ningún lado, parece que le duele un diente y la llevaron con el dentista.
Prefiere salir de ahí a pesar de que los enfermeros se oponen. Los convence. Escucha música en uno de los salones. Se detiene detrás de la puerta. No está segura de cuál concierto para piano es ni del compositor. Chopin. Tal vez Chopin. Se le hace extraño que alguien dentro del psiquiátrico escuche esa música. Casi nadie lo hace. Se dirige pensativa a su habitación. Tiene frío, calienta sus manos cerca del calefactor.
Viernes, noviembre
Antes de la hora del té
En tanto mamá lavaba y planchaba ropa ajena y esperábamos el regreso de Babbo de Dublín para echar a andar el cine Volta, tía Eileen me llevaba caminando a la scuola elementari en la Vía Parini, a unas cuantas cuadras de donde vivíamos. Cuando me recogía, nos regresábamos a casa por el camino largo para que viera los barcos anclados en el muelle.
Según las cartas que enviaba a mamá, Babbo rentó un local en Mary Street, lo llenó de butacas y eligió La Pourponièrre como película de estreno, acompañada por una orquesta de cuerdas. Me hubiera encantado estar ahí aquel día, pero decía mamá que yo era muy pequeña aún para ir al cine.
El Volta no tuvo éxito y Babbo volvió a Trieste muy deprimido por el fracaso empresarial y por la cancelación de la publicación de Los Dublineses. Al final, la casa editorial se rehusó definitivamente a sacar a la luz el libro por temor a represalias de tipo político, destruyó los pliegos ya impresos y lo amenazó con demandarlo si no le pagaba una cantidad importante por la pérdida de dicha edición que papá, por supuesto, no tenía.
La tía me contó que antes de que yo naciera, otro editor inglés también rechazó Los Dublineses por temor a las demandas. Aparecían nombres reales de los establecimientos en Dublín, malas palabras, críticas a la sociedad y temas políticos. ¿Sabe doctor?, muchas veces escuché los gritos de mi padre diciéndole a mamá su necesidad de mantener los más mínimos detalles en su obra. ¡Nada cambiaré! ¡Nada!.
Sus penas y su indignación las dejó plasmadas en el poema El gas del quemador. De pronto un buen día, sentado al piano, al poema lo convirtió en canción.
“Damas y caballeros, estáis aquí reunidos para escuchar por qué cielo y tierra temblaron con motivo de las negras y siniestras artes...”
Babbo, después de este incidente, nunca más volvió a pisar su patria. Pobre papá, hundido de nuevo en la miseria y a seguir viviendo a expensas del tío Stanislaus.
Mi mente me llevo al hogar familiar, tengo ocho años, estoy en una piececita en el apartamento en Via Santa Catarina, repasando las letras. Aprendía rápido, quería leer cuentos, letreros y saber qué tanto escribía papá. Babbo tiene ante él distintos libros, va de uno a otro. Mamá está planchando. Giorgio juega con unos carritos que desliza por el piso y los sube por las patas de la silla. Nora interrumpe a Babbo para decirle algo sobre el dinero. ¿Preocuparse por dinero? Dinero. ¿Por eso no me compraban regalos de cumpleaños? Tío Stani, sí. Quería tener un triciclo para pasear por el muelle e imaginar ir flotando sobre el agua entre los veleros. Trieste.
No sabré, doctor, si a usted le agrade o no la lectura del diario porque huiré.
Sam, desearía sentarme a la orilla de la playa. Te vería llegar y correría a abrazarte. Contemplaríamos el mar, uno al lado del otro. Haría que tu mano recorriera mi espalda hasta la cadera y acariciara mi cuerpo desnudo. Dejaría sí, que me besaras, que me amaras.
Es de madrugada, el cielo se estremece. Los relámpagos se asoman por el tragaluz. El ruido es ensordecedor. Lucía se despierta, tiene acelerado el corazón. En noches como ésta la asaltan los temores, se agitan las angustias como barco a la deriva en medio de las olas turbulentas del mar. Invariablemente, recuerda a su padre. Él enmudecía apenas veía aparecer nubes negras en el cielo, el estrépito de los truenos lo hacía sudar y no soportaba el golpeteo de la lluvia contra los cristales. La aprensión crecía cuando el viento se filtraba entre las rendijas de las puertas. Imposibilitado para hacer cualquier cosa y abrazado de ese miedo extraño, se metía debajo de la mesa, escuchando la ira de Dios, según decían los jesuitas en la primaria.
El bullicio se acrecienta en el St. Andrew’s, varios pacientes con brontofobia, igual que el padre de Lucía, buscan protegerse como niños asustados. Las enfermeras se alertan, encienden las luces de los pasillos y hacen rondas en los cuartos. A otros lunáticos el nerviosismo los hace llorar y, espantados, se refugian juntos por el temor a que el mundo llegue a su fin o la bestia maldita entre para atraparlos.
Lucía