Ya es de noche, Lucía enciende la lámpara al lado de su cama. Observa el tejido de la telaraña formada en la pantalla; la araña permanece al acecho con las patas extendidas. Su padre le contó que a través de las vibraciones es como avistan a su presa.
Toma el libro que está sobre el escritorio. Crimen y Castigo. Está en ese período en el que desea retomar a los rusos. Ha sido un nuevo descubrimiento volver a leer a Dostoievski en este momento de su vida, le impresionan las distintas lecturas que se le pueden hacer a una sola obra. De pronto se escuchan gritos, se tapa los oídos. Trata de adentrarse en la novela, no se concentra, su mente está en Trieste. Prefiere regresar a su cuaderno. Escribir.
Doctor McArthur, hoy he tenido un mal día. Los ruidos me alteran, ni siquiera bajo las sábanas se apaciguan. Se escuchan gritos, voces y a veces pienso que no podré aguantar más estar aquí. Sé que la muerte existe, también muchas cosas hermosas y muchas terribles. Pero seguir como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por tiempo breve, todo eso me aterra profundamente. Tengo sed de cosas bellas, quisiera salir de aquí. Y pensar que hace tan solo unos meses deseé suicidarme. Mi infancia me da vueltas en la cabeza, me han surgido recuerdos de cosas viejas que creí sepultadas para siempre. Descubrí que no recuerdo el rostro de mi madre. La veo en la niebla, difuminada, como el negativo de una fotografía. Tuve que ir a la imagen familiar que tengo en el librero de mi habitación. Qué dolor. Era mi madre, doctor. ¿Tanto, tanto la detesto como para no acordarme de sus ojos?
Deja la pluma sobre el cuaderno. Se dirige hacia la ventana. Mira. No hay estrellas visibles en el cielo. El jardín está solitario, solo se escuchan los sonidos de los insectos nocturnos. Bebe agua. Regresa a su cuaderno.
Cualquier cosa podía faltar en casa menos el piano. Papá se las arregló siempre para alquilar uno. Imposible que no hubiera música en nuestro humilde hogar. Él tenía voz de tenor, igual que Giorgio y el abuelo John. Herencia transmitida a los varones de generación en generación, porque él y el padre de su padre poseían voces prodigiosas.
No sé si Stephen, el hijo de Giorgio, haya heredado ese don. Yo también tengo buena voz, pero soy mujer y no me valoraron. Tal vez si papá no hubiera sido escritor, habría sido tenor profesional. Babbo viene de una familia numerosa. Él, el mayor de cuatro hermanos y cinco hermanas. George, Stani, Charlie, Freddie, Margaret, Nancy, Eva, Florence y Mabel.
Y Babbo escribiendo. Y Babbo de juerga. Y Babbo tratando de concentrarse con nuestros chillidos. Me parece que entre llantos de bebé y las clases particulares que daba en casa, él reorganizaba Stephen Hero para convertirlo en el Retrato del artista adolescente, y entregaba artículos para el periódico Il Piccolo della Sera. Pero el que realmente los ayudó a subsistir fue el tío Stanislaus. Las tías contaron que el carácter de mamá se fue apagando. Ni con cartas, ni con regalos de mio papà le regresaba la alegría. Ella refunfuñaba, arrepentida, el haber dejado Irlanda. Lo amenazaba: “Me voy a Galway con mi familia. Me voy”. Pero algo sucedía por las noches y despertaba muy sonriente, mas cuando él llegaba trasnochado de sus parrandas, le volvía el mal humor. Le echaba en cara las cuentas por pagar, su agotamiento, el fastidio del diario vivir.
Una tarde, sin querer, rompí la cabeza de la única muñeca que hasta ese entonces papá me había regalado. No supe qué fue más doloroso, si la pérdida de mi juguete o el regaño de mamá. Giorgio me calmó, pero lloré la noche entera. Al día siguiente, Babbo me consoló cantándome una canción en italiano inventada por él. Era tan niña que no entendía por qué mamá se disgustaba con papá o por qué se desquitaba conmigo y no con Giorgio.
¿Sabe, doctor?, al escribir me doy cuenta de que mamá no me quiso nunca. Pero yo pensaba, muy en el fondo, que tal vez sí, pero no. No. Qué angustia. No puedo seguir. Hubiera deseado que me quisiera.
Esperar. Amar. ¿Mamá, dónde estás? Siempre preocupada por papá. ¿Y yo? ¿Será posible que desde pequeña mi ser se fue deformando? Pensé que habían sido los medicamentos, pensé que fue la frustración por dejar de bailar.
No. No puedo seguir. Doctor, ¿por qué, no le dice a la noche que construya complots contra mi miedo?
Lucía cierra los ojos. Por lo menos hoy ningún loco la molestó, solo la alteró el enfermero que entró a su habitación porque vio la luz prendida a altas horas de la noche. Siempre hay un vigilante, siempre un guardián.
¡Qué deseos de huir!
Huir, estar frente a él.
Se queda mirando a la nada, le da frío. Se cubre con el suéter abierto. Se abraza. No, no hay nadie que la abrace, ni lo habrá. Mira hacia arriba, susurra: Babbo, ¿estás ahí? Dame tus lentes, los limpio, están empañados. Dime, ¿por qué mamá no me quería?, me gustaría saberlo.
Me acostumbré a callarme las tristezas y, a fuerza de callármelas, me olvidaba de ellas. Por eso ahora escribo, y recuerdo.
3
Ronny, quien se comporta por lo general de manera infantil, entra a la biblioteca donde Lucía está tranquilamente sentada. No se percata de los inmensos libreros de caoba con cientos de libros perfectamente acomodados y registrados, ni tampoco de los sofás o de las butacas Chester de cuero, adornadas con tachuelas. Se acerca a ella, la molesta, le pide que salga con él. Lucía le responde que la deje en paz, que está escribiendo. Ella se impacienta por la interrupción. Él la fastidia, le toca el hombro, salta a su alrededor, le insiste que salgan al jardín para hacerle cosquillas en el cuello, como tanto le gusta. Lucía le repite que no y cierra su cuaderno, teme que Ronny lo maltrate con sus travesuras. Él hace como que no la escucha y sigue molestándola a sus espaldas: “Vamos, Lucía, ven conmigo. Ven”.
El hombre de blanco se da cuenta de que Ronny la está incomodando. Se aproxima a él, lo toma de la mano y le pide a otro ayudante que lo lleve a la sala de juegos. Ronny no se resiste, sale riéndose y diciendo que la esperará, que solo quería estar cerca de ella, que solo quería...
Lucía no quiere continuar en la biblioteca, sale para buscar a Meredith y contarle que Ronny entró a molestarla, que la interrumpió, la distrajo y la puso de mal humor. Como no encuentra a su amiga por ninguna parte, se dirige a los prados. Camina encorvada. No sabe si es por su altura o por el cansancio de su alma. Lleva una falda un poco ancha, con pliegues, debajo de la rodilla. No marca su silueta y le ensancha la cadera, pero es cómoda. Una blusa blanca de algodón, el suéter gris que tanto le gusta porque tiene bolsas al frente y calcetas altas para el frío. El cabello blanco, lacio, al pasar de los años lo ha peinado con sencillez, ¿a quién agradar? Nadie la visita.
Se sienta en la banca, al fondo del jardín, debajo del gran olmo. Mira las hojas secas a su alrededor, estrecha su cuaderno y piensa en Trieste, las caminatas por el muelle, los barcos de vela y aquel sol resplandeciente durante los días largos del verano. A pesar de que era una niña, Lucía jamás olvidará los cielos rosados del atardecer y cómo, en esos momentos, se unía el color del cielo con el mar.
Una vez más susurra: ¿Babbo, estás ahí? Huiré, padre, huiré, tomaré el ferry, cruzaré la isla, después, en tren llegaré a Zúrich y pronto, muy pronto estaré ante ti. El doctor McArthur desea que recuerde mi niñez en Trieste. ¿Será importante recordar, padre? Tal vez mi médico tenga razón, pero, ¿sabes?, he pensado en distintas ocasiones que ni tú ni yo tuvimos la culpa de nuestros destinos, fueron los vientos los que nos empujaron en esa dirección. Tú, muerto bajo tierra. Yo encerrada en un hospital. Enciende un cigarro, se queda mirando al infinito.
Transcurre la mañana y Miss Lawry no logra encontrar a Lucía por ningún lado dentro del edificio. Impaciente, les pide a los enfermeros que la ayuden a buscarla. Ha faltado a la clase de tejido que tanto disfruta, por eso está preocupada. Buscan de un lado a otro, detrás del edificio, en la biblioteca, en la capilla, no hay rastro de ella... Le preguntan a Meredith si la ha visto, nada, por fin, uno de los hombres de blanco la encuentra profundamente dormida, en la banca debajo del olmo, al fondo del jardín.