Frialdad.
Silencio blanco.
Pasividad.
Llanuras del ático.
Finitud.
Una estremecedora soledad.
La dejaron horas dentro de ella, en agua tibia, esperando alguna reacción. Nada. Ausente. Mirada pérdida, mutismo absoluto. Cuando al fin, por si sola, regresó a la “normalidad”, Lucía le contó al doctor McArthur que los baños en tina le traen malos recuerdos del hospital psiquiátrico en Pornichet. La imagen de un sexo duro entrando y saliendo de ella la atormenta porque le hicieron daño, en aquél lugar la violaron varias veces.
Entonces McArthur le da hojas blancas y colores. Lucía toma el color verde y pinta líneas circulares que se deslizan por el papel. La forma se va pareciendo a un laberinto. Caminos sin salida. Ella va describiendo, por órdenes del médico, sus sentimientos. Hace una lista de lo que el verde invoca para ella: loneliness, hopelesness, frustration. Ahora toma el color rojo y tacha lo recién hecho anulando las palabras.
Soledad, desesperanza, frustración.
Lucía llora. Doctor McArthur la deja llorar, él sabe que cuando la sesión llegue a su fin, ella se sentiría mejor.
Más tranquila, se dirige a su habitación diciéndose a sí misma que esos días después de una crisis se asemejan a un mal sueño. Platica sola en voz alta: “¿Lo ves, Sam? perder la conciencia es espantoso. Es como morir un poco. ¿Alguna vez tuviste esa sensación? Lo recuerdo. Cuando aquella mujer te apuñaló. Según papá, si no hubiera sido por él estarías muerto. Y yo, ¿qué habría hecho sin ti encerrada en este asilo mental? A veces él me acompaña, pero cada vez se aleja más de mí”.
La rutina regresa a la normalidad, tiende la cama, mete la ropa sucia en la bolsa de lona, acomoda los libros del estante perfectamente alineados, pero no deja de lado la idea de huir. Sobre todo con la idea nueva de Meredith de escapar uno de esos días cuando las lleven a los plantíos a recolectar verduras. Saldrán por la parte trasera de la casa vieja de herramientas. El plan es que Meredith la cubra, que diga que Lucía fue a su cuarto, dirá que... Dirá... Dirá... ¡no importa lo que dirá! Lucía estará lejos cuando la empiecen a buscar. Lejos, muy lejos, más cerca de papá.
Al abrir un cajón se da cuenta de que la fotografía de su padre, a la orilla del espejo, está al revés. Piensa en los ciclos continuos en los que su comportamiento se pone de cabeza. Pareciera que su padre, al saberla desfasada lo hace también. Sin más, coloca la imagen al derecho, alinea los libros a la perfección y sale en busca de Meredith.
En el pasillo, se encuentra con Miss Lawry quien le pregunta si está bien.
—Todo bien, contestó.
4
Lucía se da cuenta de que las crisis la desconectan de la realidad. Queda adormecida, sin sentir ni recordar. De la misma manera que en el país de los Lotófagos comer el loto provoca el olvido. Ahora está bien para seguir escribiendo y que su existencia no pase inadvertida.
Se dirige al prado frente a la capilla, se sienta a escribir recargada en el tronco del roble de inmensas ramas. De vez en cuando saca algún caramelo del bolsillo del suéter gris. Le hubiera gustado traer una manta y estirar más cómodamente los pies, pero la olvidó.
Londres
Viernes, un día de noviembre
Doctor McArthur, ayer fue día de peluquero. Nos llevaron como borregos al salón de usos múltiples y fuimos pasando uno a uno. Muchos de los internos no querían y se armó un gran alboroto. ¿Sabe? Desde chica he odiado que me corten el cabello, siento que me despojan, que me desnudan. Incluso si alguien juega con él, me altero.
Cuando era niña lo usaba largo. Mamá un día me llevó con su peluquero y le dijo. “Córtaselo hasta la nuca, me tardo mucho en peinarla”. Sufrí tanto. Tardé semanas en acostumbrarme.
Odié a mi madre, y recuerdo cómo Giorgio se burló de mí y me dijo que me veía horrible.
En Pornichet nos cayeron piojos, lo cortaron todo y nos hicieron lavarnos con un jabón que olía horrible. Por eso de los piojos me quedó la costumbre de rascarme constantemente la cabeza.
Hace días, doctor, tuve un apetito voraz. Cuando tengo esa ansiedad voy a la tienda del hospital y compro caramelos diminutos que muerdo a cada rato. Como si ensalivara el pasado, como si masticara los recuerdos. Escuchar su sonido me tranquiliza. Si alguien me oyera...
Un puente. Un precipicio. ¿Y si saltará?
Mis alas abiertas me columpiarían en el viento. Volar. Y pensar que nuestra vida giró en torno a papá. Papá, siempre papá, al final, fue él el único que realmente me quiso.
Los únicos con los que hablo de mí son con usted y Meredith. Aunque muchas veces estoy sumergida en la nada, como si estuviera muerta. ¿Por qué? ¿Por qué esa necesidad constante de perderme? En el hospital psiquiátrico de Pornichet dejaba de hablar o encontraba una manera de hacerme daño.
Cualquier cosa podía servir para rasguñarme, para sangrar. Ningún dolor. Qué extraño, no sentir.
¿Por qué mamá? ¿Acaso no me acariciaste? ¿Me abrazaste?
Lucía lo sabe, solo se tiene a ella misma. A nadie más. Y de nuevo su grito interno la interrumpe: “¿Sam, dónde estás? ¿Regresaste a Dublín con la otra? ¿Te habrás casado? Fue mamá quien nos separó. Sí, fue ella. ¿Acaso quería algo contigo? No lo dudo. Se lo reprocharé una y mil veces. Logró quitarme lo que más quería. A ti. Bailar”.
Babbo escribiendo, Babbo leyendo, y cuando veía a mamá de buen humor, la invitaba a irse de juerga, sin importarles derrochar el dinero de la semana.
Mamá nos daba de cenar temprano y, a regañadientes, nos metía a la cama y decía que nos portáramos bien, que pronto regresarían.
Se ponía su sombrero de flores rosas, los botines puntiagudos, tomaba su bolso de piel y salían cerrando la puerta con llave. Apenas los oíamos bajar por la escalera, Giorgio y yo saltábamos de la cama y, por la ventana, los veíamos alejarse, de la mano, muy contentos.
Nos quedábamos furiosos. Les gritábamos que nos abandonaban como a los cerdos en una pocilga. Ni siquiera ‘nos miraban, ni escuchaban el reclamo. Los vecinos no salían de su asombro al saber que dos pequeños se quedaban solos hasta el alba, ni comprendían la irresponsabilidad de esos padres irlandeses. Empezábamos la noche jugando a la mamá y al papá, siempre acabábamos en pleitos, lloriqueos y muy cansados. Giorgio, por supuesto, ganaba las batallas. Al cabo del tiempo, Giorgio también me dejó sola, igual que mamá.
Estoy sola. Espero, doctor, que usted no me abandone. Aquí en el hospital hay mucha gente, pero a pesar del alboroto, reina la soledad.
¿Sabe? Desde niña siempre me gustó el cine. Hubo una época en la que en casa no se hablaba más que del lanzamiento de la nueva aventura de papá. Abrir la primera sala cinematográfica, en Dublín.
Semanas antes estaba animado porque al fin firmaría contrato con la editorial Maunsel & Company para la publicación de los Dublineses. Y según tía Eileen la economía del hogar mejoraría muy pronto y no se le pediría más dinero a tío Stanislaus.
Lucía escucha que alguien la llama, voltea, pero no hay nadie. ¿Por qué tiene esa sensación?, se pregunta. La oye otra vez, no reconoce la voz. No sabe si es de mujer o de hombre. No, es la de una niña. ¿Pero quién es? El murmullo de la voz se aleja. Tiene una visión... Es ella. Se está despidiendo de su padre. Él le dice que pronto volverá. La abraza. Giorgio viaja con él. Visitarán al abuelo John y él le prometió traerle un regalo de Dublín.