Praderas malditas. Luis Emilio Hernández Agüe. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Emilio Hernández Agüe
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412448528
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de voluntarios se habían ocupado de un grupo de apaches que se había refugiado de ellos en una colina. Se resistieron un tanto, pero solo fue cuestión de paciencia. Al final, el armamento superior de los blancos se impuso sobre la supuesta mejor posición estratégica de los nativos. La tarde, una vez más, acabó con todos estos acribillados, apuñalados o muertos a golpes. Se amontonaron los cuerpos en la misma cima de la colina para proceder a quemarlos.

      McBorlough se acercó a Stewart, su lugarteniente, con el fin de darle unas últimas instrucciones antes de que partieran. Él y otro hombre, un joven recién reclutado, habían estado acumulando algunos matojos junto a la pira para que esta prendiera mejor, y el muchacho había encendido la tea que iniciaría el fuego que borraría de la faz de la tierra la atrocidad llevada a cabo aquel día por los milicianos.

      —Stew… —le llamó McBorlough—, recuerda que…

      La mirada del oficial pasó del rostro de Stewart a algo a pocos pasos a espaldas de este: la mano de uno de los indios amontonados en la pira se había movido.

      —¡Malditos inútiles! —se quejó el teniente—. ¡Habéis dejado a uno vivo!

      Pero, cuando enarboló su rifle para propinar el tiro de gracia a aquella supuesta víctima sin eliminar, vio que esta comenzaba a moverse con más vigor y, al momento, otro de los que creía cadáveres comenzó a agitarse también, seguido en cuestión de segundos por varios más.

      El espectáculo que se representó en menos de un par de minutos ante los tres hombres les dejó momentáneamente helados y sin habla. A Stewart se le erizó el pelo de la nuca, y al chico casi se le cayó la tea de la mano. No es difícil entender que no dieran crédito a sus ojos y que tardaran más de lo normal en reaccionar: todos aquellos indios e indias que habían matado esa misma tarde, incluso los niños, estaban cobrando vida, saliendo del tétrico cúmulo en el que habían sido amontonados —unos por su propio pie, otros rodando y cayendo desde varias alturas para luego incorporarse con torpeza, muchos tropezando y volviéndose a levantar una y otra vez— y dirigiéndose amenazadores hacia los tres hombres. Los orificios de las balas, en muchos casos con la sangre aún fresca, se podían observar a primera vista en casi todos ellos; a algunos incluso les faltaba algún miembro que les había sido cercenado durante el combate o por puro ensañamiento, una vez fueron presos y reducidos. Estos últimos se acercaban desprovistos de uno o ambos brazos, o se arrastraban con ellos si habían perdido sus piernas, con sus mandíbulas descolgadas grotescamente en algunos casos, o con sus cabezas pendiendo de manera desagradable en otros, pues los cuellos de varios de aquellos infortunados habían acabado rotos o medio rebanados al ser atacados, o después, al ser arrojados sus cuerpos sin miramiento a la pira…

      Qué poderes se habían conjurado para hacer posible aquella escena sobrenatural o qué infierno se había abierto para que todos aquellos apaches muertos se levantaran de nuevo y volvieran de él, Joshua no acertaba a adivinarlo en ese primer momento, pero su tenaz instinto de supervivencia y sus muchos años en diferentes campos de batalla le sirvieron muy bien a la hora de defenderse de aquella impensable amenaza: rápidamente apuntó al revivido que estaba más cerca de él y de sus hombres y le acertó de lleno en el cráneo. Sin embargo, no tardó en comprobar que esto apenas lograba retrasar un instante el lento pero implacable avance del cadáver. El indio se aproximó hasta el más joven de los voluntarios, paralizado por el miedo e incapaz de reaccionar, y le mordió en el cuello. El muchacho apenas tuvo tiempo de gritar o quejarse por el dolor cuando la sangre comenzó a manar de su yugular, y poco después cayó moribundo al suelo. Stewart intentó socorrerlo pero, al ver que otros cadáveres se le acercaban, dio unos pasos atrás y comenzó a dispararles, uniéndose en la tarea a McBorlough. Las balas gastadas lo fueron en balde: pronto ambos soldados comprobaron que no servían de nada contra aquel enemigo extraordinario: ni en la cabeza, ni en el pecho, ni en el estómago… ningún tiro frenaba a aquella horda espantosa en la que se estaba constituyendo lo que fuera el montón de cuerpos de los indios masacrados.

      Mientras varios de los voluntarios de los alrededores se aproximaban, alertados por los disparos, Joshua se acercó hasta donde estaba el joven que había sido el primer objetivo de aquellas criaturas y recogió la antorcha que aquel portara. La acercó acto seguido a un par de ellas, prendiendo sus andrajosas y sucias ropas, pero ni esto las paró: continuaron avanzando envueltas en llamas e indiferentes a estas, a pesar de que el fuego consumía su carne y sus órganos.

      El teniente, tan perspicaz como osado, tuvo entonces la idea de darle una fuerte patada en la rodilla a uno de los nativos que ardían. Consiguió romperle la rótula, lo que hizo que cayera al suelo. A otro cadáver andante que tenía más cerca le golpeó con la culata de su Winchester en la nuez, destrozándole el cuello y haciendo que su cabeza quedara colgada del modo más inverosímil. Pero era obvio que nada de aquello detenía definitivamente a los resucitados.

      —¡Las piernas! ¡Rompedles las piernas! —ordenó Josh, en cuyo cerebro había brillado una idea, a los hombres que se iban congregando.

      No todos ellos se atrevieron a seguir sus órdenes y sus acciones, pero Stewart y algunos otros sí que lo hicieron. Con los rifles, con machetes o con meras estacas, golpearon a los atacantes en diferentes articulaciones hasta privarles prácticamente de cualquier posible movimiento. Solo entonces, cuando quedaron postrados en el suelo indefensos, les pudieron pisotear una y otra vez hasta dejarlos hechos pulpa y trizas. Aquello tampoco bastó para detener a los resucitados, cuyos brazos y piernas seguían contoneándose sobre la hierba como extrañas serpientes o repulsivos gusanos. El grupo de voluntarios, admirado por la capacidad de improvisación de su líder y de su valentía ante la inaudita y diabólica amenaza, fijó sus miradas en él, requiriéndole así nuevas instrucciones. McBorlough compuso una nueva antorcha y comenzó a prender los cadáveres, y en cuestión de minutos, la situación pareció dominada.

      La idea era ahora enterrar todos aquellos restos —algunos aun moviéndose— en varios hoyos que se proponían improvisar, pero a los milicianos aún les quedaba un postrero horror que contemplar; uno para el que no estaban preparados ni siquiera después de todo lo acaecido en los últimos instantes: cuando el sargento Stewart fue a asegurarse de que el muchacho al que habían agredido aquellos engendros estaba definitivamente muerto, este comenzó a moverse ante los sorprendidos ojos del suboficial, quien en un primer momento llegó a considerar que aquel subordinado suyo solo había quedado malherido e inconsciente por el ataque. La mente de McBorlough fue más rápida que la de Stewart a la hora de llegar a otra conclusión mucho más horripilante, pero su grito de advertencia al sargento llegó demasiado tarde, ya que este no consiguió hacerse cargo de la situación y reaccionar a tiempo. Solo cuando el muchacho, alzándose sin vida, le mordió en el muslo, se dio cuenta de la verdad. Con la ayuda del teniente y otros hombres, pronto se hubo deshecho del que ahora descubría era también un muerto redivivo, al igual que todos aquellos nativos de los que habían dado buena cuenta por segunda vez.

      Cuando llegó la noche, las opiniones y las impresiones que, sobre lo acontecido horas antes en aquella colina, guardaban los componentes de la agrupación de voluntarios, eran muy variopintas, aunque invariablemente pesimistas. Algunos querían salir de aquel territorio de inmediato, temiéndose otra escena parecida estando dentro de él. Incluso varios hablaron entre susurros sobre abandonar aquel trabajo que ya no era tan fácil ni placentero como parecía hasta entonces y, si no lo manifestaron claramente, fue por temor a la reacción de su cabecilla. Unos pocos quisieron aferrarse a la razón fuese como fuese, e incluso pretendieron imponerse a sí mismos la idea de que todo aquello había sido un mal sueño o alguna especie de visión… Al fin y al cabo, los indios conocían el uso de muchas drogas como el peyote, que podía engañar a la mente haciendo ver cosas que no existían… Joshua acabó proponiendo no informar a sus superiores sobre lo ocurrido aquel día y todos estuvieron de acuerdo en menor o en mayor medida. En cualquier caso, era mejor seguir la sugerencia del teniente y no arriesgarse a que los mandos del ejército llegaran a conclusiones equivocadas y acabaran encarcelándolos o expulsándolos del grupo creyendo que abusaban del alcohol o de algo peor.

      Bajo las tranquilas estrellas de la llanura, McBorlough y sus hombres, con el sargento Stewart en una rastra improvisada y asegurada a una montura, cabalgaron durante varias millas para alejarse de aquel lugar que consideraban