De nada sirvieron los gritos de la india ni el llanto que la desbordaba. Joshua le desgarró la ropa y, poniéndole su cuchillo Bowie en el cuello, la obligó a someterse a su lascivia. Satisfecha esta, el destino de la desdichada estaba más que sellado. Pidió clemencia una última vez, pero fue tan inútil como las anteriores. Antes de que Josh le dibujara bajo la barbilla una horrible línea carmesí de la que empezó a manar sangre hasta que la pobre mujer dejó de respirar, ella tuvo tiempo de proferir unas postreras palabras que Joshua nunca olvidaría. Ya serenada, parecía haber aceptado su sino y su fin inmediato. Aquella india dijo algo así como:
—¡Maldito! ¡Maldito seas! ¡Que la Madre Sombra te maldiga! ¡Los muertos te acosarán hasta que llegue tu fin!
Tras limpiar la sangre de su cuchillo en la ropa del cadáver, Joshua se abotonó el pantalón y regresó con su grupo.
No se molestó ni en ordenar a sus hombres que arrojaran el cuerpo a una de aquellas fosas en las que estaban amontonando los demás.
2 – Cruceperdido
La mayoría respetaba el antiguo nombre en español con el que se había bautizado aquel enclave perdido entre las montañas, aunque había quien prefería llamarlo Lost Junction e incluso Last Junction. Las pocas docenas de residentes fijos del pequeño poblado estaban acostumbradas a ver pasar por allí a los más variopintos viajeros, pero la llegada de aquella muchacha mestiza llamó la atención de casi todos los que transitaban por la única calle de la localidad. Montaba un gran caballo negro, era alta y su figura se adivinaba atlética bajo la polvorienta ropa de viaje que llevaba. Tanto el color de su largo cabello como el de su sombrero de ala ancha —adornado con un par de plumas de águila en su cinta— hacían juego con el de su montura. Su aspecto exótico en general y la mezcla de su indumentaria, tanto blanca como nativa, eran difíciles de pasar por alto, pero aún lo era más el arsenal que llevaba encima, que comenzaba con un rifle Winchester cruzado a la espalda dentro de una funda de piel, seguía con dos revólveres en su correspondiente pistolera, y terminaba con un llamativo tomahawk también asegurado a la cintura. Parecía muy joven; no debía de hacer mucho que había abandonado la adolescencia, pero el consenso común entre casi todos los que la observaban y cuchicheaban a su paso fue el de que su presencia imponía, cuanto menos, respeto.
Ella, por su parte, cabalgó despacio ignorando las miradas que suscitaba y, con aire tranquilo y ademán determinado, llegó hasta la cantina local, donde desmontó de su caballo y se dirigió hacia el interior tras decirle algo al oído al animal.
Tim, el dueño de aquel establecimiento, ya había escuchado hablar de la mestiza a algunos viajeros. Había oído que la llamaban «Shaantia», o «Shaania», o algo similar. Unos decían que era una hechicera; otros que se ganaba la vida cazando forajidos; todos desconfiaban de ella y había incluso quienes le tenían miedo. Decían que era muy buena con las armas, tanto de fuego como blancas. Pero Tim estaba acostumbrado a lidiar con maleantes casi a diario y no se dejó impresionar por la apariencia amenazadora que todo aquel armamento confería a la muchacha. Ni siquiera su exuberante belleza consiguió cautivarle.
La visitante se quitó el sombrero, lo dejó en la barra y después puso una moneda junto a él y pidió una bebida.
—¡Aquí no servimos a indias piojosas! —le espetó Tim—. Coge tu dinero y lárgate.
Unos cuantos parroquianos detuvieron sus diferentes actividades temiéndose una escena violenta, y algunos de los que jugaban y bebían en la cantina juzgaron que la actitud de su administrador no había sido la más adecuada.
—Bueno, solo soy india a medias —se justificó la muchacha con cierto sarcasmo—. ¿Eso tampoco vale para que me sirvas? —Y, sin esperarse a que Tim contestara, se giró a la concurrencia y explicó—: Busco a un hombre con cicatrices en la cara. Cuatro aquí —dijo pasándose los dedos a lo largo de su mejilla izquierda— y una aquí —se pasó después el pulgar por la otra mejilla. Claramente indicaban a alguien que había sido arañado por las cinco uñas de una mano.
El cantinero, que había dado la espalda a la chica para limpiar unos estantes y mover unas botellas, no se molestó ni en mirarla antes de insistirle.
—¡Que te marches, bruja! ¡Ya te he dicho que aquí no admitimos a...!
Fue entonces cuando, por un instante, le pareció tener a la aludida justo detrás suyo; algo que era del todo imposible, porque no podía haber saltado la barra y haberse movido en tan poco tiempo.
—(Y yo te he dicho que solo soy india a medias... ¿Me vas a responder?) —sintió que le susurraba la extraña con una voz antinatural que hizo que se le erizara el vello de la nuca durante un segundo.
A Tim se le cayó la botella que llevaba en la mano, estallando en mil añicos al chocar contra el suelo. Se giró de súbito, sobresaltado, solo para comprobar que la muchacha seguía en el mismo lugar en el que se había apoyado nada más entrar, con la barra de por medio. Le miraba ahora fijamente con aquellos ojos tan negros, esbozando una media sonrisa.
Al cantinero empezó a fallarle el ánimo. Notó que unas gotas de sudor comenzaban a resbalarle por la frente y sus piernas a temblar, aunque intentó disimular esto último.
—Un hombre como el que tú dices vive en una chabola en las montañas, como a cuatro millas de aquí, hacia el este. Pregunta al chico del colmado por el trampero. Él le lleva los pedidos todas las semanas.
La mestiza recuperó la moneda que había dejado sobre la barra y se la lanzó a Tim con el pulgar, pero este no se molestó ni en cogerla. Se quedó mirando a aquella mujer mientras salía del local y respiró aliviado cuando por fin se marchó.
3 - Shaanahayei
El crepúsculo recibió a la forastera cuando se aproximaba a la remota y destartalada cabaña. El atardecer se alargaba inusualmente en aquellos parajes, proyectando las extensas sombras de los picos y árboles que acariciaba el moribundo sol.
La muchacha llegó hasta la puerta de entrada sin cautela ni precaución y la empujó. A pocos pasos de ella, sentado tras una pequeña mesa sobre la que se podían ver los restos de una cena y una botella de whisky, un hombre corpulento la apuntaba con su revólver. Debía de tener unos sesenta años, aunque se le veía incluso demasiado demacrado para su edad. Su largo y desaliñado cabello y su espesa barba eran grises, y esta última casi conseguía ocultar las marcas que la visitante buscaba, pero parte de los arañazos que delataban que aquel sujeto era su objetivo se distinguían en la mitad superior de su mejilla izquierda, debajo del párpado.
—¿Me estabas esperando? —preguntó ella, adentrándose sin titubear en el interior del maloliente habitáculo.
—Hace mucho tiempo que barrunto la muerte. Me visita en sueños. Siento que mi fin se acerca.
—No te equivocas —sentenció la intrusa.
—Pero yo esperaba que apareciera alguna vieja calavera con guadaña, y no una salvaje.
—No soy tan salvaje —se burló ella—. Mis padres adoptivos me bautizaron, aunque nunca consiguieron convencerme para que profesara su fe. Hasta he ido a la escuela…
—Deja todas esas armas y no hagas ninguna tontería.
La mestiza obedeció sin rechistar, depositando sus revólveres, su rifle, y su tomahawk en el suelo sin dejar en ningún momento de mirar a su forzoso anfitrión, y con una parsimonia que a este se le hizo desesperante. Después acercó una silla y se sentó frente a él, cruzando una pierna sobre la rodilla de la otra y apoyando su brazo derecho en el respaldo de su asiento. Tras ello, echó una larga mirada al hombre que tenía enfrente.
—Me llamo Shaanahayei —se presentó—. En apache significa «Aquella a la que acompaña…»
—¡No me importa cómo te llames ni quiero oír tu odiosa lengua en mi casa! ¡Para mí eres